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Lo miró, sólo una ojeada rápida mientras caminaba a su lado. Sabía que a su marido no le parecería natural que no hiciera ningún comentario, pero Valerie quería ser prudente respecto a cuanto decía. Había cosas de las que uno no soportaba hablar.

– ¿Crees que tendríamos que llamar a Henry, entonces? -le preguntó por fin a su marido.

Kevin se aflojó la corbata y se desabrochó el botón de arriba de la camisa. No estaba acostumbrado al tipo de ropa que la mayoría de los hombres lleva con comodidad.

– Supongo que lo sabrá pronto. Seguro que a la hora de cenar media isla ya se habrá enterado.

Valerie esperó a que siguiera hablando, pero no dijo nada más. Quería sentirse aliviada, pero el que no la mirara le decía que tenía la cabeza en otra parte.

– Pero me pregunto cómo reaccionará -dijo Valerie.

– ¿En serio, cariño? -le preguntó Kevin.

Lo dijo en voz baja, así que Valerie apenas le oyó, pero le bastó el tono para estremecerse.

– ¿Por qué me preguntas eso, Kev? -dijo con la esperanza de que se viera obligado a hablar.

– Lo que la gente dice que hará y lo que acaba haciendo en realidad a veces son cosas distintas, ¿verdad? -Kevin la miró.

El estremecimiento de Valerie se convirtió en un escalofrío permanente. Notó que le subía por las piernas y le atravesaba el estómago, donde se enroscó como un gato pelado y se acomodó allí, pidiéndole que hiciera algo al respecto. Esperó a que su marido introdujera el tema obvio en que seguramente estarían pensando todos los presentes en el salón o del que estarían hablando con otra persona. Como no lo hizo, dijo:

– Henry estaba en el funeral, Kev. ¿Has hablado con él? También ha venido al entierro, y a la recepción. ¿Le has visto? Supongo que eso significa que él y el señor Brouard fueron amigos hasta el final. Lo cual es bueno, creo. Porque sería terrible que el señor Brouard hubiera muerto enfadado con alguien, y en particular con Henry. Henry no querría que una fisura en su amistad atormentara su conciencia, ¿verdad?

– No -dijo Kevin-. Una conciencia atormentada es algo repugnante. No te deja dormir por las noches. Hace que te resulte difícil pensar en otra cosa que no sea lo que hiciste para tener mala conciencia. -Dejó de caminar, y Valerie también se detuvo. Se quedaron parados en el césped. Sopló una ráfaga de viento repentina procedente del canal que llevaba consigo el aire salado y también el recuerdo de lo que había sucedido en la bahía.

– ¿Tú crees, Val -dijo Kevin después de treinta segundos eternos en los que Valerie no contestó a su comentario-, que a Henry le va a sorprender el testamento?

Ella apartó la mirada, sabiendo que los ojos de Kevin seguían clavados en ella y que intentaba hacerla hablar. Normalmente su marido podía sonsacarle lo que fuera, porque a pesar de los veintisiete años que llevaban casados, le quería igual que el primer día, cuando desnudó su cuerpo deseoso y amó ese cuerpo con el suyo. Conocía el valor verdadero que suponía tener este tipo de celebración con un hombre, y el miedo a perderlo la empujaba a hablar y pedir perdón a Kevin por lo que había hecho, a pesar de haber prometido no hacerlo nunca por el infierno que desataría si lo hacía.

Pero la fuerza de la mirada de Kevin sobre ella no bastó. La llevó al borde, pero no pudo lanzarla a la destrucción. Se quedó callada, lo cual le obligó a continuar.

– No veo por qué no iba a sorprenderle, ¿tú sí? Todo esto es tan raro, que pide a gritos preguntas y respuestas. Y si no pregunta él… -Kevin miró en dirección al estanque de los patos, donde el pequeño cementerio albergaba los cuerpos rotos de aquellos pájaros inocentes-. Para un hombre hay demasiadas cosas que significan poder y, cuando le arrebatan ese poder, no lo lleva bien. Porque no puede reírse como si no le importara, ¿comprendes? No puede decir: “Bueno, no significaba tanto, ¿verdad?”. No si un hombre sabe cuál es su poder. Y tampoco si lo ha perdido.

Valerie hizo que Kevin siguiera caminando, resuelta a no dejarse atrapar por la mirada de su marido, clavada en una cajita como una mariposa cazada, con la etiqueta “mujer rechazada” debajo.

– ¿Crees que es eso lo que pasó, Kev? ¿Que alguien perdió su poder? ¿Crees que se trata de eso?

– No lo sé -contestó él-. ¿Y tú?

Una mujer tímida habría dicho: “¿Por qué debería…?”, pero el último atributo que poseía Valerie era ser tímida. Sabía exactamente por qué su marido le hacía esa pregunta y sabía adonde los conduciría si le contestaba directamente: a examinar las promesas hechas y discutir las explicaciones planteadas.

Pero más allá de las cosas que Valerie no quería tratar en ninguna conversación con su marido, estaban sus propios sentimientos, que ahora también debía tener en cuenta. Porque no era fácil vivir sabiendo que seguramente eras responsable de la muerte de un buen hombre. Seguir con tu vida cotidiana con eso en la cabeza ya era complicado. Tener que enfrentarse a que alguien más aparte de ti conociera tu responsabilidad convertía el peso en insufrible. Así que no podía hacerse nada salvo eludir el tema y no hablar claro. A Valerie le parecía que cualquier movimiento que hiciera supondría una pérdida, un corto viaje en el largo camino de los pactos rotos y las responsabilidades no asumidas.

Deseaba más que nada en el mundo poder dar marcha atrás en el tiempo. Pero no podía hacerlo. Así que siguió caminando con decisión hacia la casa, donde al menos los dos tenían trabajo que hacer, algo para alejar la mente del abismo que crecía rápidamente entre ellos.

– ¿Has visto a ese hombre hablando con la señora Brouard -le preguntó Valerie a su marido-, el hombre de la pierna mala? Ha subido con él arriba. Nunca lo había visto por aquí, así que me preguntaba… ¿Podría ser su médico? No se encuentra bien. Ya lo sabes, ¿verdad, Kev? Ha intentado ocultarlo, pero ahora está peor. Ojalá hablara de ello. Así podría ayudarla más. Entiendo que no dijera una palabra mientras él estaba vivo; no querría preocuparle, ¿no? Pero ahora que no está… Podríamos hacer mucho por ella, tú y yo, Kev. Si nos dejara.

Salieron del césped y cruzaron una sección del sendero que rodeaba su casa. Se acercaron a la puerta, con Valerie delante. Habría entrado directamente y colgado el abrigo y empezado con su trabajo, pero la siguiente frase de Kevin se lo impidió.

– ¿Cuándo vas a dejar de mentirme, Val?

Las palabras encerraban justo el tipo de pregunta que tendría que haber respondido en alguna otra ocasión. Implicaban tantas cosas sobre la naturaleza cambiante de su relación, que en cualquier otra circunstancia el único modo de refutar esa deducción habría sido darle a su marido lo que le pedía. Pero en la situación actual, Valerie no tuvo que hacerlo porque, mientras Kevin hablaba, el mismo hombre al que se había referido hacía un momento apareció por entre los arbustos que marcaban el camino a la bahía.

Lo acompañaba una mujer pelirroja. Los dos vieron a los Duffy y, tras intercambiar unas palabras rápidas entre ellos, se acercaron inmediatamente. El hombre dijo que se llamaba Simón Saint James y presentó a la mujer, que era su esposa, Deborah. Habían venido de Londres para asistir al funeral, les explicó, y preguntó a los Duffy si podía hablar con ellos.