Saint James comprendió la idea; sin embargo, tenía sus dudas. En su opinión, la teoría del investigador era tremendamente improbable.
– Pero tendría que hacer algo más que simplemente pasarle la piedra en la boca. Sí. Veo que es posible que ella la pusiera en la lengua de él si estaban besándose, pero sin duda no se la metió hasta la garganta. ¿Cómo pudo hacer eso?
– Sorpresa -replicó Le Gallez-. Le pilló desprevenido cuando le metió la piedra en la boca. Le puso una mano en la nuca mientras se besaban y él estaba en la posición correcta. Le puso la otra mano en la mejilla y, cuando él se apartó porque le pasó la piedra, ella lo inmovilizó con la parte interior del codo, lo inclinó hacia atrás y le agarró la garganta. Y la piedra bajó. El hombre estaba perdido.
– No le importará que le diga que es un poco improbable -dijo Saint James-. Sus fiscales no pueden esperar convencer a… ¿Aquí hay jurado?
– Eso no importa. La piedra no tiene que convencer a nadie -dijo Le Gallez-. Sólo es una teoría. Puede que ni siquiera salga en el juicio.
– ¿Por qué no?
Le Gallez esbozó una sonrisa.
– Porque tenemos un testigo, señor Saint James -dijo-. Y un testigo vale más que cien expertos y sus mil teorías, ya me entiende.
En la cárcel donde China estaba en prisión preventiva, Deborah y Cherokee se enteraron de que los hechos habían avanzado deprisa durante las veinticuatro horas transcurridas desde que el hermano había dejado la isla para buscar ayuda en Londres. El abogado de China había logrado que saliera bajo fianza y la había instalado en otro lugar. La administración penitenciaria sabía dónde, naturalmente, pero no se mostraron muy comunicativos con la información.
Deborah y Cherokee, por lo tanto, regresaron a Saint Peter Port, y cuando encontraron una cabina telefónica donde Vale Road se abría a una vista amplia de la bahía de Belle Greve, Cherokee se bajó del coche para llamar al abogado. Deborah observó a través del cristal de la cabina y vio que el hermano de China estaba comprensiblemente inquieto, golpeando el cristal con el puño mientras hablaba. Aunque no era una experta en leer los labios, Deborah pudo distinguir un “Eh, tío, escucha tú”, cuando Cherokee pronunció la frase. Su conversación duró tres o cuatro minutos, no lo suficiente para tranquilizar a Cherokee, pero sí para descubrir dónde había alojado a su hermana.
– La tiene en un apartamento en Saint Peter Port -informó Cherokee mientras volvía a subir al coche y arrancaba-, en uno de esos sitios que la gente alquila en verano. “Está encantada de estar allí”, ha dicho literalmente. Ya me explicarás que querrá decir eso.
– Un piso de veraneo -dijo Deborah-. Seguramente, estará vacío hasta la primavera.
– Sea como sea -dijo él-, podría haberme mandado un mensaje o algo. Yo estoy metido en esto, ¿sabes? Le he preguntado por qué no me ha informado de que iba a sacarla y me ha dicho… ¿Sabes qué me ha dicho? “La señorita River no me ha comentado que le dijera a nadie dónde estaba.” Como si quisiera esconderse.
Regresaron a Saint Peter Port, donde no fue tarea fácil encontrar los pisos de veraneo en los que habían instalado a China, a pesar de tener la dirección. La ciudad era un laberinto de vías de una dirección: calles estrechas que ascendían por la ladera desde el puerto y descendían en picado por una ciudad que existía desde mucho antes de que los coches se imaginaran siquiera. Deborah y Cherokee pasaron varias veces por casas georgianas y adosados Victorianos antes de dar por fin con los apartamentos Queen Margaret en la esquina de las calles Saumarez y Clifton, situados en la parte más alta de esta última. Era un lugar que ofrecería al turista el tipo de vistas que se pagan caras para disfrutar de la primavera y el verano: el puerto abajo, Castle Cornet claramente visible en su lengua de tierra, desde donde antaño protegía la ciudad de las invasiones y, en un día sin las nubes bajas de diciembre, parecería que la costa de Francia flotaba sobre el horizonte.
