– Maldita sea.
Los fragmentos salieron volando en todas direcciones. La redujo a escombros con tres golpes brutales. Siguió con el granero y luego con la escuela, mientras Margaret observaba, atemorizada por el poder de su furia.
Moullin no dijo nada más. Se lanzó de una creación de conchas extravagante a la siguiente: la escuela, la mesa plegable, las sillas, el estanque, el jardín de flores artificiales de conchas. Nada parecía agotarle. No paró hasta recorrer todo el sendero que llevaba de la entrada a la puerta. Y una vez allí, arrojó la pala contra la casa amarilla. Por muy poco, no chocó contra una de las ventanas enrejadas y acabó aterrizando en el sendero con un ruido estrepitoso.
El hombre jadeaba. Algunos de los cortes en las manos se habían vuelto a abrir. Se había hecho tajos nuevos con los fragmentos de las conchas y el hormigón que las unía. Los vaqueros sucios estaban blancos por el polvo, y cuando se limpió las manos en ellos, la sangre dibujó rayas finas sobre el blanco.
– ¡No! -dijo Margaret sin pensarlo siquiera-. No permita que le haga esto, Henry Moullin.
Él se quedó mirándola, respirando con dificultad, parpadeando como si aquello fuera a aclararle la cabeza. Se había liberado de toda la agresividad. Miró a su alrededor, a los destrozos que había ocasionado en la parte delantera de su casa, y dijo:
– El muy cabrón ya tenía dos.
Las niñas de JoAnna, pensó Margaret. Guy tenía hijas propias. Había tenido y perdido la oportunidad que le habían ofrecido de hacer de padre. Pero no se había tomado esa pérdida a la ligera, así que había sustituido a sus hijos abandonados por otros que sería mucho más probable que hicieran la vista gorda ante los defectos que eran tan patentes para los de su propia sangre. Porque eran pobres, y él era rico. El dinero compraba amor y lealtad allí donde podía hacerlo.
– Tiene que curarse las manos -dijo Margaret-. Se ha hecho cortes. Están sangrando. No, no las restriegue…
Pero el hombre lo hizo igualmente, añadiendo más rayas al polvo y la suciedad de los vaqueros y, cuando aquello no fue suficiente, también se las limpió en la camisa de trabajo llena de polvo.
– No queremos su maldito dinero -dijo-. No lo necesitamos. Por nosotros, puede prenderle fuego en Trinity Square.
Margaret pensó que podría haberlo dicho desde el principio y ahorrarles a los dos una escena aterradora, por no mencionar que también podría haber salvado el jardín.
– Me alegro mucho de oír eso, señor Moullin. Es justo que Adrián…
– Pero es el dinero de Cyn, ¿no? -continuó Henry Moullin, truncando sus esperanzas con la misma eficacia con la que había reducido a añicos las creaciones de conchas y cemento que los rodeaban-. Si Cyn quiere la recompensa… -Caminó hacia donde estaba la pala en el camino que llevaba a la puerta. La recogió. Hizo lo mismo con un rastrillo y un recogedor. Sin embargo, cuando los tuvo en la mano, miró a su alrededor, como si no estuviera seguro de qué había estado haciendo con ellos.
Miró a Margaret, y ésta vio que sus ojos estaban llenos de dolor.
– Venía aquí -dijo-. Yo iba allí. Trabajábamos codo con codo. Y me decía: “Eres un gran artista, Henry. No estás hecho para construir invernaderos toda la vida”. Me decía: “Escapa, aléjate de esto, amigo. Yo creo en ti. Te ayudaré un poco. Deja que te contrate. Quien nada arriesga no gana una mierda”. Y yo le creí, ¿sabe? Quería hacerlo, dejar esto de aquí. Lo quería por mis hijas, sí, por mis hijas. Pero también por mí. ¿Qué pecado hay en eso?
– Ninguno -dijo Margaret-. Todos queremos lo mejor para nuestros hijos, ¿verdad? Yo también lo quiero. Por eso estoy aquí, por Adrián, mi hijo y el de Guy. Por lo que le ha hecho. Le ha engañado y quitado lo que le correspondía, señor Moullin. Ve lo mal que está eso, ¿verdad?
– Nos engañó a todos -dijo Henry Moullin-. A su ex marido se le daba bien engañar. Se pasó años burlándose de nosotros, esperando el momento oportuno. Nuestro querido señor Brouard no era un hombre que se saltara las leyes. La moral sí, eso sí. Lo apropiado y lo correcto. Nos tenía a todos comiendo de su mano, y nosotros no sabíamos que estaba envenenada.
– ¿No quiere contribuir a arreglarlo? -dijo Margaret-. Usted puede, y lo sabe. Puede hablar con su hija, puede explicárselo. No le pediríamos a Cynthia que renunciara a todo el dinero que le ha dejado. Sólo querríamos igualar las cosas, reflejar quién es familia de Guy y quién no.
– ¿Es eso lo que quiere? -dijo Henry Moullin-. ¿Cree que eso equilibrará las cosas? Es usted igual que él, ¿verdad, señora? Cree que el dinero compensa cualquier pecado. Pero no es así, y nunca lo será.
– Entonces, ¿no hablará con ella? ¿No se lo explicará? ¿Vamos a tener que llevar esto a otro nivel?
– No lo entiende, ¿verdad? -le preguntó Henry Moullin-. Nadie va a hablar con mi hija. Nadie va a explicar nada.
Se dio la vuelta y se marchó con las herramientas por donde había aparecido con la pala hacía tan sólo unos minutos. Desapareció detrás de la casa.
Margaret se quedó allí un momento, inmóvil en el sendero, y por primera vez en su vida vio que se había quedado sin respuesta. Se sentía casi abrumada por la fuerza del odio que Henry Moullin había dejado tras él. Era como una corriente que la empujaba hacia una marea de la que prácticamente no había esperanza de escapar.
Donde menos esperaba encontrarla, sintió una afinidad con aquel hombre desaliñado. Comprendía por lo que estaba pasando. Tus hijos eran tus hijos, y a nadie le pertenecían del mismo modo que a ti. No eran lo mismo que un esposo, unos padres, unos hermanos, una pareja, un amigo. Los hijos nacían de tu cuerpo y de tu alma. Ningún intruso podía romper fácilmente ese vínculo creado a partir de ese tipo de sustancia.
No obstante, ¿si un intruso lo intentaba o, Dios no lo quisiera, lo conseguía…?
Nadie sabía mejor que Margaret Chamberlain hasta dónde podía llegar alguien para preservar la relación que tenía con su hijo.
Capítulo 13
Cuando Saint James regresó a Saint Peter Port, pasó primero por el hotel, pero la habitación estaba vacía y su mujer no había dejado ningún mensaje en recepción. Así que fue a la comisaría de policía, donde interrumpió al inspector en jefe Le Gallez mientras devoraba una baguete de ensalada de gambas. El inspector lo condujo a su despacho y le ofreció un trozo de bocadillo (que Saint James rechazó) y un café (que Saint James aceptó). También le ofreció galletas digestivas de chocolate; pero como parecía que el baño se hubiera derretido y solidificado demasiadas veces, Saint James declinó la invitación y se las arregló sólo con el café.
Informó a Le Gallez sobre los testamentos de los Brouard, el del hermano y el de la hermana. Le Gallez escuchó mientras masticaba, y tomó notas en una libreta que cogió de una bandeja de plástico de su mesa. Mientras Saint James hablaba, vio que el inspector subrayaba “Fielder” y “Moullin”, y añadía un signo de interrogación junto al segundo nombre. Le Gallez interrumpió el torrente de información para explicar que conocía la relación del fallecido con Paul Fielder, pero que Cynthia Moullin era un nombre nuevo para él. También anotó los datos de los testamentos de los Brouard y escuchó con educación mientras Saint James planteaba una teoría que había contemplado de regreso a la ciudad.
El testamento anterior que Ruth Brouard conocía recordaba a personas que se habían borrado del documento más reciente: Anaïs Abbott, Frank Ouseley y Kevin y Valerie Duffy, además de los hijos de Guy Brouard, tal como exigía la ley. Dada la situación, Ruth había pedido a esas personas que estuvieran presentes en la lectura del testamento. Si cualquiera de estos beneficiarios, señaló Saint James a Le Gallez, conocía el testamento anterior, tenía un móvil claro para cargarse a Guy Brouard, con la esperanza de recoger antes y no después lo que les legaba.