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La madre Potter dejó a Audrey y Albert. Era una mujer rolliza y tenía los ojos saltones típicos de los problemas de tiroides, pero miró a Deborah con cordialidad cuando habló.

– ¿Puedo ayudarla, querida?

– ¿Con algún objeto militar?

– Tendrá que hablar con Mark. -La mujer se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta entrecerrada, que, al abrirla, reveló una escalera. Caminaba como si necesitara un recambio de cadera y se ayudaba de cualquier cosa que encontrara a su paso. Llamó a su hijo al piso de arriba, y la voz incorpórea de éste contestó. La mujer le dijo que había clientes abajo y que tendría que dejar el ordenador de momento-. Internet -le dijo a Deborah en confianza-. Creo que es igual de malo que la heroína, sí, señor.

Mark Potter bajó las escaleras ruidosamente, y no tenía aspecto de ser adicto a nada. A pesar de la época del año, estaba muy moreno y sus movimientos irradiaban vitalidad.

Quiso saber qué podía hacer por ellos, qué estaban buscando. Recibía artículos nuevos constantemente -”La gente muere, pero sus colecciones perduran, tanto mejor para el resto de nosotros, en mi opinión”-, así que si buscaban algo que él no tenía, era bastante probable que pudiera conseguírselo.

Deborah volvió a sacar el anillo. A Mark Potter se le iluminó la cara cuando lo vio.

– ¡Otro! -gritó-. ¡Es extraordinario! Sólo he visto uno igual en todos los años que llevo en el negocio. Y ahora otro. ¿ De dónde lo ha sacado?

Jeanne Potter se reunió con su hijo al otro lado de la vitrina, donde Deborah había colocado el anillo pidiendo, como en la otra tienda, que no lo tocaran.

– Es igual que el que vendiste, ¿verdad, cariño? -dijo la mujer. Y luego a Deborah-: Lo tuvimos durante muchísimo tiempo. Era un poco deprimente, igual que éste. Nunca pensé que lo venderíamos. Este tipo de cosas no gustan a todo el mundo, ¿verdad?

– ¿Lo vendieron hace poco? -preguntó Deborah.

Los Potter se miraron.

– ¿Cuánto hará…? -dijo ella.

– ¿Diez días? -dijo él-. ¿Dos semanas, quizá?

– ¿Sabe quién lo compró? -preguntó Cherokee-. ¿Lo recuerda?

– Sí, claro -dijo Mark Potter.

– Claro, cariño -dijo su madre con una sonrisa-. Tú siempre fijándote.

– No es eso, y lo sabes. -Potter sonrió-. Deja de fastidiarme, vieja estúpida. -Entonces se dirigió a Deborah-. Una mujer americana. Me acuerdo porque no vienen muchos americanos a Guernsey, y ninguno en esta época del año. ¿Y por qué iban a venir? Tienen lugares más importantes en mente para visitar que las islas del canal, ¿verdad?

A su lado, Deborah oyó que Cherokee respiraba hondo.

– ¿Está seguro de que era americana?

– Una mujer de California. Oí el acento y le pregunté. Mamá también lo hizo.

Jeanne Potter asintió.

– Hablamos de estrellas de cine -dijo-. Yo no he estado nunca, pero siempre he creído que si vivías en California, las veías paseando por la calle. Ella dijo que no, que no era así.

– Harrison Ford -dijo Mark Potter-. No seas mentirosilla, mamá.

Ella se rio y se puso nerviosa.

– Pues sigue tú, anda -dijo, y luego le comentó a Deborah-: Me gusta bastante Harrison. Esa pequeña cicatriz que tiene en la barbilla tiene algo muy viril.

– Qué traviesa -le dijo Mark-. ¿Qué habría pensado papá?

– ¿Qué aspecto tenía la mujer americana? -le interrumpió Cherokee, esperanzado-. ¿Lo recuerda?

Resultó que no la vieron muy bien. Llevaba la cabeza cubierta con algo -Mark creía que era un pañuelo; su madre creía que era una capucha- que le tapaba el pelo y le caía sobre la frente. Como dentro de la tienda no había mucha luz, y como probablemente ese día llovía… No podían añadir mucho más sobre su aspecto. Sin embargo, iba vestida toda de negro, si eso servía de ayuda. Y llevaba unos pantalones de cuero, recordó Jeanne Potter. Se acordaba bien de los pantalones. Era justo el tipo de ropa que le habría gustado llevar a esa edad si entonces hubiera existido y hubiera tenido el tipo para ponérsela, que no era el caso.

Deborah no miró a Cherokee, pero no le hacía falta. Le había dicho dónde habían encontrado Simón y ella el anillo, así que sabía que estaba abatido por aquella nueva información. Sin embargo, el hermano de China intentó reponerse lo mejor que pudo, porque preguntó a los Potter si había algún otro lugar en la isla de donde pudiera haber salido un anillo como aquél.

Los Potter consideraron la pregunta y, al final, fue Mark quien respondió. Sólo había un lugar, les informó, de donde podría haber salido otro anillo como aquél. Mencionó el nombre, y cuando lo hizo, su madre secundó la idea de inmediato.

En Talbot Valley, dijo Mark, vivía un gran coleccionista de cachivaches de la guerra. Tenía más artículos que el resto de la isla junta.

Se llamaba Frank Ouseley, añadió Jeanne Potter, y vivía con su padre en un lugar llamado Moulin des Niaux.

Hablar con Nobby Debiere sobre el posible fin de los planes para construir un museo no había sido fácil para Frank. Sin embargo, lo había hecho por un sentido de la obligación para con el hombre al que había fallado en tantos sentidos cuando era adolescente. Ahora tendría que hablar con su padre. También le debía mucho a Graham Ouseley, pero era una locura pensar que podía fingir eternamente que sus sueños estaban cristalizando al final de la calle de la iglesia de Saint Saviour, como esperaba su padre.

Naturalmente, aún podía hablar con Ruth sobre el proyecto, o, en realidad, con Adrián Brouard, sus hermanas -siempre que pudiera encontrarlas- y también con Paul Fielder y Cynthia Moullin. El abogado no había mencionado la cantidad que llegarían a heredar estas personas, puesto que estaría en manos de banqueros, corredores de bolsa y peritos contables. Pero tenía que ser una cantidad enorme porque era imposible creer que Guy se hubiera ocupado de Le Reposoir, su contenido y sus otras propiedades sin asegurarse su propio futuro con una cuenta corriente abultada y una cartera de inversiones con la que reabastecer esa cuenta si era necesario. Era demasiado listo.

Hablar con Ruth sería el método más eficaz para conseguir que el proyecto prosperase. Era quien más probabilidades tenía de ser el propietario legal de Le Reposoir -independientemente de cómo se hubiera orquestado esta maniobra-, y si así era, tal vez se la podía manipular para que sintiera el deber de cumplir las promesas que su hermano había hecho a la gente y quizá accediera a construir una versión más humilde del Museo de la Guerra Graham Ouseley en los jardines de la propia Le Reposoir, lo que permitiría vender los terrenos que habían comprado para el museo cerca de Saint Saviour, lo que, a su vez, contribuiría a financiar el edificio. Por otro lado, podía hablar con los herederos de Guy e intentar obtener de ellos la financiación, convenciéndolos para construir lo que sería, en realidad, un monumento a la memoria de su benefactor.

Frank sabía que podía hacerlo, y que debía hacerlo. En efecto, si fuera un hombre completamente distinto, lo haría. Pero había que tener en cuenta otras consideraciones más allá de la creación de una estructura que albergara objetos militares coleccionados durante más de medio siglo. Por mucho que esta estructura pudiera ilustrar al pueblo de Guernsey, por mucho que pudiera consagrar a Nobby Debiere como arquitecto, la verdad era que el mundo personal de Frank sería un lugar mucho mejor sin un museo de la guerra.

Así que no hablaría con Ruth para que continuara la majestuosa obra de su hermano. Ni tampoco acorralaría al resto con la esperanza de sacarles una financiación. Para Frank, el tema estaba acabado. El museo estaba tan muerto como Guy Brouard.

Entró con su viejo Peugeot en el sendero que llevaba a Moulin des Niaux. Mientras recorría traqueteando los cincuenta metros hasta el molino, observó la maleza que había crecido en el camino. Las zarzas estaban invadiendo rápidamente el asfalto. Habría muchísimas moras el próximo verano, pero para entonces la carretera al molino o las casas habría desaparecido si no recortaba las ramas, las hiedras, los acebos y los heléchos.