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El más reciente de los analgésicos -al que su oncólogo había llamado “la última cosa” que iban a probar- ya no tenía el poder de mitigar el dolor brutal que Ruth sentía en los huesos. Había llegado el momento en que, obviamente, había que pasar a las grandes dosis de morfina, pero se trataba del momento físico. El momento mental, definido por el instante en que admitiera la derrota de sus esfuerzos por controlar el modo en que acabaría su vida, aún no había llegado. Hasta que lo hiciera, Ruth estaba decidida a seguir adelante como si la enfermedad no estuviera destrozándole el cuerpo como un ejército de vikingos invasores que había perdido a su líder.

Se había despertado aquella mañana con una agonía intensa que no disminuyó a lo largo del día. A primera hora, había estado tan concentrada en llevar a cabo las obligaciones para con su hermano, su familia, sus amigos y la comunidad, que pudo olvidar el dominio que ejercía el dolor en la mayor parte de su cuerpo. Pero a medida que la gente se despedía, cada vez le resultó más difícil no hacer caso a aquello que intentaba llamar su atención de una forma tan vehemente. La lectura del testamento había ofrecido a Ruth una distracción momentánea de la enfermedad. Lo que siguió a la lectura del testamento continuó proporcionándosela.

Afortunada y sorprendentemente, el intercambio de palabras que mantuvo con Margaret fue breve.

– Me ocuparé del resto de este lío después -afirmó su cuñada, con la expresión de una mujer en presencia de carne rancia, su cuerpo tenso por la rabia-. Por ahora, quiero saber quién diablos son.

Ruth sabía que se refería a los dos beneficiarios del testamento de Guy que no eran sus hijos. Le dio a Margaret la información que quería y observó cómo se marchaba rápidamente de la estancia para iniciar una batalla que Ruth sabía muy bien que iba a ser de lo más incierta.

Aquello dejó a Ruth con los demás. Sorprendentemente, Frank Ouseley estaba tranquilo. Cuando se acercó a él para ofrecerle una explicación nerviosa y decirle que seguro que podrían hacer algo porque Guy había expresado con claridad sus sentimientos respecto al museo de la guerra, Frank contestó:

– No te preocupes, Ruth. -Y se despidió de ella sin el más mínimo rencor. Pero estaría decepcionado, teniendo en cuenta el tiempo y el esfuerzo que él y Guy habían dedicado al proyecto de la isla, así que antes de que se marchara, Ruth le dijo que no pensara que la situación era desesperada, que ella estaba convencida de que algo podría hacerse para que sus sueños pudieran cumplirse. Guy sabía lo mucho que significaba el proyecto para Frank y sin duda tenía pensado… Pero no pudo decir más. No podía traicionar a su hermano ni sus deseos porque aún no comprendía lo que había hecho o por qué lo había hecho.

Frank tomó su mano en las suyas y le dijo:

– Ya habrá tiempo para pensar en todo esto más tarde. No te preocupes por eso ahora.

Luego se marchó, dejándola que se ocupara de Anais.

“Estado de choque” era la expresión que le vino a la mente a Ruth cuando por fin se quedó a solas con la novia de su hermano. Anaïs estaba paralizada en el mismo confidente que había ocupado durante la lectura del testamento que había hecho Dominic Forrest; no había cambiado de posición y la única diferencia era que ahora estaba sentada allí sola. La pobre Jemima estaba tan impaciente por marcharse, que cuando Ruth murmuró: “Quizá encuentres a Stephen por los jardines, cielo…”, uno de sus grandes pies quedó atrapado en el borde de una otomana y casi tropezó con una mesa pequeña debido a las prisas por irse. Era una actitud comprensible. Jemima conocía bastante bien a su madre y seguramente preveía lo que se le iba a pedir en forma de devoción filial durante las próximas semanas. Anaïs necesitaría una confidente y un chivo expiatorio. El tiempo diría qué papel iba a jugar su larguirucha hija.

