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Así que Paul no le hizo caso, y a Billy no le gustó. Se apoyó en la casa y encendió otro cigarrillo más.

“Ojalá se te pudran los pulmones”, pensó Paul, pero no lo dijo. Simplemente comenzó a reparar la vieja rueda gastada, cogiendo los trozos de goma y el pegamento y extendiéndolos sobre el tajo.

– A ver, déjame adivinar adonde podría ir mi hermanito pequeño esta mañana -dijo Billy pensativamente, dando caladas al pitillo-. ¿Va a ir a ver a mamá al Boots? ¿A llevarle a papá el almuerzo a la carretera? Hum. Creo que no. Va demasiado elegante. De hecho, ¿de dónde ha sacado esa camisa? ¿De mi armario? Mejor que no. Porque robarme significaría castigo. Tal vez debería mirarla mejor, para asegurarme.

Paul no reaccionó. Sabía que su hermano era un matón cobarde. Sólo tenía las agallas de atacar cuando creía que sus víctimas se sentían intimidadas. Como se sentían sus padres, pensó Paul desconsolado. Vivía en su casa como un inquilino moroso mes tras mes porque tenían miedo de lo que podía hacer si le echaban.

Antes Paul era como ellos, miraba a su hermano mientras cogía las cosas de la familia para venderlas en mercadillos y pagarse así la cerveza y el tabaco. Pero eso era antes de que apareciera el señor Guy, que siempre parecía saber lo que pasaba en el corazón de Paul y siempre parecía capaz de hablar de ello sin sermonearle o exigirle nada o esperar algo a cambio, aparte de compañerismo.

“Tú sólo céntrate en lo que es importante, mi príncipe. ¿El resto? Si no forma parte de tus sueños, olvídalo.”

Ésa era la razón por la que podía reparar la bicicleta mientras su hermano se burlaba de él, retándole a pelear o a llorar. Paul bloqueó sus oídos y se concentró. Una rueda que remendar, una cadena que limpiar.

Podría haber cogido el autobús para ir a la ciudad, pero no se le ocurrió hasta que tuvo arreglada la bici y estaba a medio camino de la iglesia. En ese punto, sin embargo, ya no se reprendió por ser tan imbécil. Deseaba tanto estar presente en la despedida del señor Guy que lo único que pensó, cuando se encontró un autobús avanzando lentamente por la ruta norte número cinco y le recordó que podría haberlo cogido, fue lo fácil que sería ponerse delante del vehículo y terminar con todo.

Fue entonces cuando por fin rompió a llorar, por pura frustración y desesperación. Lloró por el presente, en el que todos sus objetivos parecían frustrarse, y por el futuro, que parecía funesto y vacío.

A pesar de ver que no quedaba ni un solo coche cerca de la iglesia, se colocó bien la mochila en la espalda y entró de todas formas. Primero, sin embargo, cogió a Taboo. Entró al perro con él, pese a saber que era del todo improcedente. Pero no le importó. El señor Guy también era amigo de Taboo y, de todas formas, no iba a dejar al animal fuera en la plaza sin entender qué estaba ocurriendo. Así que lo llevó dentro, donde el aroma de las flores y de las velas encendidas seguía flotando en el aire y aún había una pancarta que decía Requiescat in pace colgada a la derecha del pulpito. Pero aquéllas eran las únicas señales de que se había celebrado un funeral en la iglesia de Saint Peter Port. Tras recorrer el pasillo central e intentar fingir que había sido uno de los asistentes, Paul salió del edificio y regresó a donde había dejado la bici. Se dirigió al sur hacia Le Reposoir.

Aquella mañana se había puesto la que en teoría era la mejor ropa que tenía, y deseó no haber salido huyendo de Valerie Duffy el día anterior cuando la mujer le ofreció una de las viejas camisas de Kevin. Por consiguiente, lo único que tenía eran unos pantalones negros con manchas de lejía, un único par de zapatos destrozados y una camisa de franela que su padre solía ponerse los días más fríos en el interior del mercado de carne. Alrededor del cuello de la camisa, se había atado una corbata de punto que también era de su padre. Y encima de todo, llevaba el anorak rojo de su madre. Tenía un aspecto espantoso, y lo sabía, pero era lo más que pudo hacer.

