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Y el que Simón no hubiera seguido su lógica los llevó rumbo al desastre.

Pero el desastre sólo existió a los ojos de Saint James. A los de ella, era claramente un momento en el que por fin se revelaban verdades sospechadas, pero innombrables, sobre su matrimonio. Simón esperaba que Deborah compartiera una o dos con él en el coche mientras iban al funeral y luego al entierro. Pero no lo hizo, así que confió en que el paso de las horas apaciguara la situación.

– Ése debe de ser el hijo -murmuró ahora Deborah. Estaban al final del cortejo fúnebre en una cuesta suave que subía hasta un muro. Tras el muro crecía un jardín, separado del resto de la finca. Los senderos serpenteaban caprichosamente, a través de arbustos bien recortados y parterres, por debajo de árboles que ahora estaban pelados pero que se habían plantado cuidadosamente para dar sombra a los bancos de cemento y los estanques poco profundos. En medio de todo aquello, se alzaban esculturas modernas: una figura de granito en posición fetal; un elfo cobrizo -salpicado de verdín- que posaba debajo de las hojas de una palmera; tres doncellas en bronce con una estela de algas detrás de ellas; una ninfa del mar de mármol que salía del estanque. En este marco, en lo alto de cinco escalones, se abría un terraplén. En el extremo más alejado, había una pérgola con parras trepadoras que daba refugio a un solo banco. Era aquí en el terraplén donde se había cavado la tumba, quizá para que las futuras generaciones pudieran contemplar el jardín a la vez que pensaban en el lugar en el que descansaba eternamente el hombre que lo había creado.

Saint James vio que ya habían bajado el ataúd y se habían rezado las últimas plegarias de despedida. Una mujer rubia, que llevaba unas gafas de sol inapropiadas como si estuviera en un entierro de Hollywood, instaba a un hombre que tenía al lado a dar un paso adelante. Primero verbalmente y, cuando aquello no funcionó, le dio un pequeño empujón hacia la tumba. Junto a ésta, había un montículo de tierra en el que estaba clavada una pala con cintas negras colgadas. Saint James coincidió con Deborah: debía de ser el hijo, Adrián Brouard, el único presente en la casa la noche antes de que asesinaran a su padre, además de su tía y los hermanos River.

Brouard torció el gesto. Apartó a su madre y se acercó al montículo de tierra. Con el más absoluto silencio de la multitud que rodeaba la tumba, llenó la pala de tierra y la echó sobre el ataúd. El ruido de la tierra golpeando la madera resonó como el eco de una puerta cerrándose.

La acción de Adrián Brouard fue imitada por una mujer menuda tan pequeñita que desde detrás bien podría haberse confundido con un chico preadolescente. Con solemnidad, le entregó la pala a la madre de Adrián Brouard, que también echó tierra sobre el ataúd. Cuando iba a devolver la pala al montículo junto a la tumba, otra mujer más se adelantó y cogió el mango antes de que la rubia de gafas de sol lo soltara.

Aquella escena levantó un murmullo entre los asistentes, y Saint James examinó más detenidamente a la mujer. No pudo verla muy bien, puesto que llevaba un sombrero negro del tamaño de un parasol aproximadamente; pero tenía una figura asombrosa a la que sacaba el máximo partido con un elegante traje gris marengo. Aportó su granito de arena con la pala y se la entregó a una adolescente desgarbada, de hombros curvos y tobillos frágiles que calzaba zapatos de plataforma. La chica echó la tierra en la tumba e intentó dar la pala a un chico que tendría más o menos su edad y que por altura, color de piel y físico general parecía su hermano. Pero en lugar de contribuir al ritual, el chico se dio la vuelta bruscamente y se marchó abriéndose paso entre las personas más próximas a la tumba. Se oyó un segundo murmullo.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Deborah en voz baja.

– Habrá que investigarlo -dijo Saint James. Vio la oportunidad que le ofrecía la acción del adolescente. Dijo-: ¿Te sientes cómoda interrogándole tú, Deborah, o prefieres volver con China?

Simón aún no había ido a conocer a la amiga de Deborah y no estaba seguro de si quería hacerlo, aunque no sabría decir concretamente las razones de su reticencia. Sin embargo, sabía que era inevitable que se vieran, por lo que se dijo que quería tener algo esperanzador que comunicarle cuando por fin los presentaran. Mientras tanto, sin embargo, quería que Deborah tuviera la libertad de estar con su amiga. Hoy todavía no lo había hecho, y era indudable que la americana y su hermano estarían preguntándose qué intentaban conseguir sus amigos londinenses.

Cherokee los había llamado aquella mañana, loco por saber qué le había contado la policía a Saint James. En su lado del hilo telefónico, su voz sonaba muy alegre mientras Simón le relataba lo poco que había que relatar, y por su actitud era evidente que el hombre llamaba delante de su hermana. Al final de la conversación, Cherokee comunicó su intención de asistir al funeral. Se mantuvo firme en su deseo de formar parte de lo que él llamaba “la acción” y, sólo cuando Saint James señaló con tacto que su presencia podría proporcionar una distracción innecesaria que permitiría al verdadero asesino camuflarse entre la multitud, accedió a regañadientes a no ir. Sin embargo, les dijo que estaría esperando a escuchar lo que fueran capaces de averiguar. China también estaría esperando.

– Puedes ir con ella, si quieres -le dijo Saint James a su mujer-. Yo me quedaré por aquí husmeando un rato. Puedo encontrar a alguien que me lleve a la ciudad. No creo que haya ningún problema.

– No he venido a Guernsey a quedarme sentada al lado de China y cogerla de la mano -contestó Deborah.

– Ya lo sé. Razón por la cual…

Ella lo interrumpió antes de que pudiera acabar la frase.

– Iré a ver qué tiene que decir el chico, Simón.

Saint James la observó alejarse a grandes zancadas en busca del chaval. Suspiró y se preguntó por qué comunicarse con las mujeres -en particular con su esposa- consistía a menudo en hablar de una cosa mientras se intentaba leer el trasfondo de otra. Y pensó en cómo iba a afectar su incapacidad de interpretar con exactitud a las mujeres a su rendimiento en Guernsey, donde aumentaba la sensación de que las circunstancias que rodeaban la vida y la muerte de Guy Brouard estaban plagadas de mujeres significativas.

Cuando Margaret Chamberlain vio que el hombre cojo se acercaba a Ruth hacia el final de la recepción, supo que no era un miembro legítimo del grupo de personas que habían asistido al funeral y al entierro. Primeramente, no había hablado con su cuñada en el lugar del sepelio como todos los demás. Además, estuvo paseándose durante toda la recepción de estancia en estancia de un modo que sugería especulación. Al principio, Margaret pensó que se trataba de una especie de ladrón, a pesar de la cojera y el aparato ortopédico en la pierna; pero cuando por fin se presentó a Ruth -hasta el punto de darle su tarjeta-, se dio cuenta de que se trataba de algo completamente distinto. Ese algo tenía que ver con la muerte de Guy. Y si no, con el reparto de su fortuna, que por fin conocerían en cuanto se marchara el último de los asistentes al entierro.

Ruth no había querido ver antes al abogado de Guy. Era como si fuera consciente de que había malas noticias e intentara ahorrar a todo el mundo tener que escucharlas. A todo el mundo o a alguien, pensó Margaret con astucia. La única pregunta era a quién.

Si era la decepción de Adrián la que esperaba posponer, definitivamente iba a armarse una buena. Arrastraría a su cuñada a los tribunales y sacaría todos los trapos sucios si Guy había desheredado a su único hijo. Oh, sabía que Ruth se desharía en excusas si eso era lo que había hecho el padre de Adrián. Pero que se atrevieran a acusarla de menoscabar la relación entre padre e hijo, que se atrevieran a intentar ni que fuera una vez responsabilizarla de la pérdida de Adrián… Se montaría la de Dios es Cristo cuando se pusiera a enumerar las razones por las que los había mantenido separados. Todas y cada una de esas razones tenían un nombre y un título, aunque no era exactamente el tipo de títulos que redimían los pecados de uno a los ojos de la gente: Danielle, la azafata de vuelo; Stephanie, la bailarina de estriptis; MaryAnn, la peluquera canina; Lucy, la camarera de piso.