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– Habla lo voz de la experiencia -apuntó Deborah.

Cherokee esbozó una sonrisa extraña.

– Tu hermana cree que anoche saliste a engatusar a alguna mujer.

– Me dijo que te habías pasado. Me pregunté por qué.

– Anoche las cosas estaban un poco delicadas aquí.

– Lo que te hace disponible para un acercamiento. Una situación delicada es muy buena para un acercamiento. Coge más cruasán. Toma más café.

– ¿Para sellar nuestro matrimonio amazónico?

– ¿Lo ves? Ya empiezas a pensar como una sudamericana.

Se rieron amigablemente.

– Tendrías que haber venido más al condado de Orange. Habría estado bien.

– ¿Y así podrías haberme engatusado a mí?

– No. Eso lo estoy haciendo ahora.

Deborah se rio. Le tomaba el pelo, por supuesto. No la deseaba más de lo que deseaba a su propia hermana. Pero tenía que reconocer que ese coqueteo entre ellos, esa carga hombre-mujer, era agradable. Se preguntó cuánto tiempo hacía que había desaparecido de su matrimonio. Se preguntó si había desaparecido. Simplemente se lo preguntó.

– Quería que me aconsejaras -dijo Cherokee-. No he podido dormir una mierda esta noche intentando decidir qué debo hacer.

– ¿Acerca de qué?

– De llamar a mamá. China no quiere meterla en esto. No quiere que sepa nada. Pero yo creo que está en su derecho. Es nuestra madre. China dice que aquí no hará nada, y es verdad. Pero podría estar aquí, ¿no? La cuestión es que estaba pensando en llamarla. ¿Tú qué opinas?

Deborah lo pensó. En el mejor de los casos, la relación de China con su madre había sido como una tregua armada entre dos ejércitos enzarzados en una lucha sangrienta. En el peor, había sido una batalla campal. La aversión de China por su madre tenía sus raíces en una infancia de privación, la cual era fruto de la dedicación apasionada de Andromeda River a los temas sociales y medioambientales que habían provocado que desatendiera los temas sociales y medioambientales que afectaban directamente a sus propios hijos. En consecuencia, disponía de muy poco tiempo para Cherokee y China, quienes habían pasado sus años de formación en moteles de paredes finas donde el único lujo era una máquina de hielo junto al despacho del propietario. Desde que Deborah conocía a China, su amiga había acumulado un depósito profundo de ira contra su madre por las condiciones en las que había criado a sus hijos mientras no dejaba de agitar pancartas de protesta en favor de los animales en peligro, las plantas en peligro y los niños en peligro por condiciones no muy distintas a las que tenían que soportar sus dos hijos.

– Quizá deberías esperar unos días -sugirió Deborah-. China está muy nerviosa… ¿Quién no lo estaría? Si no quiere que esté aquí, tal vez sería mejor respetar sus deseos, al menos por ahora.

– Crees que se va a poner peor, ¿verdad?

Deborah suspiró.

– Está el tema del anillo. Ojalá no lo hubiera comprado.

– Yo siento lo mismo.

– Cherokee, ¿qué pasó entre ella y Matt Whitecomb?

Cherokee miró hacia el hotel y pareció examinar las ventanas del primer piso, donde las cortinas aún estaban corridas.

– La relación no iba a ningún lado. Ella era incapaz de verlo. Tenían lo que tenían, que no era mucho, y ella quería que fuera a más. Así es como se obligó a verlo.

– ¿Después de trece años no era mucho? -preguntó Deborah-. ¿Cómo puede ser?

– Puede ser porque los hombres somos unos cabrones. -Cherokee apuró el café y siguió hablando-. Será mejor que vuelva con ella, ¿vale?

– Claro.

– ¿Y tú y yo, Debs? Tenemos que esforzarnos más para sacarla de este lío. Lo sabes, ¿verdad? -Alargó la mano hacia ella y, por un momento, pareció que quería acariciarle el pelo o la cara. Pero dejó caer la mano sobre su hombro y lo apretó. Entonces se marchó en dirección a Clifton Street, a cierta distancia del Tribunal de Justicia, donde China sería juzgada si no hacían algo pronto para evitarlo.

Deborah regresó a la habitación del hotel. Allí descubrió que Simón estaba llevando a cabo uno de sus rituales matutinos. Sin embargo, por lo general, ella o su padre le ayudaban, y ponerse los electrodos él solo era delicado. Aun así, parecía haber conseguido colocárselos con bastante precisión. Estaba tumbado en la cama con el Guardian del día anterior y leía la primera plana mientras la electricidad estimulaba los músculos inútiles de su pierna para evitar que se atrofiaran.

Deborah sabía que era su principal vanidad. Pero también representaba las últimas muestras de esperanza de que algún día se descubriría algo que le permitiría volver a caminar con normalidad. Cuando llegara ese día, quería que su pierna fuera capaz de hacerlo.

Sentía mucha lástima por Simón cuando le sorprendía en un momento así. Sin embargo, él lo sabía y, como no soportaba dar pena a nadie, Deborah siempre se esforzaba en fingir que aquella actividad era tan normal como verle lavándose los dientes.

– Cuando me he despertado y he visto que no estabas -dijo Simón-, lo he pasado mal. He pensado que no habías vuelto en toda la noche.

Deborah se quitó el abrigo y fue hacia el hervidor eléctrico, lo llenó de agua y lo conectó. Puso dos bolsitas en la tetera.

– Estaba furiosa contigo, pero no tanto como para dormir en la calle.

– Ni por un momento he pensado que hayas dormido en la calle, precisamente.

Deborah giró la cabeza para mirarle, pero Simón estaba estudiando una página interior del periódico.

– Hablamos de los viejos tiempos. Cuando volví, ya estabas dormido. Y luego no podía dormir. Ha sido una de esas noches en que no paras de dar vueltas y vueltas en la cama. Me he levantado temprano y he salido a dar un paseo.

– ¿Hace buen día?

– Hace frío y está gris. Podríamos estar en Londres perfectamente.

– Diciembre -dijo él.

– Sí -contestó ella. Por dentro, sin embargo, estaba gritando: “¿Por qué diablos hablamos del tiempo? ¿Así acaban todos los matrimonios?”.

Como si le leyera el pensamiento y quisiera demostrarle que se equivocaba, Simón dijo:

– Al parecer el anillo es suyo, Deborah. No había ningún otro entre sus cosas en la sala de pruebas de la comisaría. No pueden estar seguros, por supuesto, hasta que…

– ¿Están sus huellas en el anillo?

– Aún no lo sé.

– Entonces…

– Habrá que esperar a ver.

– Crees que es culpable, ¿verdad? -Deborah percibió el resentimiento en su voz y, aunque intentó parecer como él (ser racional, reflexiva, centrarse en los hechos y no dejarse influir por sus sentimientos), no lo logró-. Nos estás ayudando muchísimo.

– Deborah -dijo Simón en voz baja-, ven aquí. Siéntate en la cama.

– Dios mío, no soporto que me hables así.

– Estás enfadada por lo de ayer. Mi forma de hablarte fue… Sé que fue equivocada, dura, cruel. Lo reconozco y te pido disculpas. ¿Podemos olvidarlo? Porque me gustaría contarte lo que he averiguado. Quería contártelo anoche. Te lo habría contado. Pero era una situación difícil. Me porté fatal y tú tenías derecho a largarte.

Era la primera vez que Simón reconocía haber dado un paso en falso en su matrimonio. Deborah se dio cuenta y se acercó a la cama, donde los músculos de las piernas de su marido vibraban por efecto de la actividad eléctrica. Se sentó en el borde del colchón.