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– Me dijo: “Te he ayudado hasta donde he podido” -dijo Nobby en voz baja-. Me dijo: “Te he echado una mano, hijo. Me temo que no puedes esperar más. Y, sin duda, no para siempre, amigo mío”. Pero me lo había prometido, ¿entiendes? Me hizo creer… -Nobby parpadeó con furia y giró la cabeza. Se metió las manos en los bolsillos desanimado. Repitió-: Me hizo creer…

– Sí -murmuró Frank-. Se le daba bien hacer creer.

Saint James y su mujer se separaron a poca distancia de la casa de los Duffy. Ruth Brouard había llamado por teléfono hacia el final de su entrevista, por lo que Saint James le entregó a Deborah el anillo que habían encontrado en la playa. Él volvería a la mansión para encontrarse con la señora Brouard, y Deborah, por su lado, llevaría el anillo envuelto en el pañuelo al inspector en jefe Le Gallez para una posible identificación. Era improbable que encontraran una huella aprovechable, teniendo en cuenta el diseño de la pieza. Pero siempre existía la posibilidad. Puesto que Saint James no tenía el material para examinarlo -por no mencionar la jurisdicción necesaria-, Le Gallez tendría que ocuparse.

– Volveré por mi cuenta y nos encontraremos más tarde en el hotel -le dijo Saint James a su mujer. Luego la miró con seriedad y dijo-: ¿Llevas bien todo esto, Deborah?

No se refería a la misión que le había asignado, sino a lo que habían averiguado por los Duffy, en particular por Valerie, que estaba completamente convencida de haber visto a China River siguiendo a Guy Brouard hasta la bahía.

– Tal vez tenga una razón para querer que creamos que había algo entre China y Guy -dijo-. Si sabía camelarse a las mujeres, ¿por qué motivo no podría haberlo hecho también con Valerie?

– Es mayor que las demás.

– Mayor que China. Pero no es mucho mayor que Anaïs Abbott. Unos años, calculo yo. Y aun así tendrá… ¿qué? ¿Veinte años menos que Guy Brouard?

Saint James no podía descartarlo, aunque a sus oídos Deborah pareciera demasiado ansiosa por convencerse. Sin embargo, dijo:

– Le Gallez no nos ha contado todo lo que sabe. Es lógico. Para él soy un desconocido y, aunque no lo fuera, las cosas no funcionan así, el inspector en jefe no abre sus archivos a alguien que normalmente formaría parte del otro bando de una investigación de asesinato. Y yo no soy ni eso. Soy un desconocido que ha venido sin las credenciales adecuadas y en realidad tampoco pinto nada en todo esto.

– Así que crees que hay más: una razón, una conexión, en alguna parte, entre Guy Brouard y China. Simón, yo no lo creo.

Saint James la miró con cariño y pensó en todas las maneras en que la amaba y en todas las maneras en que quería protegerla continuamente. Pero sabía que debía decirle la verdad, así que dijo:

– Sí, cariño. Creo que puede haberla.

Deborah frunció el ceño. Miró detrás de Simón, al lugar en que el sendero de la bahía desaparecía entre unos rododendros densos.

– No puedo creerlo -dijo-. Aunque estuviera muy vulnerable. Por Matt. Ya sabes. Cuando pasan estas cosas, este tipo de rupturas entre hombres y mujeres, tiene que pasar un tiempo, Simón. Una mujer necesita sentir que hay algo más entre ella y el hombre que viene después. No quiere creer que sólo es…, bueno, que sólo es sexo… -Un remolino carmesí se extendió por su cuello y le tiñó las mejillas.

Saint James quiso decir: “Ése fue tu caso, Deborah”. Sabía que, sin darse cuenta, su mujer estaba haciendo el mayor cumplido posible a su amor: le estaba diciendo que no le había resultado fácil estar con Tommy Lynley después de él. Pero no todas las mujeres eran como Deborah. Sabía que algunas necesitarían sentirse reafirmadas mediante la seducción inmediatamente después de terminar una relación larga. Saber que un hombre aún las deseaba sería más importante que saber que ese hombre las amaba. Pero no podía decirlo. Había demasiadas conexiones con el amor que Deborah sintió por Lynley. Había demasiadas implicaciones en su propia amistad con aquel hombre. Así que dijo:

– No descartaremos nada, hasta que sepamos más.

– Sí, haremos eso -dijo ella.

– ¿Nos vemos luego?

– En el hotel.

Saint James le dio un beso breve, luego dos más. La boca de Deborah era suave y su mano le tocó la mejilla y él quiso quedarse con ella aun sabiendo que no podía.

– En la comisaría pregunta por Le Gallez -le dijo-. No le entregues el anillo a nadie más.

– Por supuesto -contestó ella.

Simón volvió a la casa.

Deborah le observó. El aparato ortopédico de la pierna dificultaba lo que, de lo contrario, habría sido una gracia y belleza naturales. Quiso llamarle y explicarle que su forma de conocer a China River nacía de un problema que él no podía entender, que era una forma de forjar una amistad que hacía que dos mujeres se comprendieran a la perfección. Había historias entre mujeres, quería decirle a su marido, que establecían una forma de verdad que no podía destruirse ni negarse nunca, que nunca necesitaba una explicación extensa. La verdad simplemente era, y de qué manera funcionara cada mujer dentro de esa verdad era algo que se fijaba si la amistad era verdadera. Pero ¿cómo explicar eso a un hombre? Y no a cualquier hombre, sino a su marido, que durante más de una década había vivido esforzándose por superar la verdad de su propia discapacidad -por no decir negarla-, tratándola como una mera bagatela cuando ella sabía los estragos que había causado durante la mayor parte de su juventud.

Era imposible. Sólo podía hacer lo que estuviera en su mano para demostrarle que la China River que ella conocía no se habría entregado fácilmente a la seducción, que no habría asesinado a nadie.

Se marchó de la finca y condujo hasta Saint Peter Port, serpenteando hacia la ciudad por la larga pendiente boscosa de Le Val des Terres, y salió justo encima de Havelet Bay. Había algunos peatones en el paseo marítimo. En la calle que descurría por encima de la ladera, las entidades bancadas por las que eran famosas las islas del canal bullirían de actividad en cualquier época del año; pero aquí prácticamente no había señales de vida: no había ningún exiliado fiscal tomando el sol en sus veleros ni ningún turista sacando fotografías del castillo o la ciudad.

Deborah aparcó cerca de su hotel en Ann's Place, a menos de un minuto a pie de la comisaría de policía situada tras el alto muro de piedra del hospital Lañe. Después de apagar el motor, se quedó sentada en el coche un momento. Tenía una hora como mínimo -seguramente más- antes de que Simón regresara de Le Reposoir. Decidió utilizarla alterando ligeramente los planes que su marido había diseñado para ella.

En Saint Peter Port nada se encontraba demasiado lejos de nada. Todo estaba a menos de veinte minutos andando y, en el centro de la ciudad -definido irregularmente por un óvalo deforme de calles que comenzaba en Vauvert y describía una curva en el sentido contrario a las agujas del reloj para acabar en Grange Road-, el tiempo que se invertía para llegar de un punto a otro era la mitad. Sin embargo, como la ciudad existía desde mucho antes de que se inventara el transporte motorizado, las calles apenas tenían la anchura de un coche y describían una curva alrededor de la colina sobre la que había crecido Saint Peter Port, desplegándose sin ton ni son, expandiéndose hacia arriba desde el viejo puerto.

Deborah recorrió estas calles para llegar a los apartamentos Queen Margaret. Pero cuando llegó y llamó a la puerta, vio que no había nadie en el piso de China, lo que resultó frustrante. Deshizo el camino hasta la parte delantera del edificio y pensó qué hacer.

Comprendió que China podía estar en cualquier parte. Podía estar reunida con su abogado, fichando en comisaría, haciendo ejercicio o caminando por las calles. Pero seguramente su hermano estaría con ella, así que Deborah decidió ver si podía encontrarlos. Iría en dirección a la comisaría. Descendería hacia High Street y luego seguiría el camino que al final la llevaría de nuevo al hotel.