– ¿Cuántos años tiene el chico?
– Es un adolescente. Es bastante pobre, por la ropa que lleva. Y la bici. Venía casi todos los días con esa carraca, más óxido que otra cosa. Siempre era bienvenido. Su perro también.
El chico, la ropa, el perro. La descripción encajaba con el adolescente con el que ella y Simón habían tropezado de camino a la bahía.
– ¿Estaba en la fiesta? -preguntó Deborah.
– ¿Cuándo?, ¿la noche antes? -Cuando Deborah asintió con la cabeza, China dijo-: Claro. Estaba todo el mundo. Era el acontecimiento social de la temporada o algo así, por lo que pudimos ver.
– ¿Cuántas personas?
China lo pensó.
– ¿Trescientas? Más o menos.
– ¿Todas en un mismo sitio?
– No exactamente. A ver, no era una de esas fiestas abiertas a todo el mundo, pero la gente iba paseándose de un sitio a otro toda la noche. Los del cáterin entraban y salían de la cocina. Había cuatro barras. No era un caos, pero no creo que nadie estuviera pendiente de adonde iba la gente.
– Así que alguien pudo coger la capa -dijo Deborah.
– Supongo. Pero estaba allí cuando la necesité, Debs, cuando Cherokee y yo nos fuimos a la mañana siguiente.
– ¿No visteis a nadie cuando os marchasteis?
– Ni a un alma.
Entonces, se quedaron calladas. China guardó el contenido de las bolsas del supermercado en la minúscula nevera y en el único armario. Buscó algo en donde colocar las flores y por fin se decidió por un cazo. Deborah la observó y meditó sobre cómo preguntar lo que tenía que preguntar, cómo plantear la cuestión sin que su amiga interpretara que desconfiaba de ella o no la apoyaba. Ya tenía suficientes problemas.
– Antes -dijo Deborah-, en uno de los días anteriores, quiero decir, ¿acompañaste a Guy Brouard en su baño matutino? ¿Quizá sólo para verle?
China negó con la cabeza.
– Sabía que iba a nadar a la bahía. Todos le admiraban por ello. Agua fría, por la mañana temprano, la época del año. Creo que le gustaba el respeto que infundía en la gente el que fuera a nadar todos los días. Pero nunca fui a verle.
– ¿Iba alguien?
– Creo que su novia, por cómo hablaba la gente. Del tipo: “Anaïs, ¿no puedes hacer algo para que este hombre entre en razón?”. Y ella: “Ya lo intento cuando voy”.
– ¿Y pudo ir con él esa mañana?
– Si se hubiera quedado a dormir. Pero no sé si se quedó. No se quedó ningún día mientras nosotros, Cherokee y yo, estuvimos aquí.
– Pero ¿se quedaba a veces?
– Lo dejó bastante claro. Me refiero a que se aseguró de que yo lo supiera. Así que es posible que se quedara la noche de la fiesta, pero no creo.
Que China se negara a presentar lo poco que sabía de un modo que pudiera dirigir las sospechas hacia otra persona era algo que a Deborah le resultaba reconfortante. Hablaba de un carácter mucho más fuerte que el suyo.
– China, creo que la policía habría podido abrir muchas vías de investigación en este caso.
– ¿Eso crees? ¿En serio?
– Sí.
Al oír aquello, China pareció desprenderse de algo grande y sin identificar que había llevado dentro desde el momento en que Deborah se había encontrado con ella y su hermano en el supermercado.
– Gracias, Debs -dijo.
– No tienes por qué darme las gracias.
– Sí, sí que tengo que dártelas. Por venir. Por ser mi amiga. Sin ti y Simón, sería víctima de cualquiera. ¿Conoceré a Simón? Me gustaría.
– Claro que le conocerás -dijo Deborah-. Él lo está deseando.
China regresó a la mesa y cogió la libreta. La estudió un momento, como si reflexionara sobre algo, luego se la tendió tan impulsivamente como Deborah le había dado los lirios en el muelle.
– Dásela -le dijo. Dile que la repase a conciencia. Pídele que me interrogue siempre que quiera y tantas veces como crea necesario. Dile que llegue a la verdad.
Deborah cogió el documento y prometió entregárselo a su marido.