Ese día, sin embargo, a primera hora del anochecer, el canal era una masa cenicienta de paisaje líquido. Las luces brillaban en un puerto vacío de embarcaciones de recreo y, a lo lejos, el castillo parecía un grupo de piezas de un juego de construcción infantil, sostenidas caprichosamente sobre la palma de la mano de un padre.
El reto en los apartamentos Queen Margaret fue encontrar a alguien que pudiera indicarles el piso de China. Por fin localizaron a un hombre odorífero y sin afeitar en una habitación al fondo del complejo que, por lo demás, estaba desierto. Parecía actuar de conserje cuando no se dedicaba a lo que estaba haciendo ahora, que al parecer era jugar solo a un juego de mesa que consistía en colocar unas piedras negras brillantes en los huecos de una bandeja estrecha de madera.
– Esperen -les dijo cuando Cherokee y Deborah aparecieron en su habitación individual-. Sólo necesito… Maldita sea. El tío me ha ganado otra vez.
“El tío” parecía ser su oponente, que era él mismo, jugando desde el otro lado del tablero. Después de despejar las piedras de ese lado con un movimiento inexplicable, dijo:
– ¿En qué puedo ayudarlos?
Cuando le contaron que habían ido a ver a su única inquilina -porque era indudable que nadie más ocupaba alguna de las habitaciones de los apartamentos Queen Margaret en esta época del año-, el hombre fingió desconocer todo el asunto. Sólo cuando Cherokee le dijo que llamara al abogado de China dio muestras de que la mujer acusada de asesinato se hospedaba en el edificio. Y entonces lo único que hizo fue avanzar pesadamente hacia el teléfono y pulsar unos números. Cuando contestaron al otro lado, dijo:
– Hay alguien que dice que es su hermano… -Y mirando a Deborah añadió-: Viene con una pelirroja. -El hombre se quedó escuchando cinco segundos. Luego dijo-: Muy bien. -Y colgó con la información. Encontrarían a la persona que buscaban, les dijo, en el piso B en el ala este del edificio.
No estaba lejos. China salió a recibirlos a la puerta.
– Has venido -dijo simplemente, y avanzó directamente hacia los brazos abiertos de Deborah.
Ella la abrazó con firmeza.
– Claro que he venido -dijo-. Ojalá hubiera sabido desde el principio que estabas en Europa. ¿Por qué no me dijiste que venías? ¿Por qué no me llamaste? Oh, me alegro tanto de verte. -Pestañeó al notar el escozor detrás de los párpados, sorprendida por la avalancha de sentimientos que le decían lo mucho que había echado de menos a su amiga durante los años en que habían perdido el contacto.
– Siento que tengamos que vernos así. -China ofreció a Deborah una sonrisa fugaz. Estaba mucho más delgada de lo que Deborah la recordaba, y aunque llevaba el estupendo pelo rubio rojizo cortado a la moda, le caía sobre un rostro que parecía el de un vagabundo. Vestía una ropa que habría provocado que a su madre vegetariana le diera un infarto. Era todo prácticamente de cuero negro: los pantalones, el chaleco y los botines. El color acentuaba la palidez de su piel.
– Simón también ha venido -dijo Deborah-. Vamos a solucionar todo esto. No tienes de qué preocuparte.
China miró a su hermano, que había cerrado la puerta después de entrar todos. Se había dirigido al rincón del piso que servía de cocina, donde cambiaba el peso de su cuerpo de un pie al otro como los hombres que desean estar en otro universo cuando las mujeres exhiben sus emociones.
– No pretendía que los trajeras contigo -le dijo China-. Sólo que te aconsejaran si te hacía falta. Pero… Me alegro de que lo hayas hecho, Cherokee. Gracias.
Cherokee asintió.
– ¿Necesitáis…? -dijo-. Quiero decir, puedo salir a dar un paseo o algo… ¿Tienes comida? Mirad, os diré qué haré: iré a buscar una tienda. -Salió del piso sin esperar a que su hermana le respondiera.