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Adrián no protestó cuando levantó el edredón y destapó sus piernas. No se movió mientras le examinaba las plantas de los pies en busca de señales que le dijeran que había salido durante la noche. Las cortinas y la ventana sugerían que había tenido un episodio. Nunca se había subido a un alféizar o un tejado en mitad de la noche, pero su subconsciente no siempre se regía por lo que hacían o dejaban de hacer las personas racionales.

– Por lo general, los sonámbulos no ponen en peligro su vida -le habían dicho a Margaret-. Hacen de noche lo mismo que harían de día.

Esa era la cuestión precisamente, pensó Margaret sombríamente.

Pero si Adrián había caminado por fuera de la habitación y no sólo por dentro, no había rastro de ello en sus pies. Tachó el sonambulismo de la lista de problemas potenciales en la evaluación psicológica de su hijo y pasó a comprobar la cama. No se esforzó por ser delicada cuando puso las manos alrededor de las caderas de Adrián, en busca de zonas mojadas en las sábanas y el colchón. Le alivió ver que no había ninguna. Así que ahora podía ocuparse del coma despierto. Así denominaba ella las caídas periódicas de su hijo en un trance diurno.

Hubo un tiempo en que lo hacía con delicadeza. Era su pobre niño, su queridísimo pequeñín, tan distinto a sus otros hijos robustos y triunfadores, tan sensible a todo lo que sucedía a su alrededor. Lo despertaba de su estado crepuscular acariciándole suavemente las mejillas. Le masajeaba la cabeza hasta que se despertaba y le hacía regresar a la tierra con murmullos.

Pero ahora no. El hermano de Paul Fielder le había exprimido la leche de la amabilidad y la preocupación maternales. Si Adrián hubiera ido con ella a Bouet, nada de lo que había tenido lugar allí habría sucedido. No importaba que como hombre fuera un inútil total, su presencia en la casa de los Fielder como ser humano -como testigo, al menos- habría servido sin duda para frenar la agresión del hermano de Paul Fielder.

Margaret cogió el edredón y destapó el cuerpo de su hijo de un tirón. Arrojó el edredón al suelo y luego quitó con brusquedad la almohada de debajo de la cabeza de su hijo.

– Ya basta. Hazte cargo de tu vida -le dijo cuando parpadeó.

Adrián miró a su madre, luego a la ventana, luego otra vez a su madre, luego al edredón en el suelo. No tembló de frío. No se movió.

– ¡Sal de la cama! -gritó Margaret.

Entonces se despertó del todo.

– ¿He…? -dijo, en referencia a la ventana.

– ¿Tú qué crees? Sí y no -dijo Margaret, en referencia a la ventana y a la cama-. Vamos a contratar a un abogado.

– Aquí los llaman…

– Me importa un bledo cómo los llamen aquí. Voy a contratar a uno y quiero que vengas conmigo. -Fue al armario y encontró su batín. Se lo lanzó y cerró la ventana mientras Adrián se levantaba por fin de la cama.

Cuando se dio la vuelta, él la estaba mirando, y por su expresión supo que estaba plenamente consciente y que por fin reaccionaba al hecho de que hubiera invadido su habitación. Era como si la conciencia de que hubiera examinado su cuerpo y su entorno fuera filtrándose lentamente en su mente, y Margaret vio lo que se avecinaba: esa comprensión incipiente y lo que la acompañaba. Aquello dificultaría el trato con él, pero Margaret siempre había sabido que podía vencer fácilmente a su hijo.

– ¿Has llamado antes de entrar? -le preguntó él.

– No seas ridículo. ¿Tú qué crees?

– Contéstame.

– No te atrevas a hablar así a tu madre. ¿Sabes por lo que he pasado esta mañana? ¿Sabes dónde he estado? ¿Sabes por qué?

– Quiero saber si has llamado.

– Escúchate. ¿Tienes idea de lo que pareces?

– No cambies de tema. Tengo derecho…

– Sí, tienes derecho. Y eso es lo que he estado haciendo desde primera hora: ocuparme de tus derechos, intentando recuperarlos, intentando, aunque ni siquiera me des las gracias, hacer entrar en razón a la gente que te los ha arrebatado.

– Quiero saber…

– Pareces un niño de dos años lloriqueando. Para ya. Sí, he llamado. He aporreado la puerta. He gritado. