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– Por querer que formaras parte de…

– Se cree tan inteligente -la interrumpió-. Se cree que es tan buena en la cama… Ábrete de piernas, mamá, y serán tus marionetas. Aún no ha funcionado, pero si lo haces el tiempo suficiente, puede que al final lo consigas, maldita sea. -Stephen se levantó y cogió el recipiente. Regresó a la casa de té y entró. De nuevo, Deborah lo siguió.

Desde la puerta, le dijo:

– A veces las personas hacen cosas cuando echan muchísimo de menos a alguien, Stephen. En apariencia, lo que hacen es irracional. Insensible, ya sabes. O incluso malicioso. Pero si podemos ver más allá de lo que parece, si intentamos entender la razón que hay detrás…

– Empezó justo después de que él muriera, ¿vale? -Stephen metió la bolsa de comida para peces en el armario. Cerró la puerta de un golpe-. Con uno de los monitores de la patrulla de esquí, sólo que entonces yo no sabía qué ocurría. No lo entendí hasta que estábamos en Palm Beach y, para entonces, ya habíamos vivido en Milán y en París y siempre había un hombre, ¿entiendes?, siempre había… Por eso estamos aquí ahora, ¿lo captas? Porque el último estaba en Londres y no consiguió que se casara con ella, y cada vez está más desesperada porque si se queda sin dinero y no hay nadie, ¿qué cono va a hacer entonces?

El pobre chico rompió a llorar. Eran unos sollozos esforzados, humillantes. A Deborah le dio lástima el chico, y cruzó la casa de té para acudir a su lado.

– Siéntate aquí. Por favor, Stephen, siéntate -le dijo.

– La odio -dijo él-. La odio de verdad. Zorra asquerosa. Es tan estúpida que ni siquiera ve… -No pudo continuar, pues el llanto se lo impidió.

Deborah lo instó a sentarse en uno de los almohadones. El chico se dejó caer sobre él de rodillas, con la cabeza agachada sobre el pecho y el cuerpo respirando agitadamente.

Deborah no le tocó, aunque quería hacerlo. Diecisiete años, desesperación absoluta. Sabía cómo se sentía: el sol se pone, la noche no acaba nunca y te invade la desesperanza.

– Te parece odio porque es muy fuerte -dijo-. Pero no es odio. Es algo muy distinto. La otra cara del amor, supongo. El odio destruye. Pero ¿esto…? Esto, lo que sientes… No haría daño a nadie. Así que no es odio. De verdad.

– Pero la has visto -contestó entre sollozos-. Has visto cómo es.

– Sólo es una mujer, Stephen.

– ¡No! Es más que eso. Ya has visto lo que ha hecho.

Al oír aquello, el cerebro de Deborah se puso alerta.

– ¿Lo que ha hecho? -repitió.

– Ahora es demasiado mayor. No puede asumirlo. Y es incapaz de ver… Y yo no puedo decírselo. ¿Cómo puedo decírselo?

– ¿Decirle qué?

– Que es demasiado tarde para todo esto. Que no la quiere. Que ni siquiera la desea. Que puede hacer lo que quiera para cambiarlo, pero que nada va a funcionar, ni el sexo, ni pasar por el quirófano, nada. Le había perdido y era demasiado estúpida para verlo, joder. Pero tendría que haberlo visto. ¿Por qué no lo vio? ¿Por qué seguiría haciendo cosas para aparentar ser mejor? ¿Para intentar que él la deseara cuando ya no era así?

Deborah asimiló esta información detenidamente. Al mismo tiempo, reflexionó sobre todo lo que el chico le había dicho antes. Lo que implicaban las palabras era evidente: Guy Brouard había dejado a su madre. La conclusión lógica era que la había dejado por otra persona. Pero la verdad del asunto también podía ser que el hombre la hubiera dejado por otra cosa. Si Brouard no quería seguir con la señora Abbott, tenían que descubrir qué era lo que quería.

Paul Fielder llegó a Le Reposoir sudado, sucio y jadeando, con la mochilla torcida sobre la espalda. Aunque creía que era demasiado tarde, había pedaleado desde Bouet a la iglesia de la ciudad, volando por el paseo marítimo como si los cuatro jinetes del Apocalipsis le pisaran los talones. Cabía la posibilidad, pensó, de que el funeral del señor Guy se hubiera retrasado por alguna razón. Si así era, aún podría asistir al menos a una parte del mismo.

Pero el hecho de que no hubiera coches en el extremo norte ni en los aparcamientos del muelle le dijo que el plan de Billy había resultado. Su hermano mayor había logrado impedir que Paul asistiera al funeral de su único amigo.

Paul sabía que había sido Billy quien había roto su bicicleta. En cuanto salió y la vio -la rueda trasera rajada y la cadena tirada en el barro-, reconoció la repugnante mano de su hermano tras aquella travesura. Soltó un grito ahogado y entró furioso en casa, donde su hermano estaba comiendo pan frito y bebiendo una taza de té sentado a la mesa de la cocina. Tenía un cigarrillo encendido en un cenicero a su lado y otro olvidado que humeaba en el escurridor encima del fregadero. Fingía ver un programa de entrevistas en la tele mientras su hermanita pequeña jugaba con un paquete de harina en el suelo, pero la verdad era que estaba esperando a que Paul irrumpiera en la casa y se enfrentara a él de un modo u otro para que pudieran pelearse.

Paul lo vio nada más entrar. La sonrisita de Billy lo delató.

Hubo un tiempo en el que habría llamado a sus padres. Hubo un tiempo en el que incluso se habría abalanzado sobre su hermano ciegamente sin tener en cuenta las diferencias de tamaño y fuerza. Pero ese tiempo había pasado. El viejo mercado de carne -una parte integrante del orgulloso complejo antiguo de edificaciones con columnatas que integraban Market Square en Saint Peter Port- había cerrado sus puertas para siempre y había acabado con la fuente de ingresos de su familia. Ahora su madre trabajaba de cajera en un Boots en High Street, registrando las compras, mientras que su padre había entrado en una cuadrilla que realizaba obras en las carreteras, donde los días eran largos y el trabajo, atroz. Ninguno de los dos se encontraba ahora en casa para ayudarle, y aunque no fuera así, Paul no iba a cargarles con más problemas. En cuanto a enfrentarse a Billy, sabía que a veces su hermano era lento, pero no estúpido. Enfrentarse a Billy era lo que Billy quería. Lo quería desde hacía meses y se había esforzado mucho para que sucediera. Se moría de ganas por agredir a alguien y no le importaba quién fuera.

Paul apenas le miró. Corrió hacia el armario situado debajo del fregadero de la cocina y sacó la caja de herramientas de su padre.

Billy le siguió afuera, desatendiendo a su hermana, que se quedó en el suelo de la cocina con las manos metidas en el paquete de harina. Otros dos hermanos suyos estaban peleándose en el piso de arriba. Se suponía que Billy tenía que llevarlos al colegio. Pero Billy nunca hacía muchas de las cosas que se suponía que tenía que hacer, sino que se pasaba los días en el jardín trasero lleno de malas hierbas, lanzando peniques a las latas de cerveza que se bebía desde que se levantaba hasta que se acostaba.

– Oh -dijo Billy fingiendo preocupación cuando se le iluminaron los ojos al ver la bici de Paul estropeada-. ¿Qué diablos ha pasado, Paulie? Alguien la ha tomado con tu bici, ¿no?

Paul no le hizo caso y se sentó en el suelo. Comenzó quitando primero la rueda. Taboo, que había montado guardia junto a la bici, la olisqueó con recelo, y un aullido salió desde lo más profundo de su garganta. Paul paró y llevó al perro a una farola cercana. Lo ató y le señaló el suelo donde quería que se tumbara. Taboo le obedeció, pero era evidente que no le gustó. No se fiaba ni un pelo del hermano de Paul, y Paul sabía que el perro habría preferido mil veces quedarse a su lado.

– ¿Tienes que ir a algún sitio? -le preguntó Billy-. Y se te ha estropeado la bici. Qué mala suerte. Cómo es la gente.

Paul no quería llorar porque sabía que las lágrimas proporcionarían a su hermano más formas de atormentarle. Era cierto que las lágrimas le darían menos satisfacción que derrotar a Paul en una pelea brutal, pero seguiría siendo mejor que nada y Paul prefería infinitamente no darle nada a Billy. Había aprendido hacía tiempo que su hermano no tenía corazón y menos aún conciencia. Vivía para martirizar a los demás. Era la única contribución que podía hacer a la familia.