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Así que al fin había llegado el momento, pensó Frank. No iba a tener que idear una forma de sacar la conversación que tenía que mantener con su padre. Lo único que tenía que hacer era aprovechar el momento, así que tomó la decisión antes de convencerse de lo contrario y dijo:

– Papá, me temo que ha pasado algo. No quería contártelo. Sé lo mucho que el museo significa para ti y supongo que no he tenido valor para acabar con el sueño.

Graham ladeó la cabeza y ofreció a su hijo su oído bueno, o eso afirmaba él.

– ¿Cómo dices? -preguntó.

Frank sabía a ciencia cierta que su padre no tenía problemas de audición a menos que se dijera algo que él prefiriera no escuchar. Así que siguió. Le contó a su padre que Guy Brouard había fallecido hacía una semana. Su muerte había sido bastante repentina e inesperada, y era evidente que el hombre estaba sano como una manzana y no había pensado en la posibilidad de morir, puesto que no se había planteado cómo podría afectar su deceso a los planes para el museo de la guerra.

– ¿Qué dices? -Graham sacudió la cabeza como si intentara despejarla-. ¿Que Guy ha muerto? No estás diciéndome eso, ¿verdad, hijo?

Por desgracia, dijo Frank, eso era exactamente lo que le estaba diciendo. Y el hecho era que, por algún motivo, Guy Brouard no se había ocupado de todas las eventualidades como cabría esperar en él. En su testamento, no dejaba dinero para el museo de la guerra, así que iban a tener que olvidarse de la idea de construirlo.

– ¿Hacer qué? -dijo Graham mientras tragaba la comida y con la mano temblorosa levantaba el té con leche-. Colocaron minas, sí. Schrapnellemine 35. También cargas de demolición. Ponían banderas de advertencia, pero piensa cómo era. Unos cartelitos amarillos que nos decían que no pisáramos lo que era nuestro. El mundo tiene que saberlo, chico. Tiene que saber que utilizábamos carragenina para la gelatina.

– Ya lo sé, papá. Es importante que nadie lo olvide. -A Frank no le apetecía el resto de su trozo de pastel. Apartó el plato hacia el centro de la mesa y movió la silla para hablar directamente al oído de su padre. “No malinterpretes lo que te estoy diciendo. Escucha bien, papá. Las cosas han cambiado para siempre”, decían sus acciones-. Papá, no va a haber museo -dijo-. No tenemos el dinero. Dependíamos de Guy para financiar el edificio y no ha dejado fondos en su testamento para hacerlo. Bien, sé que me oyes, papá, y lamento mucho decirlo, créeme. No te lo habría contado, en realidad no tenía pensado contarte que Guy había muerto; pero en cuanto escuché la lectura del testamento, sentí que no me quedaba otra alternativa. Lo siento. -Y se dijo a sí mismo que lo sentía, aunque sólo fuera una parte de la historia.

Al intentar llevarse la taza a los labios, Graham se echó té caliente por encima del pecho. Frank alargó el brazo para estabilizar su movimiento, pero Graham le apartó y derramó más. Llevaba un chaleco grueso totalmente abotonado sobre la camisa de franela, así que el líquido no le quemó. Y para él parecía más importante evitar el contacto con su hijo que mojarse la ropa.

– Tú y yo -murmuró Graham con los ojos empañados- teníamos un plan, Frankie.

Frank no pensaba que sentiría un dolor tan terrible al ver que las defensas de su padre se desmoronaban. La sensación, pensó, era parecida a contemplar cómo un Goliat caía de rodillas delante de él.

– Papá -dijo-, yo no te haría daño por nada del mundo. Si supiera cómo construir tu museo sin la ayuda de Guy, lo haría. Pero es imposible. Los costes son altísimos. No nos queda más remedio que olvidarnos de la idea.

– La gente tiene que saberlo -protestó Graham Ouseley, pero su voz era débil y el té y la comida dejaron de interesarle por completo-. Nadie debe olvidarlo.

– Estoy de acuerdo. -Frank revisó sus pensamientos para encontrar una manera de aliviar el dolor del golpe-. Tal vez, con el tiempo, encontremos un modo de hacerlo realidad.

Graham se encorvó y miró a su alrededor en la cocina, como un sonámbulo que se despierta y está confuso. Dejó caer las manos sobre el regazo y empezó a arrugar la servilleta convulsivamente. Su boca articulaba palabras que no pronunciaba. Su mirada asimilaba objetos familiares y parecía aferrarse a ellos por el consuelo que le proporcionaban. Se apartó de la mesa, y Frank también se levantó, pensando que su padre quería ir al baño, a su cama o a su silla en el salón. Pero al coger Graham del codo, el anciano se resistió. Resultó que lo que quería estaba en la encimera donde Frank lo había dejado, perfectamente doblado en su forma de tabloide con el escudo d dos cruces impresas entre la palabra “Guernsey” y su compañera, “Press”.

