Выбрать главу

– ¡Dios santo! -Deborah se llevó un susto y luego se rio-. Oh, qué guapo es, ¿verdad? Ven, perrito. No te haremos daño.

Le extendió la mano. Al hacerlo, un chico con una chaqueta roja salió corriendo por donde había aparecido el perro y cogió al animal en brazos.

– Lo siento -dijo Saint James con una sonrisa-. Parece que hemos asustado a tu perro.

El chico no dijo nada. Miró a Deborah y luego a Saint James mientras el perro seguía ladrando protectoramente.

– La señora Brouard nos ha dicho que por aquí se llegaba a la bahía -dijo Saint James-. ¿Hemos cogido el desvío que no era?

El chico siguió sin decir nada. Tenía un aspecto desarreglado, el pelo graso pegado al cuero cabelludo y la cara sucia. Las manos que sostenían al perro estaban mugrientas, y los pantalones negros que llevaba tenían grasa incrustada en una rodilla. Retrocedió varios pasos.

– No te habremos asustado a ti también, ¿verdad? -le preguntó Deborah-. Pensábamos que no habría…

Su voz se apagó cuando el chico se dio la vuelta y se marchó por donde había venido. Llevaba una mochila andrajosa en la espalda, que rebotaba como un saco de patatas.

– ¿Quién diablos…? -murmuró Deborah.

Saint James también se lo preguntaba.

– Habrá que investigarlo.

Llegaron a la carretera tras cruzar una verja en el muro a cierta distancia del sendero. Allí vieron que los coches del entierro se habían ido, por lo que el camino estaba despejado y encontraron fácilmente la bajada a la bahía, a unos cien metros de la entrada a la finca Brouard.

Esta pendiente estaba entre un sendero y una vereda -más ancha que el primero, pero demasiado estrecha para tomarla por la segunda- y serpenteaba sobre sí misma numerosas veces mientras descendía vertiginosamente hacia el agua. La flanqueaban paredes de roca y bosque, además de un riachuelo que chapoteaba por las piedras desiguales de la base do la pared. Aquí no había ni casas ni cabañas, sólo un hotel cerrado, por ser temporada baja, rodeado de árboles y enclavado en una depresión de la ladera, y con los postigos cerrados en rodas las ventanas.

Abajo, a lo lejos, se veía el canal de la Mancha, moteado por los pocos rayos de sol que eran capaces de atravesar el denso manto de nubes. Acompañando a aquella vista, llegaban los gritos de las gaviotas. Planeaban entre los afloramientos de granito de la cima de los acantilados, que penetraban en la bahía y le daban su forma de herradura. Aquí, los tojos y las uvas de gato crecían en tranquila abundancia, y allí donde la tierra era más honda, matorrales enredados de ramas huesudas marcaban los lugares donde en primavera florecerían los endrinos y las zarzas.

Al pie de la carretera, un pequeño aparcamiento dibujaba una huella en el paisaje. No había ningún coche, ni tampoco parecía probable que fuera a haberlo en esta época del año. Era el lugar perfecto para darse un baño privado o para cualquier actividad que requiriera ausencia de testigos.

Un rompeolas tallado en piedra protegía el aparcamiento de la erosión de la marea, y a un lado del mismo una pasarela bajaba hasta el agua. Algas muertas y semimuertas la cubrían densamente, justo el tipo de vegetación que en otra época del año estaría infestada de moscas y mosquitos. Sin embargo, nada se movía o arrastraba en ella en pleno diciembre, y Saint James y Deborah pudieron cruzarla y acceder a la playa. El agua chocaba en ella rítmicamente, marcando un pulso suave contra la arena gruesa y las piedras.

– No hay viento -observó Saint James mientras contemplaba la entrada de la bahía a cierta distancia de donde se encontraban-. Por eso es un buen lugar para nadar.

– Pero hace un frío horrible -dijo Deborah-. No entiendo cómo podía bañarse en diciembre. Es increíble, ¿no te parece?

– Hay personas a quienes les gustan los extremos -dijo Saint James-. Echemos un vistazo.

– ¿Qué buscamos exactamente?

