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Abrazó a Taboo y sintió como si se quitara un enorme peso de encima. Había deambulado en la oscuridad desde que se enteró de la muerte del señor Guy. Ahora tenía una luz. Más que esto, en realidad. Tenía mucho más. Ahora sabía qué camino seguir.

Ruth no necesitaba escuchar el veredicto del oncólogo. Lo vio en su cara, en particular en su frente, que estaba incluso más arrugada de lo normal. Comprendió que estaba eludiendo los sentimientos que siempre acompañaban al fracaso inminente. Se preguntó cómo sería elegir ganarse la vida siendo testigo del fallecimiento de infinidad de pacientes. Al fin y al cabo, se suponía que los médicos tenían que curar y, luego, celebrar la victoria en la batalla contra las dolencias, los accidentes, las enfermedades. Pero los médicos que trataban el cáncer iban a la guerra con armas que a menudo eran insuficientes para combatir a un enemigo que no conocía restricciones y no entendía de reglas. Ruth pensó que el cáncer era como un terrorista. No había señales sutiles, únicamente devastación instantánea. La palabra sola bastaba para destruir.

– Ya hemos sacado el máximo a lo que estamos utilizando -dijo el médico-. Pero llega un momento en que es necesario un analgésico opiáceo más fuerte. Creo que sabe que hemos llegado a ese momento, Ruth. La hidromorfona ya no basta. No podemos aumentar la dosis. Tenemos que cambiar.

– Querría otra alternativa. -Ruth sabía que su voz era débil y odiaba lo que aquello revelaba sobre su mal. Se suponía que tenía que ser capaz de esconderse del dolor, y si no podía hacerlo, se suponía que tenía que esconder el dolor al mundo.

Se obligó a sonreír-. No sería tan malo sentir sólo los pinchazos. Habría un descanso entre uno y otro, ya me entiende. Tendría el recuerdo de qué sentía… durante esas pausas breves…, qué sentía antes.

– Otra sesión de quimio, entonces.

Ruth se mantuvo firme.

– Eso no.

– Entonces hay que pasar a la morfina. Es la única solución. -Se quedó mirándola desde el otro lado de la mesa, y pareció que el velo en los ojos que había estado protegiéndole caía un instante. Era como si el hombre estuviera desnudo ante ella, una criatura que sentía el dolor de demasiadas personas-. ¿De qué tiene miedo, exactamente? -Su voz era amable-. ¿De la quimio? ¿De los efectos secundarios?

Ella negó con la cabeza.

– ¿De la morfina, entonces? ¿La idea de la adicción? ¿Heroinómanos, fumaderos de opio, adictos dando cabezadas en los callejones?

De nuevo, Ruth negó con la cabeza.

– Entonces, ¿ del hecho de que la morfina sea lo último y lo que eso significa?

– No, en absoluto. Sé que me estoy muriendo. Eso no me da miedo. -Ver a Maman y a papá después de tanto tiempo, ver a Guy y poder decirle que lo sentía… ¿Por qué iba a darle miedo eso?, pensó Ruth. No obstante, quería tener el control y sabía cómo funcionaba la morfina: al final te arrebataba todo lo que tú mismo intentabas valerosamente liberar en un suspiro.

– Pero no es necesario morir con este sufrimiento, Ruth. La morfina…

– Quiero irme sabiendo que me voy -dijo Ruth-. No quiero ser un cadáver que respira en una cama.

– Ah. -El médico puso las manos encima de la mesa, las cruzó cuidadosamente y la luz se reflejó en su alianza-. Se ha hecho una imagen de la morfina, ¿verdad? La paciente comatosa y la familia reunida en torno a su cama observándola en su estado de máxima indefensión. Yace inmóvil y ni siquiera está consciente, es incapaz de comunicarse, piense en lo que piense.

Ruth sintió la llamada de las lágrimas, pero no contestó a ella. Como temía echarse a llorar, simplemente asintió con la cabeza.

– Es una imagen muy antigua -le dijo el médico-. Naturalmente, podemos convertirla en una imagen actual si es lo que quiere el paciente: una caída en el coma cuidadosamente orquestada, la muerte esperando al final del descenso. O bien podemos controlar la dosis para aliviar el dolor y que el paciente siga alerta.

