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– Pero, papá -dijo Frank, aunque sabía que hablaba en vano-, van a pedirte más pruebas aparte de tu palabra. Tienes que saberlo.

– Pues nos encargaremos de encontrarlas entre toda esa chatarra -dijo Graham señalando con la cabeza las casas de al lado, donde almacenaban su colección-. Las tendremos listas para cuando vengan. Empieza ya, hijo.

– Pero, papá…

– ¡No! -Graham dio un golpe en el listín con su frágil puño y agitó el auricular hacia su hijo-. Empieza de una vez y hazlo ya. Basta de tonterías, Frank. Voy a dar nombres.

Capítulo 14

Deborah y Cherokee dijeron muy poco de regreso a los apartamentos Queen Margaret. Se había levantado viento y había empezado a lloviznar, lo que les proporcionó una excusa para estar en silencio, Deborah protegiéndose debajo de un paraguas y Cherokee con los hombros encorvados y el cuello del abrigo subido. Siguieron el camino anterior bajando por Mili Street y cruzaron la pequeña plaza. La zona estaba totalmente desierta, salvo por una furgoneta amarilla aparcada en medio de Market Street, en la que estaban cargando una vitrina vacía de uno de los puestos de carne vacantes. Era un indicio funesto de la muerte del mercado y, como si fuera un comentario a tales medidas, uno de los hombres de la mudanza tropezó y soltó su extremo de la vitrina. El cristal se rompió en pedazos; el lateral se abolló. Su compañero le insultó por ser tan estúpido y patoso.

– ¡Nos va a caer una buena! -gritó.

La contestación del otro hombre se perdió cuando Deborah y Cherokee doblaron la esquina y comenzaron a subir Constitution Steps. Pero el pensamiento estaba allí, flotando entre los dos: que iba a caerles una buena por lo que habían hecho.

Cherokee fue quien rompió el silencio. A media colina, donde las escaleras giraban, se detuvo y pronunció el nombre de Deborah. Ella dejó de subir y le miró. Vio que la lluvia había cubierto su pelo rizado de minúsculas gotas que reflejaban la luz, y que tenía las pestañas puntiagudas por la humedad. Estaba temblando. Aquí estaban resguardados del viento, pero aunque no hubiera sido así, llevaba una chaqueta gruesa, así que Deborah sabía que no era una reacción al frío.

Sus palabras lo confirmaron.

– No significa nada.

Deborah no fingió necesitar una aclaración. Sabía lo improbable que era que estuviera pensando en otra cosa.

– Aún tenemos que preguntárselo -dijo.

– Dijeron que podía haber otros en la isla. Y ese tipo que han mencionado, el de Talbot Valle, tiene una colección de la guerra increíble. Yo mismo la he visto.

– ¿Cuándo?

– Un día… Vino a comer y habló de ella con Guy. Se ofreció a enseñármela y Guy la elogió mucho, así que pensé: “¿Por qué no?”, y fui. Los dos fuimos.

– ¿Quién era el otro?

– El amigo de Guy, Paul Fielder.

– ¿Y viste otro anillo como éste?

– No. Pero eso no significa que no lo hubiera. Ese tipo tenía cosas por todas partes, en cajas y bolsas, archivadores, estanterías. Lo guarda todo en un par de casas y está todo absolutamente desorganizado. Si tenía un anillo y acabó desapareciendo por alguna razón u otra… Dios santo, ni siquiera lo sabría. No puede tenerlo todo catalogado.

– ¿Estás diciendo que Paul Fielder pudo robar un anillo mientras estuvisteis allí?

– Yo no digo nada. Sólo que tiene que haber otro anillo, porque es imposible que China… -Con torpeza, se metió las manos en los bolsillos y apartó la mirada de Deborah, colina arriba, en dirección a Clifton Street, los apartamentos Queen Margaret y a la hermana que le esperaba en el piso B-. Es imposible que China hiciera daño a nadie. Tú lo sabes. Yo lo sé. Este anillo… es de otra persona.

Lo dijo con determinación, pero Deborah no quiso preguntar a qué se debía esa seguridad. Sabía que no había modo de evitar las preguntas que tenían que hacerle a China. Independientemente de lo que pensaran ellos, había que hablar del tema del anillo.

– Vamos al piso -dijo-. Creo que empezará a diluviar dentro de nada.

Encontraron a China viendo un combate de boxeo en la televisión. Uno de los boxeadores estaba recibiendo una paliza bastante fea, y era obvio que había que poner fin al combate. Pero, evidentemente, la muchedumbre enfervorizada no iba a permitirlo. Sangre, declaraban sus gritos, sin duda tendría que haber sangre. China parecía ajena a todo aquello. Su cara carecía de expresión.

Cherokee se dirigió al televisor y cambió de canal. Encontró una carrera ciclista que pasaba por una tierra inundada por el sol que parecía Grecia, pero que podía ser cualquier país menos este lugar invernal. Apagó el sonido y dejó la imagen. Se acercó a su hermana.

– ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? -le preguntó, y le tocó el hombro tímidamente.

Entonces China reaccionó.

– Estoy bien -le dijo a su hermano. Le ofreció una media sonrisa-. Sólo estaba pensando.

Él le devolvió la sonrisa.

– Tienes que dejar de hacer eso. Mira adonde me ha llevado a mí. Siempre estoy pensando. Si no hubiera pensado, no estaríamos metidos en este lío.

Ella se encogió de hombros.

– Sí. Bueno.

– ¿Has comido algo?

– Cherokee…

– Vale. De acuerdo. Olvida la pregunta.

China pareció darse cuenta de que Deborah también estaba. Volvió la cabeza y dijo:

– Creía que te habrías ido con Simón, para darle la lista de las cosas que he hecho en la isla.

Ésa era una forma sencilla de abordar el tema del anillo, así que Deborah la aprovechó.

– Pero no está del todo completa -dijo-. En la lista no está todo.

– ¿Qué quieres decir?

Deborah dejó el paraguas en un paragüero cerca de la puerta y se acercó al sofá, donde se sentó al lado de su amiga. Cherokee cogió una silla y se unió a ellas.

– No mencionas Antigüedades Potter y Potter -señaló Deborah-, en Mill Street. Estuviste allí y compraste un anillo al hijo. ¿Se te olvidó?

China miró a su hermano como buscando una explicación, pero Cherokee no dijo nada. Se volvió hacia Deborah.

– En la lista no he anotado ninguna de las tiendas en las que entré. No pensé… ¿Por qué iba a ponerlo? Estuve en Boots varias veces, en un par de zapaterías. Compré el periódico una o dos veces, y unos caramelos de menta. Se me acabó la pila de la cámara, así que la cambié por una que compré en el centro comercial que está cerca de High Street. Pero no he escrito nada de eso y seguramente olvido otras tiendas. ¿Por qué? -Entonces, preguntó a su hermano-: ¿A qué viene todo esto, Cherokee?

Deborah contestó sacando el anillo. Abrió el pañuelo que lo envolvía y extendió la mano para que China pudiera verlo en su nido de lino.

– Estaba en la playa -dijo-, en la bahía donde murió Guy Brouard.

China no intentó tocar el anillo, como si supiera qué significaba que Deborah lo tuviera envuelto en un pañuelo y que lo hubieran encontrado en los alrededores de la escena de un crimen. Pero lo miró. Lo miró con detenimiento. Estaba ya tan blanca que Deborah no sabía si se había puesto pálida. Pero se mordió los labios por dentro con la boca cerrada, y cuando volvió a mirar a Deborah, sus ojos escondían un terror inconfundible.