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– Puede que el anillo sea suyo, pero eso no significa que China estuviera allí, Simón.

– Estoy de acuerdo. -Pasó a explicarle en qué había empleado el tiempo desde que se separaron en el jardín hundido.

La diferencia horaria entre Guernsey y California había posibilitado contactar con el abogado que había contratado a Cherokee River para que llevara los planos arquitectónicos al otro lado del océano. William Kiefer comenzó su conversación citando la confidencialidad entre abogado y cliente, pero se mostró dispuesto a colaborar en cuanto supo que el cliente en cuestión había sido asesinado en una playa de Guernsey.

Kiefer explicó a Simón que Guy Brouard lo había contratado para poner en marcha una serie de tareas bastante insólitas. Quería que localizara a alguien de absoluta confianza que estuviera dispuesto a llevar unos planos arquitectónicos importantes del condado de Orange a Guernsey.

Al principio, le dijo Kiefer a Simón, el encargo le pareció una idiotez, aunque no pronunció esa palabra en concreto durante la breve reunión que tuvo con el señor Brouard. ¿Por qué no utilizar una de las empresas de mensajería convencionales que se encargaban de hacer exactamente lo que Brouard quería y con un coste mínimo: FedEx, DHL, incluso UPS? Pero resultó que el señor Brouard era una mezcla enigmática de autoridad, excentricidad y paranoia. Tenía el dinero para hacer las cosas a su manera, le dijo a Kiefer, y su manera era asegurarse de conseguir lo que quería cuando lo quería. Llevaría él mismo los planos, pero sólo había ido al condado de Orange para ocuparse de dar las instrucciones para que se trazaran. No podía quedarse hasta que estuvieran listos.

Quería a una persona responsable para el encargo, dijo. Estaba dispuesto a pagar lo que hiciera falta para conseguirla. No confiaba en un hombre solo para el trabajo -al parecer, explicó Kiefer, Brouard tenía un hijo que era un fracasado, por lo que creía que ningún joven merecía la confianza de nadie- y no quería que una mujer viajara sola a Europa porque no le gustaba la idea de que una mujer viajara sola y no quería sentirse responsable si le pasaba algo. Así de anticuado era. Por lo tanto, acordaron que serían un hombre y una mujer juntos. Buscarían a una pareja casada de cualquier edad que cumpliera los requisitos.

Brouard, dijo Kiefer, era lo bastante excéntrico para ofrecer cinco mil dólares por el trabajo. Y era lo bastante tacaño para ofrecer sólo billetes en clase turista. Como la pareja en cuestión tendría que marcharse en cuanto los planos estuvieran listos, le pareció que la mejor fuente de potenciales mensajeros era la Universidad de California. Así que Kiefer puso allí el anuncio para el trabajo y esperó a ver qué pasaba.

Mientras tanto, Brouard le pagó sus honorarios y añadió los cinco mil dólares que se prometerían al mensajero. Ninguno de los dos cheques fue devuelto, y como Kiefer pensaba que la situación era extraña, se aseguró de que no era nada ilegal comprobando que el arquitecto era un arquitecto y no un fabricante de armas, un vendedor de plutonio, un traficante de drogas o un proveedor de productos químicos para una guerra biológica.

Porque, obviamente, continuó diciendo Kiefer, ninguno de ellos iba a enviar nada a través de un servicio de mensajería legal.

Pero el arquitecto resultó ser un hombre llamado Jim Ward, que incluso había ido al instituto con Kiefer y que le confirmó toda la historia: estaba recopilando un conjunto de planos arquitectónicos y alzados para el señor Guy Brouard, Le Reposoir, Saint Martin, isla de Guernsey. Brouard quería los planos y los alzados lo antes posible.

Así que Kiefer puso en marcha los mecanismos para cumplir con su parte. Se presentaron un montón de personas para el trabajo, y de entre ellas eligió a un hombre llamado Cherokee River. Era mayor que los demás, le explicó Kiefer, y estaba casado.

– Fundamentalmente -concluyó Simón-, William Kiefer me confirmó la historia de los River hasta la última coma, signo de interrogación y punto final. Era una forma extraña de hacer las cosas, pero tengo la impresión de que a Brouard le gustaba hacer las cosas de forma extraña. Desconcertar a la gente le daba el control. Es algo importante para los ricos. En general, así es como se hicieron ricos, para empezar.

