– Un accidente de coche -dijo.
– ¿Cuándo sucedió?
– Yo tenía veinticuatro años.
– Vaya. Lo siento.
– No lo sienta. Los dos íbamos borrachos.
– ¿Usted y la chica?
– No, un viejo amigo del colegio.
– Que era quien conducía, imagino. Y no se hizo ni un rasguño.
Saint James sonrió.
– ¿Es usted bruja, señora Brouard?
Ella le devolvió la sonrisa.
– Ojalá lo fuera. He realizado más de un hechizo a lo largo de los años.
– ¿A algún hombre?
– A mi hermano. -Giró la silla de respaldo recto del escritorio para ponerla de cara a la habitación y se sentó, ayudándose con una mano en el asiento. Le indicó a Saint James que ocupara un sillón que había cerca. Él se sentó y esperó a que la anciana le contara por qué había querido verle una segunda vez.
Lo dejó claro enseguida. Le preguntó si sabía algo el señor Saint James sobre las leyes de sucesión en la isla de Guernsey, o si estaba al tanto de las restricciones que este derecho imponía sobre el reparto del dinero y las propiedades de alguien después de su muerte. Era un sistema bastante complejo, dijo; tenía sus raíces en el derecho consuetudinario normando. Su característica principal era que los bienes familiares se conservaban dentro de la familia, y su marca distintiva era que no existía la posibilidad de desheredar a un hijo, díscolo o no. Los hijos tenían el derecho a heredar una parte determinada del patrimonio, independientemente de cómo estuvieran las relaciones con sus padres.
– Había muchas cosas de las islas del canal que a mi hermano le gustaban -le contó Ruth Brouard a Saint James-: el clima, el ambiente, el fuerte sentido de comunidad; naturalmente, la ley tributaria y el acceso a buenos bancos. Pero a Guy no le gustaba que un sistema legal le dijera cómo tenía que repartir su patrimonio después de morir.
– Comprensible -dijo Saint James.
– Así que buscó un modo de eludirlo, una artimaña legal. Y lo encontró, como habría predicho cualquiera que le conoció.
Antes de trasladarse a la isla, le explicó Ruth Brouard, su hermano le había cedido todas sus propiedades. Él se quedó con una única cuenta corriente, en la que ingresó una suma importante de dinero que sabía que no sólo podría invertir sino que le permitiría vivir bastante holgadamente. Pero puso todas sus posesiones -las propiedades, los bonos, las otras cuentas, los negocios- a nombre de Ruth. Sólo hubo una condición: que cuando estuvieran en Guernsey, ella accedería a firmar un testamento que él y un abogado redactarían por ella. Como Ruth no tenía ni marido ni hijos, a su muerte podría repartir como quisiera su patrimonio y, de este modo, su hermano podría hacer con el suyo lo que quisiera, puesto que Ruth redactaría un testamento guiado por él. Era una forma inteligente de eludir la ley.
– Verá, durante años, a mi hermano le impidieron ver a sus dos hijas menores -explicó Ruth-. No entendía por qué le obligaban a dejar una fortuna a las dos chicas simplemente por haberlas engendrado, que es lo que le exigían las leyes de sucesión de la isla. Las había ayudado económicamente hasta que fueron mayores de edad. Las había mandado a los mejores colegios, moviendo los hilos para que una entrara en Cambridge y la otra en la Sorbona. A cambio, no recibió nada, ni siquiera las gracias. Así que dijo basta y buscó una forma de dar algo a esas otras personas de su vida que tanto le habían aportado cuando sus propios hijos habían sido incapaces. Devoción, a eso me refiero. Amistad, aceptación y amor. Podía mostrarse generoso con ellos, con estas personas, tal como él deseaba, pero sólo si lo filtraba todo a través de mí. Y es lo que hicimos.
– ¿Y su hijo?
– ¿Adrián?
– ¿Su hermano también quería excluirle?
– Él no quería excluir del todo a nadie. Sólo quería rebajar la cantidad que la ley exigía que les dejara.