Cuando llegó a la finca Brouard, toda la ropa que vestía estaba sucia o sudada. Por este motivo, empujó la bici detrás de un camelio enorme que había justo tras el muro, salió del sendero de entrada y caminó hacia la casa pasando por debajo de los árboles en lugar de cruzar a campo través. Taboo trotaba a su lado.

Delante, Paul vio que salía gente de la casa con cuentagotas y, mientras se detenía para intentar ver qué pasaba, se percató de que el coche fúnebre que había llevado el ataúd del señor Guy se aproximaba a él, que estaba medio escondido en la parte este del sendero, pasaba lentamente a su lado y cruzaba la verja para emprender el viaje de regreso a la ciudad. Paul lo siguió con la mirada antes de volverse hacia la casa y comprender que también se había perdido el entierro. Se lo había perdido todo.

Sintió de inmediato que se le tensaba e hinchaba todo el cuerpo, mientras algo intentaba escapar de él con la misma fiereza con la que él trataba de contenerlo. Se quitó la mochila y se la colocó en el pecho, e intentó creer que lo que había compartido con el señor Guy no había desaparecido en un momento, sino que se había santificado, bendecido para siempre a través de un mensaje que el señor Guy había dejado.

“Éste, mi príncipe, es un lugar especial, un lugar tuyo y mío. ¿Se te da bien guardar secretos, Paul?”

Mejor que bien, prometió Paul Fielder. Mejor que oír los insultos de su hermano sin escucharlos. Mejor que soportar el fuego abrasador de esta pérdida sin desintegrarse por completo. En realidad, se le daba mejor que cualquier otra cosa.

Ruth Brouard llevó a Saint James al estudio de su hermano en el piso de arriba. Simón vio que se encontraba en el ala noroeste, que daba a un césped oval y al pabellón acristalado por un lado y, en el otro, a un semicírculo de edificaciones anexas que parecían ser unos viejos establos. Más allá, la finca seguía: más jardines, prados lejanos, campos y bosque. Saint James vio que las esculturas que comenzaban en el jardín cercado donde habían enterrado al hombre asesinado también se extendían al resto de la propiedad. Aquí y allá, una forma geométrica de mármol, bronce, granito o madera aparecía de entre los árboles y las plantas que crecían con libertad por el terreno.

– Su hermano era un mecenas del arte. -Saint James dio la espalda a la ventana mientras Ruth Brouard cerraba la puerta sin hacer ruido.

– Mi hermano era un mecenas de todo-contestó ella.

No tenía buen aspecto, determinó Saint James. Sus movimientos eran estudiados y su voz sonaba agotada. La mujer se dirigió a un sillón y se sentó. Detrás de las gafas, sus ojos se entrecerraron y un gesto de dolor habría asomado a su rostro si no hubiera procurado llevar una máscara.

En el centro de la habitación, había una mesa de nogal, encima de la cual descansaba la maqueta detallada de un edificio enclavado en un paisaje que comprendía la calzada de delante, el jardín de detrás e incluso los árboles y arbustos en miniatura que crecerían en los jardines. La maqueta era tan detallada que incluía puertas y ventanas y, a lo largo de la parte delantera, una mano experta había tallado cuidadosamente lo que al final se grabaría en la mampostería. En el friso decía: “Museo de la Guerra Graham Ouseley”.

– Graham Ouseley. -Saint James se alejó de la maqueta. Era bajo al estilo de un bunker, salvo por la entrada, que ascendía de manera espectacular como si fuera un diseño de Le Corbusier.

– Sí -murmuró Ruth-. Es un hombre de Guernsey. Bastante mayor. Tiene unos noventa años. Es un héroe local de la ocupación. -No le explicó nada más, pero era evidente que estaba a la espera. Había leído el nombre y la profesión de Saint James en la tarjeta que le había entregado y había accedido de inmediato a hablar con él. Pero, obviamente, iba a esperar a ver qué quería antes de ofrecerle más información de forma voluntaria.