– ¿Sabe la policía todo esto?

Simón negó con la cabeza.

– Pero Le Gallez tiene todos los papeles. Supongo que está a un paso de averiguarlo.

– Entonces, ¿la dejará libre?

– ¿Porque la historia que ha contado China cuadra? -Simón alargó la mano hacia la caja de los electrodos. Apagó el aparato y comenzó a quitarse los cables-. No lo creo, Deborah, a menos que encuentre algo que señale claramente a otra persona. -Cogió las muletas del suelo y se levantó de la cama.

– ¿Y hay algo que señale a otra persona?

En lugar de contestar, Simón se tomó su tiempo para colocarse el aparato ortopédico en la pierna, que estaba junto al sillón de debajo de la ventana. A Deborah le pareció que esa mañana los ajustes eran innumerables y que pasó un eternidad antes de que estuviera vestido, de pie y dispuesto a continuar la conversación.

– Pareces preocupada -dijo entonces.

– China se pregunta por qué no has… Bueno, da la impresión de que no quieres conocerla. Cree que tienes un motivo para guardar las distancias. ¿Lo tienes?

– A primera vista, tiene lógica que la eligieran a ella para tenderle una trampa y endilgarle el crimen: al parecer, ella y Brouard pasaron tiempo a solas; parece bastante fácil que alguien pudiera coger su capa, y cualquiera que tuviera acceso a su habitación también lo tendría a su pelo y a sus zapatos. Pero un asesinato premeditado requiere un móvil. Y se mire por donde se mire, ella no tenía móvil.

– Aun así, puede que la policía crea…

– No. Saben que no tiene móvil. Eso nos facilita las cosas.

– ¿Para encontrar a alguien que lo tuviera?

– Sí. ¿Por qué alguien planea un asesinato? Por venganza, celos, chantaje o ganancia material. Yo diría que tenemos que dirigir nuestras energías hacia ahí.

– Pero el anillo… Simón, ¿y si finalmente se confirma que es de China?

– Hay que trabajar deprisa.

Capítulo 17

Margaret Chamberlain agarraba con fuerza el volante mientras regresaba a Le Reposoir. Eso le permitía concentrarse, consciente del esfuerzo que exigía ejercer la presión adecuada. Aquello, a su vez, le permitía mantenerse presente en el Range Rover para dirigirse hacia el sur por la bahía de Belle Greve sin pensar en su encuentro con lo que en teoría era la familia Fielder.

Encontrarlos había sido fáciclass="underline" sólo aparecían dos Fielder en el listín, y uno de ellos vivía en Alderney. El otro residía en la Rué des Lierres, en una zona entre Saint Peter Port y Saint Sampson. Encontrar el lugar en el mapa no había supuesto ninguna dificultad. Encontrarlo en la realidad, sin embargo, había sido otro asunto, puesto que esta parte de la ciudad -llamada Bouet- estaba tan mal señalizada como mal diseñada.

A Margaret esta zona de Bouet le recordó demasiado a su lejano pasado en una familia con seis hijos que no sólo no llegaba a fin de mes, sino que no sabía qué era eso. En Bouet vivían los habitantes marginales de la sociedad de la isla, y las casas eran iguales a las que tenía este tipo de gente en todas las ciudades de Inglaterra. Aquí se veían viviendas adosadas horribles con puertas estrechas, ventanas de aluminio y revestimientos oxidados. En lugar de arbustos, había bolsas de basura a reventar, y en lugar de parterres, los pocos céspedes que había estaban cubiertos de escombros.

Mientras Margaret se bajaba del coche, dos gatos se bufaron por quedarse con un trozo de pastel de cerdo que había en una alcantarilla. Un perro hurgaba en un cubo de basura volcado. Unas gaviotas comían los restos de una barra de pan en un césped. Se estremeció al ver todo aquello, incluso sabiendo que sugería que dispondría de una clara ventaja en la conversación que se acercaba. Era evidente que los Fielder no estaban en posición de contratar a un abogado que les explicara sus derechos. No debería resultarle muy difícil, pensó, arrebatarles lo que correspondía a Adrián.