– Pero el señor Brouard ya tenía pareja, ¿no? -preguntó Deborah-. La señora Abbott.
– Siempre tenía pareja y no siempre durante mucho tiempo. La señora Abbott sólo era la última. Entonces apareció la americana.
– ¿Había alguien más? -preguntó Saint James.
Por algún motivo, el aire pareció espesarse momentáneamente con esta pregunta. Kevin Duffy cambió de posición, y Valerie se alisó la falda con un movimiento deliberado.
– Nadie que yo sepa -contestó.
Saint James y Deborah se miraron. Saint James vio en el rostro de su mujer el reconocimiento de que la investigación tenía que tomar otra dirección, y él no discrepaba. Sin embargo, no podían obviar el hecho de que tenían delante a otro testigo que aseguraba haber visto a China River siguiendo a Guy Brouard hacia la bahía, y un testigo mucho más creíble que Ruth Brouard, teniendo en cuenta la distancia insignificante que separaba la casa del sendero de la bahía.
– ¿Le ha contado algo de todo esto al inspector en jefe Le Gallez? -le preguntó a Valerie.
– Se lo he contado todo.
Saint James se preguntó qué significaba, si significaba algo, que ni Le Gallez ni el abogado de China River le hubieran comunicado aquella información.
– Hemos encontrado algo que tal vez pueda identificar -le dijo, y sacó de su bolsillo el pañuelo en el que había envuelto el anillo que Deborah había recogido de entre las rocas. Desdobló el tejido y le ofreció el anillo primero a Valerie y luego a Kevin Duffy. Ninguno de los dos reaccionó al verlo.
– Parece de la guerra -dijo Kevin-. De la ocupación. Una especie de anillo, supongo. Calavera y dos huesos cruzados. Los he visto antes.
– ¿Anillos así? -preguntó Deborah.
– Me refería a la calavera y los huesos cruzados -contestó Kevin. Lanzó una mirada a su mujer-. ¿Conoces a alguien que tenga uno, Val?
Ella negó con la cabeza mientras examinaba el anillo en la palma de Saint James.
– Es un recuerdo, ¿verdad? -le dijo a su marido, y luego a Saint James o a Deborah-: Por la isla hay muchas cosas de éstas. Podría haber salido de cualquier parte.
– ¿Por ejemplo? -preguntó Saint James.
– De tiendas de antigüedades militares, por ejemplo -dijo Valerie-. De la colección privada de alguien, tal vez.
– O del dedo de algún gamberro -señaló Kevin Duffy-. ¿La calavera y los huesos cruzados? Es lo típico que un gamberro del Frente Nacional iría enseñando a sus colegas. Para sentirse como un verdadero hombre, ya sabe. Pero es demasiado grande, no se dio cuenta y se le cayó.
– ¿Podría haber salido de algún otro sitio? -preguntó Saint James.
Los Duffy lo pensaron. Se lanzaron otra mirada. Valerie fue quien dijo lenta y pensativamente:
– No se me ocurre ninguno.
Al entrar con su coche en Fort Road, Frank Ouseley sintió que iba a tener un ataque de asma. No estaba lejos de Le Reposoir y, como en realidad no había estado expuesto a nada que pudiera alterarle los bronquios, tuvo que llegar a la conclusión de que estaba reaccionando por adelantado a la conversación que se disponía a mantener.
Ni siquiera se trataba de un diálogo necesario. Frank no tenía ninguna responsabilidad en cómo había pensado repartir Guy Brouard su dinero en el caso de morir, ya que el hombre nunca le había pedido consejo al respecto. Así que él no tenía por qué encargarse de dar malas noticias a nadie, puesto que dentro de pocos días el contenido del testamento sin duda iba a ser de dominio público, dada la naturaleza de los chismorreos en una isla. Pero todavía sentía una lealtad que tenía sus raíces en sus años de profesor. Sin embargo, no le entusiasmaba lo que tenía que hacer, y la tensión que notaba en el pecho era un reflejo de ello.
Cuando se detuvo en la casa de Fort Road, cogió el inhalador de la guantera y lo utilizó. Esperó un momento hasta que cesó la tensión y entonces vio que, en medio del prado al otro lado de la calle, un hombre alto y delgado y dos niños jugaban a fútbol en el césped. A ninguno se le daba demasiado bien.
