– Creo que confiaba en que Jemima y Stephen tendrían una buena vida bajo tu protección. Pero los otros dos… No tenían las mismas ventajas con las que tus hijos han sido bendecidos. Quería ayudarlos.
– ¿Y yo? ¿Qué tenía pensado para mí?
“Ah -pensó Ruth-. Ahora hemos llegado a la verdadera cuestión.” Pero no estaba dispuesta a responder a la pregunta de Anaïs.
– Lo siento muchísimo, querida -fue lo único que dijo.
A lo que Anaïs respondió:
– Oh, sí, imagino que sí. -Miró a su alrededor como si se hubiera despertado del todo, asimilando el entorno como si lo viera por primera vez. Recogió sus pertenencias y se levantó.
Se dirigió hacia la puerta. Pero allí se detuvo y se dio la vuelta hacia Ruth-. Me hizo promesas -dijo-. Me dijo cosas, Ruth. ¿Me mintió?
Ruth respondió lo único que consideraba seguro contestarle a la otra mujer:
– Me consta que mi hermano nunca mentía.
Y nunca lo había hecho, ni una sola vez, a ella no. “Sois forte -le había dicho-. Ne crains rien. Je reviendrai te chercher, petite soeur.” Y había hecho honor a esa promesa: volvió a buscarla al orfanato, donde la había enviado un país atribulado para el que dos niños refugiados de Francia significaban sólo dos bocas más que alimentar, dos hogares más que encontrar, dos futuros más que dependían de que aparecieran unos padres agradecidos que fueran a buscarlos. Cuando esos padres no vinieron y el mundo entero conoció la gran barbaridad de lo que había ocurrido en los campos, Guy había aparecido. Había jurado vehementemente, superando su propio terror, que cela n'a d'importance, d'ailleurs rien n'a d'importance para mitigar el miedo de su hermana. Se había pasado la vida demostrando que podían sobrevivir sin padres -incluso sin amigos si era necesario- en una tierra que no habían reclamado para sí, sino que les habían impuesto. Por tanto, Ruth nunca vio ni nunca había visto a su hermano como un mentiroso, a pesar de saber que tuvo que serlo, que tuvo que crear una red virtual de engaños para traicionar a dos esposas y a un montón de amantes mientras pasaba de una mujer a otra.
Cuando Anaïs se marchó, Ruth reflexionó sobre el tema. Lo ponderó a la luz de las actividades de Guy en los últimos meses. Se dio cuenta de que si le había mentido aunque fuera por omisión -como había sucedido con el nuevo testamento del que desconocía su existencia-, también podía haberle mentido respecto a otras cosas.
Se levantó y fue al estudio de Guy.
Capítulo 11
– Y está segura de lo que vio esa mañana? -preguntó Saint James-. ¿ Qué hora era cuando la chica pasó por delante de su casa?
– Poco antes de las siete -contestó Valerie Duffy.
– No era completamente de día, entonces.
– No. Pero me había acercado a la ventana.
– ¿Por qué?
La mujer se encogió de hombros.
– El té de la mañana. Kevin aún no se había levantado… Simplemente estaba allí, organizando el día en mi cabeza, como hace la gente.
Estaban en el salón de la casa de los Duffy, adonde Valerie los había conducido mientras Kevin desaparecía en la cocina unos minutos para poner agua a hervir para un té. Se quedaron sentados hasta que regresó a la sala de techo bajo, entre estanterías con álbumes de fotos, libros de arte enormes y todos los vídeos de la hermana Wendy. Supondría un gran esfuerzo para aquella estancia acoger a cuatro personas, en el mejor de los casos. Con más libros amontonados en el suelo y varias pilas de cajas de cartón a lo largo de las paredes -por no mencionar las numerosas fotos familiares que había por todas partes-, la presencia humana resultaba abrumadora, igual que la prueba -si hacía falta alguna- de la sorprendente formación de Kevin Duffy. No era de esperar que el encargado-manitas de la finca estuviera licenciado en historia del arte, y tal vez aquélla fuera la razón por la que, además de fotos familiares, en las paredes también colgaban los títulos universitarios de Kevin y varios retratos del licenciado mucho más joven y sin su esposa.
