Así que no estaba preparado para el desasosiego que comenzó a sentir al saber que su mujer no había entregado el anillo al inspector Le Gallez. Y, al final, se sintió perdido al ver los niveles que alcanzaba ese desasosiego a medida que pasaban los minutos y Deborah no regresaba al hotel.
Primero paseó: por la habitación y por la pequeña terraza de la habitación. Luego se dejó caer en una silla durante cinco minutos y pensó qué podían significar las acciones de Deborah. Sin embargo, su ansiedad no hizo más que aumentar, así que cogió el abrigo y, al final, se marchó del edificio. Saldría a buscarla, decidió. Cruzó la calle sin una idea clara de qué dirección tomar, agradeciendo solamente que hubiera dejado de llover, lo que facilitaba la situación.
Bajar la colina parecía buena opción, así que empezó a caminar, bordeando el muro de piedra que rodeaba una especie de jardín hundido en el paisaje enfrente del hotel. Al final de todo, estaba el monumento a los caídos de la isla, y era allí donde Saint James se encontraba cuando vio a su mujer doblando la esquina donde la majestuosa fachada gris del Tribunal de Justicia se extendía a lo largo de la Rué du Manoir.
Deborah levantó la mano para saludarlo. Mientras se acercaba a él, Saint James hizo lo que pudo por tranquilizarse.
– Has conseguido volver -dijo ella con una sonrisa cuando llegó a donde estaba.
– Es bastante obvio -contestó él.
La sonrisa de Deborah se esfumó. Lo escuchó todo en su voz. Era lógico. Le conocía prácticamente de toda la vida, y Simón creía conocerla a ella. Pero estaba descubriendo deprisa que la distancia entre lo que creía y lo que realmente era empezaba a revelarse abismal.
– ¿Qué pasa? -le preguntó ella-. Simón, ¿qué sucede?
Saint James la agarró del brazo con una fuerza que sabía que era excesiva, pero parecía que no podía soltarla. La condujo al jardín hundido y la obligó a bajar las escaleras.
– ¿Qué has hecho con el anillo? -le preguntó.
– ¿Qué he hecho con él? Nada. Lo tengo aquí…
– Tenías que llevárselo directamente a Le Gallez.
– Es lo que estoy haciendo. Ahora iba hacia allí. Simón, ¿qué diablos…?
– ¿Ahora? ¿Ibas a llevarlo ahora? ¿Dónde has estado mientras tanto? Hace horas que lo hemos encontrado.
– No me has dicho… Simón, ¿por qué te comportas así? Para. Suéltame. Me haces daño. -Deborah se zafó con brusquedad y se colocó delante de él. Le ardían las mejillas. El jardín tenía un sendero que rodeaba el perímetro y empezó a recorrerlo, aunque en realidad no llevaba a ningún lado, salvo al muro. Aquí, la lluvia formaba charcos negros, donde se reflejaba un cielo que oscurecía rápidamente. Deborah los cruzó sin dudarlo, sin importarle que se le empaparan las perneras.
Saint James la siguió. Le enfurecía que se alejara de él de esa manera. Parecía una Deborah totalmente distinta, y no iba a consentirlo. Si aquello acababa en una persecución, ella ganaría, naturalmente. Si acababa en algo que no fueran palabras e intelecto, también ganaría ella. Era la maldición de su discapacidad, que le hacía más débil y lento que su esposa. Eso también le enfadó, imaginarse qué debían de parecer a los ojos de cualquiera que los viera desde la calle que daba al parque hundido: el paso seguro de Deborah alejándose cada vez más de él y la cojera patética de Simón persiguiéndola.
Deborah llegó al final del pequeño parque, al extremo más alejado. Se quedó en la esquina, donde un espino de fuego, lleno de bayas rojas, inclinaba sus cargadas ramas hacia delante para tocar el respaldo de un banco de madera. No se sentó, sino que se quedó a poca distancia del banco, donde arrancó un puñado de bayas del arbusto y comenzó a lanzarlas mecánicamente entre el follaje.