– ¿Quién sabía todo esto? -preguntó Saint James.
– Que yo sepa, sólo Guy, Dominic Forrest, que es su abogado, y yo. -Entonces cogió el sobre de papel manila, pero no abrió los cierres metálicos, sino que lo dejó sobre su regazo y pasó las manos por encima mientras seguía hablando-. Accedí a ello en parte para que Guy se quedara tranquilo. Era tremendamente infeliz por el tipo de relación que sus esposas fomentaron que tuviera con sus hijos, así que pensé: “¿Por qué no? ¿Por qué no voy a permitirle recordar a esas personas que han enriquecido su vida cuando su propia familia no ha querido acercarse a él?”. Verá, no imaginé… -Dudó, cruzó las manos con cuidado, como si se planteara cuánto revelar. Entonces pareció tomar una decisión mirando el sobre, porque prosiguió-: No imaginé sobrevivir a mi hermano. Pensé que cuando al fin le contara lo de mi… mi situación física, muy probablemente sugeriría que reescribiéramos mi testamento y que tal vez se lo dejara todo a él. Entonces la ley volvería a poner trabas a su propio testamento, pero creo que habría preferido eso a quedarse sólo con una cuenta corriente, algunas inversiones y ningún modo de reabastecerlas en caso de necesitarlo.
– Sí, comprendo -dijo Saint James-. Comprendo sus intenciones. Pero entiendo que las cosas no salieron así.
– No llegué a contarle mi… situación. A veces le sorprendía mirándome y pensaba: “Lo sabe”. Pero nunca dijo nada, y yo tampoco. Me decía a mí misma: “Mañana. Mañana se lo contaré”. Pero no lo hice.
– Así que cuando murió repentinamente…
– Había expectativas.
– ¿Y ahora?
– Es comprensible que haya resentimientos.
Saint James asintió con la cabeza. Miró el gran tapiz de la pared, que describía una parte fundamental de sus vidas. Vio que la madre que hacía las maletas estaba llorando, que los niños se abrazaban asustados. Por una ventana, los tanques nazis cruzaban un prado distante y una división de tropas marchaba por una calle estrecha.
– Imagino que no me habrá llamado para que le aconseje qué tiene que hacer -dijo Simón-. Algo me dice que ya lo sabe.
– A mi hermano se lo debo todo, y soy una mujer que paga sus deudas. Conque sí. No le he pedido que viniera para decirme qué hacer con mi testamento ahora que Guy ha muerto. En absoluto.
– Entonces, señora Brouard, ¿puedo preguntarle…? ¿En qué puedo ayudarla?
– Hasta hoy -dijo ella- he conocido con exactitud los términos de los testamentos de Guy.
– ¿Testamentos, en plural?
– Lo reescribía más frecuentemente que la mayoría de la gente. Siempre que redactaba uno nuevo, concertaba una reunión conmigo y su abogado para que yo conociera cuáles iban a ser los términos del nuevo testamento. Era bueno en ese sentido y siempre fue coherente. El día que había que firmarlo y atestiguarlo, íbamos al despacho del señor Forrest. Repasábamos el papeleo, veíamos si había que realizar cambios en mi testamento a consecuencia de los cambios en el suyo, firmábamos y atestiguábamos todos los documentos y, después, nos íbamos a comer.
– Pero supongo que esto no fue lo que sucedió con este último testamento.
– No.
– Quizá no le dio tiempo -sugirió Saint James-. Es evidente que no esperaba morir.
– Este último testamento fue redactado en octubre, señor Saint James. Hace más de dos meses. No he salido de la isla en todo este tiempo. Y Guy tampoco ha… Tampoco salió. Para que este último testamento fuera legal, tuvo que ir a Saint Peter Port a firmar los papeles. El que no me llevara con él sugiere que no quería que supiera lo que planeaba hacer.
– ¿Qué era?
– Eliminar a Anaïs Abbott, Frank Ouseley y a los Duffy del testamento. Lo mantuvo en secreto. Cuando me di cuenta, comprendí que era posible que también me hubiera ocultado otras cosas.