Graham cogió el periódico y lo apretó contra su pecho.

– Muy bien -le dijo a Frank-. La manera es distinta pero el resultado es el mismo. Eso es lo que cuenta.

Frank intentó comprender la conexión que establecía su padre entre la desintegración de sus planes y el periódico de la isla.

– Supongo que el periódico publicará la historia -dijo si convicción-. Quizá podamos interesar a un exiliado fiscal o dos para que hagan una donación. Pero conseguir el dinero suficiente gracias tan sólo a un artículo de periódico… No creo que podamos confiar en eso, papá. Aunque pudiéramos, ese tipo de cosas lleva años. -No añadió el resto: que a sus noventa y dos años, su padre no disponía de esos años, precisamente.

– Yo mismo les llamaré -dijo Graham-. Vendrán. Le interesará, sí. En cuanto lo sepan, vendrán corriendo. -Incluso dio tres pasos inseguros hacia el teléfono y descolgó el auricular como si pretendiera realizar la llamada inmediatamente.

– Creo que no podemos esperar que el periódico considere esta historia con la misma urgencia, papá. Seguramente la cubrirán. Es de interés humano, está claro. Pero creo que no deberías depositar todas tus esperanzas en…

– Es el momento -insistió Graham, como si Frank no hubiera hablado-. Me lo prometí a mí mismo. “Antes de que muera, lo haré”, me dije. Están los que mantuvieron la fe y los que no. Y ha llegado el momento. Antes de que muera, Frank -Revolvió las revistas que había en la encimera, debajo del correo de los últimos días-. ¿Dónde está el listín? ¿Qué numero es, hijo? Vamos a llamar.

Sin embargo, Frank estaba centrado en cumplir su palabra y faltar a ella, y en qué quería decir su padre en realidad. En la vida, había mil formas distintas de hacer lo uno y lo otro -cumplir y faltar a la palabra dada-; pero en tiempos de guerra, cuando se ocupaba una tierra, sólo se podía hacer una cosa; pensó, ¿cómo podía impedir que su padre cometiera una temeridad?-. Escucha, no es una buena forma de tratar esto. Y es demasiado pronto…

– El tiempo se acaba -dijo Graham-. El tiempo casi ha acabado. Me lo prometí. Lo prometí sobre sus tumbas. Murieron por la G.U.L.A. y nadie lo pagó. Pero ahora sí. Así son las cosas. -Rescató el listín de un cajón de paños de cocina y manteles individuales y, aunque no era un volumen pesado, lo dejó sobre la encimera con un gruñido. Empezó a pasar las hojas y a respirar más deprisa, como un corredor que se acerca al final de la carrera.

– Papá -dijo Frank en un último esfuerzo para detenerle-, tenemos que reunir las pruebas.

– Ya tenemos las malditas pruebas. Está todo aquí. -Se señaló la cabeza con un dedo torcido, mal curado durante la guerra mientras huía infructuosamente tras ser descubierto: la Gestapo perseguía a los hombres que había detrás de la G.U.L.A., traicionados por alguien de la isla en quien habían depositado su confianza. Dos de los cuatro hombres responsables de la hoja informativa murieron en la cárcel. Otro murió al intentar escapar. Sólo Graham sobrevivió, pero no quedó ileso, y con el recuerdo de tres buenas vidas perdidas por la libertad y a manos de un soplón que había permanecido demasiado tiempo sin identificar. Cuando acabó la guerra, el acuerdo tácito entre los políticos de Inglaterra y los políticos de la isla impidió la investigación y el castigo. Se suponía que el pasado era el pasado, y como se consideró que las pruebas eran insuficientes para justificar el inicio de un procedimiento penal, aquellos cuyo interés personal había provocado la muerte de sus compañeros siguieron viviendo sin sufrir por su pasado, y caminando hacia un futuro que sus propios actos habían negado a hombres mucho mejores que ellos. Una parte del proyecto del museo serviría para aclarar los hechos. Sin la colaboración del museo, los acontecimientos pasarían a la historia tal como estaban: la traición quedaría encerrada en las mentes de los que la cometieron y de los que se vieron afectados por ella. El resto de la gente seguiría viviendo sin saber quién había pagado el precio de las libertades de las que ahora disfrutaban y quién les había impuesto ese destino.