Se marchó del piso más animada. Fuera, rodeó el edificio, donde encontró a Cherokee apoyado en una reja al otro lado de la calle y delante de un hotel de vacaciones cerrado en invierno. Llevaba subido el cuello de la chaqueta para resguardarse del frío y bebía una taza de algo humeante mientras observaba los apartamentos Queen Margaret como un policía secreto. Se separó de la reja cuando vio a Deborah y cruzó para acercarse.
– ¿Qué tal ha ido? -preguntó-. ¿Todo bien? Ha estado nerviosa todo el día.
– Está bien -dijo Deborah-, pero un poco preocupada.
– Quiero hacer algo, pero no me deja. Lo intento, y ella pierde los estribos. Creo que no debería estar sola, así que estoy con ella y le digo que deberíamos salir a dar una vuelta en coche o un paseo o jugar a las cartas o ver la CNN y ver qué está pasando en casa. Pero ella se pone histérica.
– Está asustada. Creo que no quiere que sepas hasta qué punto.
– Soy su hermano.
– Pues quizá es por eso.
Cherokee se quedó pensando en aquello, apuró lo que quedaba de la taza y luego la estrujó entre sus dedos.
– Siempre era ella la que cuidaba de mí -dijo-. Cuando éramos pequeños, cuando mamá…, bueno, era mamá. Las protestas, las causas. No siempre, pero cuando alguien necesitaba a una persona dispuesta a atarse a una secuoya o llevar una pancarta por algo, allí estaba ella. Chine fue la fuerte durante semanas enteras, no yo.
– Te sientes en deuda con ella.
– Mucho, sí. Quiero ayudarla.
Deborah pensó en la necesidad que tenía Cherokee frente a la situación en la que estaban. Miró la hora y decidió que tenían tiempo.
– Ven conmigo -dijo-. Hay algo que puedes hacer.
Capítulo 12
Saint James vio que el salón de desayuno de la mansión estaba decorado con un tambor enorme similar a los que se utilizaban para hacer tapices. Pero en su lugar, lo que al parecer mostraba este objeto era un bordado a una escala inimaginable. Ruth Brouard no dijo nada mientras Simón observaba el tambor y el material parecido a un lienzo extendido sobre él y, después, miraba una pieza acabada colgada en una de las paredes de la estancia, un bordado parecido al que había visto antes en el cuarto de la mujer.
El enorme bordado parecía describir la caída de Francia durante la segunda guerra mundial, advirtió Saint James: la historia empezaba con la línea Maginot y terminaba con una mujer haciendo las maletas. Dos chavales miraban a la mujer -un niño y una niña-, mientras que detrás de ellos había un anciano con barba con un chai de oración y un libro abierto en la mano y una mujer de su misma edad, que lloraba y parecía consolar a un hombre que tal vez era su hijo.
– Es extraordinario -dijo Saint James.
Ruth Brouard dejó encima de un escritorio un sobre de papel manila que tenía en la mano cuando le abrió la puerta.
– Es terapéutico -dijo- y mucho más barato que el psicoanálisis.
– ¿Cuánto tardó?
– Ocho años. Pero entonces no iba tan deprisa. No me hacía falta.
Saint James se quedó mirándola. Podía ver la enfermedad en sus movimientos demasiado cuidadosos y en la tensión de su rostro. Pero era reacio a ponerle nombre e incluso a mencionarlo, puesto que la mujer parecía muy decidida a seguir fingiendo vitalidad.
– ¿Cuántos tiene pensado hacer? -le preguntó, centrando su atención en la labor inacabada extendida sobre el marco.
– Los que haga falta para contar toda la historia -contestó ella-. Éste -dijo señalando la pared con la cabeza- fue el primero. Es un poco rudimentario, pero he ido mejorando.
– Cuenta una historia importante.
– Eso creo. ¿Qué le pasó a usted? Sé que es de mala educación preguntar, pero a mi edad ya no me fijo en todas esas normas sociales. Espero que no le moleste.
Se habría molestado si la pregunta se la hubiera hecho otra persona. Pero viniendo de ella, parecía existir una capacidad de comprensión que sustituía a la curiosidad morbosa y la convertía en un espíritu análogo. Quizá, pensó Saint James, porque era evidente que estaba muriéndose.