Pero fue pensar en la venganza lo que provocó que, rápidamente, Margaret viera a Adrián como el hombre que era en la actualidad, no como el niño que había sido en su día. Y el escalofrío que sintió en el cuello se transformó en escarcha en la sangre al plantearse qué formas podía haber adoptado la venganza en Guernsey.
El pomo de la puerta vibró detrás de su hijo, y ésta se abrió y le golpeó en la espalda. Una mujer de pelo gris asomó la cabeza, vio la cara rígida de Margaret y dijo:
– Oh, lo siento. -Y desapareció. Pero su intrusión fue señal suficiente. Margaret sacó a su hijo de la habitación.
Lo condujo arriba y luego a su cuarto, agradecida de que Ruth la hubiera instalado en el ala oeste de la casa, lejos de la habitación de ella y de la de Guy. Allí, ella y su hijo tendrían intimidad, que era lo que necesitaban.
Sentó a Adrián en el taburete del tocador y cogió una botella de whisky de malta de su maleta. Ruth tenía fama de ser tacaña con la bebida, y Margaret dio las gracias a Dios por ello porque, de lo contrario, no habría venido aprovisionada. Se sirvió dos dedos generosos y se los bebió de un trago, luego volvió a llenar el vaso y se lo dio a su hijo.
– Yo no…
– Bebe. Te tranquilizará. -Margaret esperó a que su hijo la obedeciera. El apuró el vaso y luego lo sostuvo relajadamente entre las manos. Entonces ella dijo-: ¿Estás seguro, Adrián? Le gustaba coquetear. Ya lo sabes. Puede que sólo fuera eso. ¿Los viste juntos? ¿Tú…? -Detestaba preguntar los detalles truculentos, pero necesitaba hechos.
– No me hizo falta verlos. Después estuvo distinta conmigo. Me lo imaginé.
– ¿Hablaste con él? ¿Le acusaste?
– Claro que sí. ¿Por quién me tomas?
– ¿Y qué te dijo?
– Lo negó. Pero le obligué a…
– ¿Le obligaste? -Apenas podía respirar.
– Mentí. Le dije que ella me lo había confesado. Así que él también confesó.
– ¿Y luego?
– Nada. Carmel y yo volvimos a Inglaterra. Ya conoces el resto.
– Dios mío, ¿y por qué has vuelto, entonces? -le preguntó-. Se tiró a tu prometida delante de tus narices. ¿Por qué has…?
– Alguien me insistió para que viniera, como tal vez recuerdes -dijo Adrián-. ¿Qué me dijiste? ¿Que estaría muy contento de verme?
– Pero si lo hubiera sabido, nunca te habría sugerido, menos aún insistido… Adrián, por el amor de Dios. ¿Por qué no me constaste lo que había pasado?
– Porque decidí utilizarlo -dijo-. Si no podía convencerle con la razón de que me diera el préstamo que necesitaba, pensé que con la culpa sí lo conseguiría. Sólo que olvidé que papá era inmune a la culpa. Era inmune a todo. -Luego sonrió. Y, en ese instante, el escalofrío transformado en escarcha se convirtió en hielo en la sangre de Margaret cuando su hijo dijo-: Bueno, a prácticamente todo, parece ser.
Capítulo 9
Deborah Saint James siguió al adolescente a cierta distancia. No era su fuerte comenzar conversaciones con desconocidos, pero no iba a marcharse de allí sin intentarlo al menos. Sabía que su reticencia no hacía más que confirmar los temores de su marido respecto a que viajara sola a Guernsey para ocuparse de las dificultades de China, puesto que al parecer la presencia de Cherokee no contaba para Simón. Así que en las presentes circunstancias estaba doblemente resuelta a no dejarse vencer por su reticencia natural.
