– Entonces, aparentemente son gente sin enemigos -observó Saint James.
– Lo peor para la defensa -dijo Holberry-. Pero aún no está todo perdido en ese frente.
Holberry parecía satisfecho. Aquello despertó el interés de Saint James.
– Ha descubierto algo.
– Varias cosas -dijo Holberry-. Podrían acabar en nada, pero vale la pena indagar y puedo asegurarle que desde el principio la policía no investigó en serio a nadie más aparte de a los River.
Pasó a describir la relación estrecha que Guy Brouard tenía con un chico de dieciséis años, un tal Paul Fielder, que vivía en lo que obviamente era la parte equivocada de la ciudad, una zona llamada Bouet. Brouard había conocido al chico a través de un programa local que emparejaba a adultos de la comunidad con adolescentes desfavorecidos de la escuela de secundaria. El AAPG -Adultos, Adolescentes y Profesores de Guernsey- había elegido a Paul Fielder para que Guy Brouard fuera su mentor, y Brouard había adoptado al chico más o menos, una circunstancia que podría no haber sido muy emocionante para los padres del muchacho o, en realidad, para el hijo natural de Brouard. En cualquier caso, podían haber estallado pasiones y entre esas pasiones la más baja de todas: los celos y lo que los celos podían empujar a hacer.
Luego estaba la fiesta que dio Guy Brouard la noche antes de morir, continuó Holberry. Todo el mundo sabía desde hacía semanas que iba a celebrarse, así que un asesino dispuesto a agredir a Brouard cuando no estuviera en plena forma -lo que sucedería después de estar de fiesta hasta la madrugada- pudo planear por adelantado cómo llevarlo a cabo exactamente y culpar a otro. Durante la fiesta, ¿qué dificultad supondría subir sin que lo vieran y colocar pruebas en la ropa y en las suelas de los zapatos o, mejor aún, llevar incluso esos zapatos a la bahía para dejar una pisada o dos que la policía pudiera encontrar más tarde? Sí, la fiesta y el asesinato estaban relacionados, expuso Holberry claramente, y estaban relacionados en más de un sentido.
– También hay que analizar minuciosamente todo este asunto del arquitecto del museo -dijo Holberry-. Fue inesperado y confuso, y cuando las cosas son inesperadas y confusas, la gente se irrita.
– Pero el arquitecto no estaba presente la noche del asesinato, ¿verdad? -preguntó Saint James-. Creía que estaba en Estados Unidos.
– Ese arquitecto no. Me refiero al arquitecto original, un tipo llamado Bertrand Debiere. Es de la isla y él, y todo el mundo en realidad, creía que su proyecto tenía que ser el elegido para el museo de Brouard. Bueno, ¿por qué no? Brouard tenía una maqueta y durante semanas no dejó de enseñársela a todo el mundo que se mostrara interesado y era la maqueta de Debiere, construida con sus propias manos. Así que cuando él, el tal Brouard, dijo que iba a dar una fiesta para anunciar el nombre del arquitecto que había elegido para el trabajo… -Holberry se encogió de hombros-. No se puede culpar a Debiere porque supusiera que él era el escogido.
– ¿Es vengativo?
– Quién sabe, la verdad. Cabría esperar que la policía local lo hubiera investigado más, pero el hombre es de Guernsey. Así que no es probable que vayan a por él.
– ¿Los americanos son más violentos por naturaleza? -preguntó Saint James-. ¿Tiroteos en los patios de los colegios, la pena capital, fácil acceso a las armas, etcétera, etcétera?
– No se trata tanto de eso como de la propia naturaleza del crimen. -Holberry miró la puerta cuando ésta se abrió con un crujido. Su secretaria entró en la sala, con una expresión que indicaba que se iba a casa: sostenía un fajo de papeles en una mano y un bolígrafo en la otra, y llevaba puesto el abrigo y el bolso colgado del brazo. Holberry cogió los documentos y comenzó a firmarlos mientras hablaba-. Hace años que no hay en la isla un asesinato planeado fríamente. Ni siquiera sabe nadie cuándo fue el último. No hay ningún policía que se acuerde, y eso es mucho tiempo. Ha habido crímenes pasionales, naturalmente. También muertes accidentales y suicidios. Pero ¿un asesinato premeditado? No ha habido ninguno en décadas. -El abogado acabó de firmar, entregó las cartas a su secretaria y le dio las buenas noches. Se levantó y fue a su mesa, donde empezó a revisar los papeles, algunos de los cuales metió en su maletín, que estaba sobre la silla. Dijo-: Dada la situación, por desgracia, la policía está predispuesta a creer que un habitante de Guernsey no sería capaz de cometer un crimen como éste.