Así que ahora Ruth y Anaïs estaban solas y Anaïs tiraba del borde de un pequeño cojín del confidente. Ruth no sabía qué decirle. Su hermano había sido un hombre bueno y generoso a pesar de sus debilidades y anteriormente había recordado a Anaïs Abbott y sus hijos en su testamento de un modo que habría aliviado su angustia con creces. En efecto, así se había comportado Guy con sus mujeres. Cada vez que tenía una novia nueva durante un período superior a tres meses, cambiaba su testamento para reflejar hasta qué punto él y ella estaban entregados el uno al otro. Ruth lo sabía porque Guy siempre había sentido la necesidad de compartir con ella el contenido de su testamento. A excepción de este último y más reciente documento, Ruth los había leído en presencia de Guy y de su abogado, porque Guy siempre había querido asegurarse de que Ruth comprendía cómo quería que se repartiera su dinero.

El último testamento que Ruth había leído había sido redactado unos seis meses después de que su hermano iniciara su relación con Anaïs Abbott, poco después de que regresaran de Cerdeña, donde al parecer habían hecho poco más aparte de explorar todas las variantes de lo que un hombre y una mujer podían hacerse el uno al otro con sus respectivos cuerpos. Guy había regresado de ese viaje con la mirada vidriosa y le había dicho: “Es la definitiva, Ruth”, y esta creencia optimista había quedado reflejada en su testamento. Esa era la razón por la que Ruth le había pedido a Anaïs que estuviera presente, y por la expresión de su rostro vio que Anaïs creía que Ruth lo había hecho por maldad.

Ruth no sabía qué sería peor ahora mismo: permitir que Anaïs creyera que abrigaba tal deseo de herirla que permitiría que se truncaran todas sus esperanzas en público, o decirle que había un testamento anterior en el que las cuatrocientas mil libras que le dejaba Guy habrían sido la respuesta a su dilema actual. Tendría que ser la primera alternativa, decidió Ruth. Porque aunque no quería ser la destinataria de la antipatía de nadie, decirle a Anaïs que existía un testamento anterior probablemente supondría tener que hablar de por qué Guy lo había cambiado.

Ruth se sentó en el confidente.

– Anaïs, lo lamento muchísimo -dijo-. No sé qué más decir.

Anaïs volvió la cabeza como si recuperara lentamente la conciencia.

– Si quería dejar su dinero a unos adolescentes -dijo-, ¿por qué no a los míos: Jemima, Stephen? ¿Acaso solamente pretendía…? -Apretó el cojín contra su estómago-. ¿Por qué me ha hecho esto, Ruth?

Ruth no sabía qué explicación dar. Anaïs ya estaba bastante destrozada en este momento. Parecía inhumano destrozarla aún más.

– Creo que tenía que ver con el hecho de que Guy hubiera perdido a sus propios hijos, cielo. Por culpa de sus madres. Por los divorcios. Creo que veía a estos otros chicos como una forma de volver a ser padre cuando ya no podía ser un padre para los suyos.

– ¿Y los míos no eran suficiente para él? -preguntó Anaïs-. ¿Mi Jemima? ¿Mi Stephen? ¿Eran menos importantes? Es tan incoherente que esos dos chicos prácticamente desconocidos…

– Para Guy no lo eran -la corrigió Ruth-. Conocía a Paul Fielder y a Cynthia Moullin desde hacía años. -”Más años que a ti, más años que a tus hijos, quiso añadir”, pero no lo hizo porque necesitaba que esta conversación terminara antes de que se adentraran en un terreno que no pudiera cubrir. Dijo-: Ya conoces el AAPG, Anaïs. Ya sabes lo implicado que estaba Guy en su papel de mentor.

– Y se introdujeron en su vida, ¿verdad? Siempre con la esperanza… Se introdujeron en ella, vinieron aquí y echaron un buen vistazo y vieron que si jugaban bien sus cartas, tendrían la posibilidad de que les dejara algo. Eso es. Es lo que pasó. Eso es. -Tiró el cojín a un lado.

Ruth escuchó y observó. Le maravilló la capacidad de Anaïs para autoengañarse. Estuvo tentada de decir: “¿Y no es lo mismo que pretendías tú, querida? ¿Acaso te ataste a un hombre casi veinticinco años mayor que tú por devoción ciega? Me parece que no, Anaïs”. Pero en lugar de eso, dijo: