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– Quiero saber qué piensas hacer -le había dicho Margaret aquella mañana-. A Adrián le han arrebatado lo que le correspondía (desde más de un frente, y lo sabes), y quiero saber qué piensas hacer. No me importa cómo se las arregló, sinceramente, qué tipo de argucia legal utilizó. Me da igual. Sólo quiero saber cómo piensas arreglarlo, no si piensas arreglarlo; Ruth, sino cómo. Porque sabes adonde conducirá todo esto si no haces algo.

– Guy quería…

– Me importa un pimiento lo que creas que quería Guy, porque yo sé lo que quería: lo que siempre quiso. -Margaret avanzó hacia el tocador, donde estaba sentada Ruth, intentando dar un color artificial a su rostro-. Podría ser su hija, Ruth. Es incluso más joven que sus propias hijas, si me apuras. Alguien que ni remotamente estaba a su alcance: eso es lo que buscaba esta vez. Y tú lo sabes, ¿verdad?

A Ruth le tembló tanto la mano que no pudo girar el tubo del pintalabios para que subiera la barra. Margaret lo vio y se agarró a eso, interpretándolo como la respuesta que Ruth no pensaba ofrecerle abiertamente.

– Dios mío, tú lo sabías. -Margaret tenía la voz ronca-. Sabías que pretendía seducirla y no hiciste nada por evitarlo. En tu opinión, siempre en tu opinión, el pequeño Guy no podía equivocarse, independientemente de a quién hiciera daño.

“Ruth, yo lo deseo. Ella también lo desea.”

– ¿Qué importaba, al fin y al cabo, que simplemente fuera la última de una larguísima lista de mujeres que tenía que conseguir? ¿Qué importaba que, al conseguirla, llevara a cabo una traición de la que nadie se recuperaría? Siempre podía fingir que les estaba haciendo una especie de favor caballeroso. Ampliar su mundo, tomarlas bajo su protección, salvarlas de una mala situación, y las dos sabemos qué situación era ésa. Pero en realidad lo que siempre hizo fue alegrarse la vida de la forma más sencilla que encontró. Tú lo sabías. Lo viste. Dejaste que pasara, como si no tuvieras ninguna responsabilidad con nadie aparte de contigo misma.

Ruth bajó la mano. Le temblaba tanto que ya no podía utilizarla. Guy se había equivocado. Lo reconocía. Pero no era su intención. No lo había planeado de antemano… Ni siquiera había pensado en… No. No era esa clase de monstruo. Ella estaba allí un día, y a Guy se le abrió el cielo como le pasaba siempre que, de repente, se fijaba en alguien y, también de repente, sentía el deseo y pensaba que tenía que ser suya, porque “Es la definitiva, Ruth”. Y siempre era “la definitiva” para Guy, ésa era su forma de justificar todo lo que hacía. Así que Margaret tenía razón. Ruth había visto el peligro.

– ¿Mirabas? -le preguntó Margaret. Había estado observando a Ruth desde detrás, su reflejo en el espejo, pero ahora se puso a su lado para que Ruth tuviera que mirarla y, por si no lo hacía, Margaret le cogió el pintalabios de la mano-. ¿Era eso? ¿Tú participabas? Dejaste de estar en un segundo plano, la pequeña admiradora de Guy con sus bordados, y esta vez pasaste a ser una participante activa en la obra. ¿O quizá eras una mirona, un Polonio detrás del tapiz?

– ¡No! -gritó Ruth.

– Oh. Entonces sólo eras alguien que no se implicaba, hiciera lo que hiciese él.

– Eso no es cierto. -Tenía que soportar demasiado: el dolor físico, la pena profunda por la muerte de su hermano, ser testigo de sueños truncados, querer a demasiada gente enfrentada entre sí, ver la rueda de la pasión equivocada de Guy girando a unas revoluciones que no cambiaron nunca, ni siquiera al final, ni siquiera después de decir por última vez: “Es la definitiva de verdad, Ruth”. Porque no lo había sido, pero él tuvo que decirse que sí lo era, ya que si no lo hubiera hecho, habría tenido que enfrentarse a quién era él en realidad: un viejo que había tratado de recuperarse, sin conseguirlo, de toda una vida de dolor que nunca se había permitido sentir. No había ningún lujo en la frase “Prends soin de ta petite soeur”, la orden que se convirtió en el lema de un escudo familiar que solamente existía en la cabeza de su hermano. Así pues, ¿cómo podía pedirle cuentas? ¿Qué exigencias podía plantearle, qué amenazas?