– Algo que se le haya escapado a la policía.

Les resultó bastante fácil encontrar el lugar exacto del asesinato: las señales de una escena del crimen seguían allí en la forma de una cinta amarilla de la policía, dos botes de carretes del fotógrafo de la policía y una gota de yeso blanco que se había derramado cuando sacaron el molde de una pisada. Saint James y Deborah partieron de este punto y empezaron a trabajar codo con codo ampliando cada vez más la circunferencia a su alrededor.

El proceso era lento. Con los ojos clavados en el suelo, giraban sobre sus talones, levantando las piedras más grandes que encontraban, apartando con cuidado las algas, tamizando la arena con los dedos. Se pasaron una hora así, examinando la pequeña playa, y encontraron la tapa de un tarro de papilla para bebés, un lazo descolorido, una botella vacía de Evian y setenta y ocho peniques en monedas.

Cuando llegaron al rompeolas, Saint James sugirió que comenzaran por extremos opuestos y trabajaran acercándose el uno al otro. Cuando se encontraran, dijo, seguirían avanzando; de este modo los dos habrían inspeccionado por separado todo el largo de la pared.

Tenían que ir con cuidado, porque aquí las piedras eran más pesadas y abundaban las grietas en las que podían caer cosas. Pero aunque los dos caminaron a paso de tortuga, se encontraron en el centro con las manos vacías.

– Esto no es muy esperanzador -señaló Deborah.

– No -reconoció Saint James-. Pero siempre ha sido sólo una posibilidad. -Se apoyó un momento en la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada puesta en el canal. Pensó en las mentiras, las que se cuentan y las que se creen. A veces, lo sabía, la gente que las contaba y la que se las creía era la misma. Si uno contaba algo el tiempo suficiente, acababa creyéndoselo.

– Estás preocupado, ¿verdad? -dijo Deborah-. Si no encontramos nada…

Simón la rodeó con el brazo y le dio un beso en la sien.

– Sigamos mirando -le dijo, pero no comentó nada de lo que parecía una obviedad: encontrar algo podría ser más condenatorio incluso que tener la desgracia de no encontrar nada en absoluto.

Continuaron como cangrejos recorriendo la pared, Saint James ligeramente más impedido por el aparato ortopédico de la pierna, lo que a él le dificultaba más que a su mujer avanzar por las piedras más grandes. Tal vez fue ésa la razón por la que, unos quince minutos después de comenzar la parte final de la búsqueda, fue Deborah quien soltó el grito de júbilo, que señalaba el descubrimiento de algo que hasta entonces había pasado desapercibido.

– ¡Aquí! -gritó-. Simón, ven a ver.

Saint James se dio la vuelta y vio que su mujer había llegado al final del rompeolas, donde la pasarela descendía hasta el agua. Estaba señalando la esquina donde se unían el rompiente y la pasarela y, cuando Saint James avanzó en su dirección, ella se agachó para mirar mejor lo que había encontrado.

– ¿Qué es? -preguntó al llegar a su lado.

– Algo metálico -dijo ella-. No he querido cogerlo.

– ¿Está muy profundo? -preguntó Saint James.

– A menos de treinta centímetros, diría yo -contestó-. Si quieres que lo…

– Toma. -Y le dio un pañuelo.

Para alcanzar el objeto, tuvo que meter la pierna en una abertura irregular, y lo hizo con entusiasmo. Se agachó lo suficiente para coger y rescatar lo que había visto desde arriba.

Resultó ser un anillo. Deborah lo sacó y lo dejó protegido por el pañuelo en la palma de la mano de Saint James para que lo inspeccionara.

Parecía de bronce y, por el tamaño, de hombre. Y por el tamaño del adorno también parecía de hombre. Tenía una calavera y dos huesos cruzados. Encima de la calavera estaban los números 39/40 y, debajo, cuatro palabras grabadas en alemán. Saint James entrecerró los ojos para distinguirlas: “Die Festung im Westen”.

– Algo de la guerra -murmuró Deborah mientras lo examinaba ella misma-. Pero no puede llevar aquí todos estos años.