– Los padres de Kev creían que la finalidad de la educación es la educación en sí misma -había dicho Valerie como respondiendo a una pregunta obvia y tácita-. No creían que tuviera que desembocar necesariamente en un trabajo.
Ninguno de los Duffy cuestionó la llegada de Saint James o su derecho a hacer preguntas sobre la muerte de Guy Brouard. Después de explicarles a qué se dedicaba y entregarles su tarjeta para que la examinaran, estuvieron dispuestos a hablar con él. Tampoco preguntaron por qué le acompañaba su mujer, y Saint James no dijo nada para señalar que la presunta asesina inculpada era una buena amiga de Deborah.
Valerie les contó que, por lo general, se levantaba a las seis y media de la mañana para prepararle el desayuno a Kevin antes de dirigirse a la mansión y ocuparse de la comida de los Brouard. Al señor Brouard, les explicó, le gustaba tomar un desayuno caliente cuando volvía de la bahía, así que esa mañana en particular se levantó a la hora habitual, a pesar de haberse acostado tarde la noche anterior. El señor Brouard le había comentado que iría a nadar como hacía siempre y, fiel a su palabra, pasó por delante de la ventana mientras ella estaba allí de pie con su té. Menos de medio minuto después, vio una figura con una capa oscura que le seguía.
– ¿La capa tenía capucha? -quiso saber Saint James.
– Sí.
– ¿Y la persona en cuestión llevaba la capucha puesta o no?
– Puesta -dijo Valerie Duffy. Pero aquello no le había impedido verle la cara, porque había pasado bastante cerca de la luz que salía de la ventana, lo que le había facilitado distinguirla.
– Era la chica americana -dijo Valerie-. Estoy segura. Vi su pelo un momento.
– ¿No había nadie más que fuera aproximadamente de su misma estatura? -preguntó Saint James.
– Nadie más -contestó Valerie.
– ¿Ninguna otra rubia? -intervino Deborah.
Valerie les aseguró que había visto a China River. Y no le causó sorpresa, les dijo. China River y el señor Brouard habían sido uña y carne durante la estancia de ella en Le Reposoir. El señor Brouard siempre andaba conquistando a las mujeres, naturalmente, pero con la mujer americana las cosas fueron deprisa incluso para él.
Saint James vio que su esposa fruncía el ceño al oír aquello, y él también tenía sus dudas respecto a aceptar las palabras de Valerie Duffy. Había algo desconcertante en la tranquilidad de sus respuestas. Y había algo más que no podían obviar en la forma como evitaba mirar a su marido.
Deborah fue la que preguntó educadamente:
– ¿Usted llegó a ver algo de todo esto, señor Duffy?
Kevin Duffy permanecía en silencio entre las sombras. Estaba apoyado en una de las estanterías con la corbata aflojada, y su rostro moreno era impenetrable.
– Por lo general, Val se levanta antes que yo -dijo secamente.
Por lo tanto, supuso Saint James, tenían que entender que no había visto nada. Sin embargo, le preguntó:
– ¿Y ese día en particular?
– Lo mismo de siempre -contestó Kevin Duffy.
– ¿Uña y carne en qué sentido? -preguntó Deborah a Valerie, y cuando la otra mujer la miró sin comprender, se explicó-: Ha dicho que China River y el señor Brouard eran uña y carne. Me preguntaba en qué sentido.
– Salían por ahí. A ella le gustaba bastante la finca y quería fotografiarla. El quería mirar. Y luego la llevó por la isla. Mostró mucho interés por enseñarle el lugar.
– ¿Qué hay de su hermano? -preguntó Deborah-. ¿No los acompañaba?
– A veces sí; otras se quedaba por aquí, o salía solo. A ella, la chica americana, parecía gustarle que fuera así. Así estaban solos los dos, ella y el señor Brouard. Pero no me sorprendió nada. Se le daban bien las mujeres.