El chico no sabía que le estaba siguiendo. No parecía que tuviera en mente ningún destino en concreto. Primero se abrió paso a empujones entre la multitud presente en el jardín de las esculturas y luego cruzó el fresco césped oval situado detrás del pabellón acristalado en un extremo de la casa. Junto a este césped, saltó entre dos rododendros altos y recogió una rama fina de un castaño que crecía cerca de un grupo de tres edificios anexos. Al llegar allí, el chico giró de repente hacia el este, donde, a lo lejos y a través de los árboles, Deborah vio un muro de piedra que daba a unos campos y prados. Pero en lugar de ir en esa dirección -el modo más seguro de dejar atrás el funeral y todo lo que conllevaba-, comenzó a recorrer el sendero de guijarros que regresaba de nuevo a la casa. Mientras andaba, utilizaba bruscamente la rama como una vara contra los arbustos que crecían exuberantes a lo largo del camino. Éste bordeaba una serie de jardines meticulosamente cuidados al este de la casa; pero tampoco entró en ninguno, sino que siguió avanzando por entre los árboles que había detrás de los arbustos y aceleró el paso cuando, al parecer, oyó que alguien se acercaba a uno de los coches aparcados en esa zona.
Allí, Deborah lo perdió momentáneamente. Cerca de los árboles no llegaba mucha luz y el chico vestía de marrón oscuro de los pies a la cabeza, así que era difícil verlo. Pero ella aceleró el paso en la dirección que había visto que tomaba y lo alcanzó en un sendero que bajaba hacia un prado. Hacia la mitad de éste, se alzaba el tejado de lo que parecía una casa de té japonesa detrás de unos arces delicados y una valla de madera de adorno engrasada para mantener su brillante color original, e intensamente acentuada en rojo y negro. Vio que se trataba de otro jardín más de la finca.
El chico cruzó un delicado puente de madera que describía una curva sobre una depresión en el terreno. Lanzó la rama, retomó el camino por unas piedras y se dirigió a grandes zancadas hacia una puerta festoneada en la valla. La abrió de un golpe y desapareció dentro. La puerta se cerró silenciosamente tras él.
Deborah lo siguió deprisa y cruzó el puente que se extendía sobre un pequeño barranco en el que habían colocado unas piedras grises teniendo sumo cuidado con lo que crecía alrededor. Se acercó a la puerta y vio lo que no había visto antes: una placa de bronce clavada en la madera. “Á la mémoire de Miriam et Benjamín Brouard, assassinés par les Nazis á Auschwitz. Nous n'oublierons jamáis.-” Deborah leyó las palabras y reconoció las suficientes como para saber que el jardín estaba dedicado a la memoria de alguien.
Abrió la puerta a un mundo que era distinto a lo que había visto hasta entonces en los jardines de Le Reposoir. Aquí las plantas y los árboles lozanos y exuberantes estaban castigados. Imperaba en él un orden austero, puesto que habían podado la mayor parte del follaje de los árboles y los arbustos estaban recortados con diseños formales. Eran agradables a la vista y se unían unos con otros siguiendo un dibujo que hacía que la mirada recorriera el perímetro del jardín hacia otro puente arqueado, que se extendía sobre un gran estanque serpenteante en el que crecían nenúfares. Justo detrás estaba la casa de té cuyo tejado Deborah había vislumbrado desde el otro lado de la valla. Tenía puertas de pergamino al estilo de los edificios privados japoneses, y una de ellas estaba abierta.
Deborah siguió el sendero que rodeaba el perímetro del jardín y cruzó el puente. Debajo de ella, vio unas carpas grandes de colores nadando mientras delante de ella se revelaba el interior de la casa de té. La puerta abierta mostraba un suelo cubierto de alfombras tradicionales y una sola habitación amueblada con una mesa baja de ébano con almohadones alrededor.
Un porche profundo recorría el ancho de la casa de té; dos escalones daban acceso a él desde el sendero de gravilla que continuaba alrededor del propio jardín. Deborah subió los escalones, pero no se molestó en hacerlo subrepticiamente. Era mejor ser otro invitado más al funeral que daba un paseo, pensó, que alguien que seguía a un chico que probablemente no quería entablar ninguna conversación.
El chaval estaba arrodillado frente a un armario de teca empotrado en la pared, en el extremo más alejado de la casa de té. Lo había abierto y estaba tirando de una bolsa pesada. Mientras Deborah observaba, el chico la extrajo con dificultad, la abrió y hurgó dentro. Sacó un recipiente de plástico. Entonces se dio la vuelta y vio a Deborah observándolo. La miró abiertamente y sin el más mínimo reparo. Entonces se levantó y pasó a su lado, salió al porche y de allí se dirigió al estanque.