– Entonces, ¿sospecha que hay otros además del arquitecto? -preguntó Saint James-. Me refiero a otros habitantes de Guernsey que tuvieran una razón para matar a Guy Brouard.
Holberry apartó los papeles mientras consideraba la pregunta. En el despacho exterior, la puerta se abrió y luego se cerró cuando se fue la secretaria.
– Creo -dijo con cautela Holberry- que queda mucho por indagar acerca de Guy Brouard y la gente de esta isla. Era como Papá Noeclass="underline" una obra benéfica por aquí, otra por allí, un departamento del hospital y “¿Qué necesita? Vaya a ver al señor Brouard”. Era el mecenas de media docena de artistas (pintores, escultores, vidrieros, metalúrgicos) y pagaba la educación universitaria en Inglaterra a más de un chico de la isla. Así era él. Algunos lo consideraban un modo de recompensar a la comunidad que lo había acogido. Pero no me sorprendería descubrir que otros lo consideraban otra cosa.
– Cuando se desembolsa dinero, ¿se deben favores?
– Eso es. -Holberry cerró el maletín-. La gente tiende a esperar algo a cambio cuando da dinero, ¿verdad? Si seguimos el rastro del dinero de Brouard por la isla, creo que tarde o temprano sabremos qué.
Capítulo 8
A primera hora de la mañana, Frank Ouseley se encargó de que una de las granjeras de la Rué des Rocquettes bajara al valle a ver a su padre. No tenía pensado estar fuera de Moulin des Niaux más de tres horas, pero en realidad no sabía cuánto durarían el funeral, el entierro y la recepción. Era inconcebible que se ausentara durante cualquiera de las tareas del día. Pero dejar solo a su padre era demasiado arriesgado. Así que hizo unas llamadas hasta que encontró un alma caritativa que dijo que bajaría en bici una o dos veces “con algo dulce para el ancianito. A papá le gustan los caramelos, ¿verdad?”.
No era necesario, la tranquilizó Frank. Pero si realmente quería llevar un detalle a papá, tenía debilidad por cualquier cosa que llevara manzana.
¿Manzanas Fuji, Braeburn, Pippin?, preguntó la buena señora.
En realidad, no importaba.
A decir verdad, seguramente podría cocinar algo con unas sábanas y hacerlo pasar por un pastel de manzana. Su padre había comido peor en su época y había sobrevivido para convertirlo en un tema de conversación general. A Frank le parecía que a medida que el hombre se acercaba al final de su vida, hablaba más y más sobre el pasado lejano. Frank lo había aceptado bien varios años atrás cuando comenzó, puesto que, aparte de su interés por la guerra en general y la ocupación de Guernsey en particular, Graham Ouseley siempre había sido admirablemente reticente a hablar sobre sus propias heroicidades durante aquella terrible época. Había pasado la mayor parte de la juventud de su hijo evitando las preguntas personales diciendo: “No se trataba de mí, chico. Se trataba de todos nosotros”, y Frank había aprendido a valorar que su padre no necesitaba hinchar su ego con recuerdos en los que él jugaba un papel clave. Pero como si supiera que le llegaba la hora y deseara dejar un legado de remembranzas a su único hijo, Graham había empezado a dar detalles. En cuanto comenzó este proceso, pareció que las historias de la guerra que su padre era capaz de recordar no tenían fin.
Por la mañana, Graham había pronunciado un monólogo sobre la furgoneta-detectora, un vehículo que los nazis habían utilizado en la isla para encontrar los últimos transmisores de radio de onda corta que empleaban los ciudadanos para recabar información de los enemigos, en particular de franceses e ingleses.