Ninguna. Sólo podía intentar hacerle entrar en razón. Cuando la razón fracasó, porque estaba condenada al fracaso desde el momento en que volvió a decir: “Es la definitiva”, como si no hubiera hecho esa declaración miles de veces antes, Ruth supo que tendría que tomar otro camino para detenerle.

Sería un camino nuevo, que representaría un territorio aterrador e inexplorado para ella. Pero tenía que hacerlo.

Así que Margaret estaba equivocada, al menos en eso. No había interpretado el papel de Polonio, merodeando y escuchando, viendo que sus sospechas se confirmaban y, al mismo tiempo, obteniendo una satisfacción indirecta de algo que ella nunca tuvo. Lo supo. Intentó que su hermano entrara en razón. Cuando aquello no funcionó, actuó.

¿Y ahora…? Tenía que contemplar las consecuencias de lo que había hecho.

Ruth sabía que tenía que encontrar alguna forma de reparar aquello. Margaret querría que creyera que una indemnización adecuada era rescatar la herencia que le correspondía a Adrián del atolladero legal que Guy había creado para impedir que el joven la recibiera. Pero eso era porque Margaret quería una solución rápida a un problema que llevaba años gestándose. Como si una inyección de dinero en las venas de Adrián fuera la respuesta a lo que le afligía desde hacía tiempo, pensó Ruth.

En el Admiral de Saumarez Inn, Ruth se acabó el café y dejó el dinero en la mesa. Se puso el abrigo con cierta dificultad y, torpemente, se abrochó los botones y colocó la bufanda. Fuera lloviznaba, pero un rayo de sol en la dirección de Francia prometía una mejora en el tiempo a medida que transcurriera el día. Ruth esperaba que así fuera. Había ido a la ciudad y no había cogido paraguas.

Tuvo que subir la cuesta de Berthelot Street, y le costó trabajo. Se preguntó cuánto tiempo aguantaría y cuántos meses o incluso semanas le quedaban antes de verse postrada en la cama esperando la cuenta atrás definitiva. No mucho, confiaba.

Cerca del final de la subida, New Street giraba a la derecha en dirección al Tribunal de Justicia. Dominic Forrest tenía su despacho en esa zona.

Ruth entró y vio que el abogado acababa de regresar de algunas visitas. Podría atenderla si no le importaba esperar unos quince minutos. Tenía que devolver dos llamadas sumamente importantes. ¿Quería un café?

Ruth declinó el ofrecimiento. No se sentó porque no estaba segura de si podría volver a levantarse sin ayuda. Así que cogió una ejemplar de Country Life que encontró y miró las fotos sin verlas realmente.

El señor Forrest fue a buscarla al cabo de los quince minutos prometidos. Estaba serio cuando pronunció su nombre, y Ruth se preguntó si había estado observándola desde la puerta y evaluando cuánto tiempo más sería capaz de aguantar. A Ruth le parecía que una gran parte del mundo que la rodeaba la observaba ahora de esta manera. Cuanto más hacía por aparentar normalidad y fingir que la enfermedad no la afectaba, más personas parecían mirarla como si esperaran a que la mentira saliera a la luz.

Ruth tomó asiento en el despacho de Forrest, pues sabía lo extraño que sería que se quedara de pie durante toda la reunión. El abogado le preguntó si le importaba que él tomara un café… Llevaba horas despierto, porque había comenzado el día temprano y sentía que ya necesitaba una inyección de cafeína. ¿Quería al menos un trozo de gaché?

Ruth dijo que no, que no quería nada, porque acababa de tomarse un café en el Admiral de Saumarez. Sin embargo, esperó a que el señor Forrest se terminara la infusión y la rebanada de pan típico de la isla antes de anunciar la razón de su visita.

Le transmitió al abogado su confusión respecto al testamento de Guy. Había atestiguado sus testamentos anteriores, como bien sabía el señor Forrest, y había sido una sorpresa escuchar los cambios que había realizado en los legados: nada para Anaïs Abbott y sus hijos, el museo de la guerra olvidado, los Duffy ignorados. Y ver que había dejado menos dinero a sus propios hijos que a sus dos…, no encontraba la palabra y se decidió por “protegidos locales”…, era una situación de lo más desconcertante.