Frank se bajó del coche y salió a un viento suave y frío. Se puso el abrigo con dificultad y cruzó al prado. Los árboles que flanqueaban el extremo opuesto estaban bastante pelados en esta zona más alta y expuesta de la isla. Recortadas en el cielo gris, sus ramas se movían como los brazos de un suplicante, y los pájaros se apiñaban en ellas como si observaran a los que jugaban a fútbol.
Frank intentó preparar sus primeras palabras a medida que se acercaba a Bertrand Debiere y sus hijos. Al principio Nobby no lo vio; tanto mejor, porque Frank sabía que seguramente su rostro transmitía lo que su lengua era reacia a revelar.
Los dos niños estaban exultantes de alegría por acaparar toda la atención de su padre. La cara de Nobby, tan a menudo marcada por la angustia, estaba momentáneamente relajada mientras jugaba con ellos, chutando la pelota suavemente en su dirección y dándoles ánimos cuando los niños intentaban devolvérsela. Frank sabía que el mayor tenía seis años; llegaría a ser tan alto como su padre y seguramente igual de desgarbado. El menor sólo tenía cuatro años y era alegre, corría en círculos y agitaba los brazos cuando el balón iba hacia su hermano. Se llamaban Bertrand y Norman, seguramente no eran los mejores nombres para unos niños en esta época; pero no serían conscientes de ello hasta que lo aprendieran en el colegio y comenzaran a suplicar tener un apodo que indicara una aceptación mayor que la que su padre había recibido a manos de sus compañeros de estudios.
Frank se dio cuenta de que, en gran parte, ésa era la razón por la que había ido a visitar a su ex alumno: la adolescencia de Nobby había sido complicada, y él no había hecho todo lo posible para allanarle el camino.
Bertrand hijo fue el primero en verle. Se detuvo a punto de chutar y miró a Frank, con el gorro amarillo de punto calado en la cabeza de forma que le cubría todo el pelo y sólo se le veían los ojos. Por su lado, Norman utilizó el momento para tirarse al suelo y rodar por la hierba como un perro sin atar.
– ¡Lluvia, lluvia, lluvia! -gritó por alguna razón y agitó las piernas en el aire.
Nobby se dio la vuelta hacia la dirección en la que miraba su hijo mayor. Al ver a Frank, cogió la pelota que por fin Bertrand hijo había logrado chutar y se la lanzó de nuevo diciendo:
– Vigila a tu hermano pequeño, Bert. -Y fue a reunirse con Frank mientras Bertrand hijo se tiraba de inmediato encima de su hermano y empezaba a hacerle cosquillas por el cuello.
Nobby saludó a Frank con la cabeza y dijo:
– Se les dan los deportes tan bien como a mí. Norman promete algo, aunque tiene la concentración de un mosquito. Pero son buenos chavales, en especial en el colegio. Bert suma y lee de maravilla. Es demasiado pronto para ver cómo le irá a Norman.
Frank sabía que aquel dato significaría mucho para Nobby, que había tenido que cargar con problemas de aprendizaje y con el hecho de que sus padres creyeran que esos problemas se debían a que era el único hijo varón -y, por lo tanto, tenía un desarrollo más lento- en una familia de chicas.
– Lo han heredado de su madre. Qué suerte tienen -dijo Nobby-. Bert -gritó-, no seas tan bruto.
– Vale, papá -contestó el niño.
Frank vio que Nobby se hinchaba de orgullo al escuchar aquellas palabras, pero sobre todo al oír “papá”, una palabra que sabía que para Nobby Debiere lo significaba todo. Precisamente porque su familia era el centro de su universo, Nobby se encontraba ahora en esta situación. Hacía tiempo que sus necesidades -reales e imaginadas- eran primordiales para él.
Aparte de las palabras sobre sus hijos, el arquitecto no le dijo nada más mientras se acercaba a él. En cuando se alejó de los niños, su rostro se endureció, como si se armara de valor para lo que sabía que se avecinaba, y en sus ojos brilló una animosidad expectante. Frank vio que deseaba empezar diciéndole que él no podía responsabilizarse de ningún modo de las decisiones que Nobby había tomado impulsivamente, pero el hecho era que sí sentía un cierto grado de responsabilidad. Y sabía que nacía de la incapacidad de haber sido más amigo de aquel hombre cuando tan sólo era un chico sentado en su pupitre en el aula y los otros se metían con él porque era demasiado lento y demasiado raro.