Ese gesto tan infantil molestó aún más a Saint James. Sintió como si retrocediera en el tiempo y volviera a tener veintitrés años y ella doce, cuando, ante un incomprensible ataque de histeria preadolescente por culpa de un corte de pelo que Deborah detestaba, tuvo que arrebatarle las tijeras antes de que pudiera hacer lo que quería hacer: dejarse el pelo peor, tener un aspecto peor, castigarse por pensar que un peinado podría influir en cómo se sentía por culpa de los granos que le habían salido en la barbilla durante la noche y que señalaban su naturaleza siempre cambiante. “Ah, nuestra Deb es de armas tomar -le había dicho su padre-. Necesita el toque de una mujer”. Sin embargo, nunca se lo dio.
Qué conveniente sería culpar de todo ello a Joseph Cotter, pensó Saint James, decidir que él y Deborah habían llegado a este punto en su matrimonio porque su padre no había vuelto a casarse después de enviudar. Aquello facilitaría las cosas, ¿verdad? No tendría que seguir buscando una explicación de por qué Deborah había actuado de un modo tan inconcebible.
Llegó a donde estaba ella. Como un tonto, dijo lo primero que le vino a la cabeza:
– No vuelvas a salir corriendo así, Deborah.
Ella se dio la vuelta con un puñado de bayas en el puño.
– No te atrevas a… ¡No te atrevas a hablarme así!
Simón intentó tranquilizarse. Sabía que el único resultado de este encuentro sería una discusión cada vez más intensa, a menos que uno de los dos hiciera algo por calmarse. También sabía que era improbable que fuera Deborah quien pusiera el freno.
– Quiero una explicación -dijo con tanta suavidad como pudo, aunque, había que reconocerlo, sólo se mostró ligeramente menos combativo que antes.
– ¿Ah, sí? ¿Eso quieres? Bueno, pues perdona si no me apetece dártela. -Arrojó las bayas al sendero.
Como si fueran un guante, pensó. Si lo recogía, sabía muy bien que estallaría entre ellos una guerra total. Estaba enfadado, pero no deseaba esa guerra. Aún estaba lo bastante cuerdo para ver que esa clase de batalla sería inútil.
– Ese anillo es una prueba -dijo-. Las pruebas tienen que llevarse a la policía. Si no se entregan directamente a…
– Como si todas las pruebas se entregaran directamente a la policía -replicó ella-. Sabes que no. Sabes que, la mitad de las veces, la policía encuentra pruebas que, para empezar, nadie sabía siquiera que eran pruebas. Así que antes de llegar a la policía, pasan por muchas manos. Lo sabes bien, Simón.
– Eso no da derecho a nadie a ir pasándolas de mano en mano -respondió él-. ¿Dónde has ido con ese anillo?
– ¿Me estás interrogando? ¿Tienes idea de cómo suena eso? ¿Te interesa saberlo?
– Lo que me interesa en este momento es que la prueba que yo suponía que estaba en poder de Le Gallez no estaba en su poder cuando he sacado el tema. ¿Te interesa saber a ti qué significa eso?
– Ah, ya entiendo. -Deborah levantó la barbilla. Su tono era triunfal, como suele mostrarse una mujer cuando un hombre penetra en un campo de minas que ella misma ha plantado-. Todo esto es por ti. Has quedado mal. Has hecho el ridículo.
– Obstruir una investigación policial no es hacer el ridículo -dijo lacónicamente-. Es un delito.
– Yo no he obstruido nada. Tengo el maldito anillo. -Metió la mano en el bolso, sacó el anillo envuelto en el pañuelo, cogió el brazo de Simón con la misma fuerza con la que él la había agarrado a ella antes y le plantó el anillo en la palma con un manotazo-. Aquí tienes. ¿Contento? Llévaselo a tu queridísimo inspector Le Gallez. Sabe Dios qué va a pensar de ti si no sales corriendo a entregárselo ahora mismo, Simón.
– ¿Por qué te comportas así?
– ¿Yo? Y tú ¿qué?
– Porque te dije que lo hicieras. Porque tenemos una prueba. Porque sabemos que es una prueba. Porque lo sabíamos entonces y…
– No -dijo ella-. Te equivocas. No lo sabíamos. Lo sospechábamos. Y basándonos en esa sospecha, me pediste que le llevara el anillo. Pero si era tan decisivo que la policía lo tuviera en su posesión enseguida, si el anillo tenía una importancia tan evidente, bien podrías haberlo llevado tú a la ciudad en lugar de pavonearte por donde decidieras pavonearte, lo cual, obviamente, era más importante para ti que el anillo.