– Pero si el dolor es demasiado intenso, la dosis tiene que ser la adecuada. Y sé lo que hace la morfina. No puede fingir que no debilita.

– Si tiene algún problema, si está demasiado soñolienta, lo equilibraremos con otra cosa: metilfenidato, un estimulante.

– Más pastillas. -La amargura que Ruth oyó en su voz igualaba al dolor que sentía en los huesos.

– ¿Qué alternativa hay aparte de lo que ya tiene, Ruth?

Ésa era la pregunta, y no tenía una respuesta fácil que pudiera aceptar de buen grado. Estaba morir por su propia mano, someterse a la tortura como un mártir cristiano o tomar morfina. Tendría que decidir.

Pensó en ello mientras tomaba un café en el Admiral de Saumarez Inn. Situado a sólo unos pasos de Berthelot Street, tenían la chimenea encendida, y Ruth encontró una mesa minúscula cerca que estaba vacía. Se sentó despacio en una silla y pidió el café. Se lo bebió lentamente, degustando su sabor amargo mientras contemplaba las llamas lamer ávidamente los troncos.

Ruth pensó cansinamente que no tendría que estar en semejante situación. De niña, pensaba que un día se casaría y formaría una familia, igual que otras niñas. Como mujer que había cumplido los treinta y luego los cuarenta sin que eso pasara, pensó que podría serle útil a su hermano, quien lo había sido todo para ella a lo largo de toda su vida. No estaba hecha para otras ocupaciones, se dijo. Viviría para Guy.

Pero con el paso del tiempo, vivir para Guy la puso cara a cara con la forma de vivir de Guy, y le había resultado una situación difícil de aceptar. Al final lo había conseguido, diciéndose que su hermano sólo reaccionaba a la pérdida prematura que había tenido que sufrir y a las responsabilidades infinitas que aquella pérdida había supuesto para él. Ella había sido una de esas responsabilidades, y él la había asumido con entusiasmo. Ruth le debía mucho, así que hizo la vista gorda hasta que sintió que no podía seguir haciéndolo.

Se preguntó por qué la gente reaccionaba como lo hacía a las dificultades con las que se topaba en la infancia. El reto de una persona se convertía en la excusa de otra; pero en cualquier caso, la infancia seguía siendo la razón que se escondía detrás de sus actos. Hacía tiempo que había comprendido este precepto sencillo cuando analizaba la vida de su hermano: sus ganas de triunfar y demostrar su valía estaban determinadas por la persecución y la pérdida prematuras; su forma de ir tras las mujeres incansable e interminablemente sólo era el reflejo de un niño privado del amor de su madre; su fracaso como padre solamente era el indicio de una relación paternal acabada antes de que pudiera florecer. Ruth sabía todo eso. Había reflexionado sobre ello. Pero en sus reflexiones, jamás había considerado cómo funcionaban los preceptos que gobernaban el papel de la infancia en las vidas de otras personas que no fueran Guy.

En la suya propia, por ejemplo: toda una existencia dominada por el miedo. La gente decía que volverían y nunca lo hicieron; ése era el telón de fondo frente al que había representado su papel en el drama en que se había convertido su vida. Sin embargo, no se podía funcionar en un clima de tanta inquietud, así que se buscaban formas para fingir que el miedo no existía. Un hombre podía marcharse, así que había que atarse al hombre que no pudiera hacerlo. Un niño podía crecer, cambiar y abandonar el nido, así que había que evitar esa posibilidad de la forma más sencilla: no teniendo hijos. El futuro podía traer retos que te adentraran en lo desconocido, así que había que vivir en el pasado: hacer de la vida un homenaje al pasado, convertirse en documentalista del pasado, celebrarlo, inmortalizarlo. En este sentido, vivir al margen del miedo tan sólo era, al fin y al cabo, otra forma de vivir al margen de la vida.

¿Tan malo era eso, sin embargo? Ruth creía que no, en especial cuando contemplaba adonde la habían llevado sus intentos de vivir dentro de la vida.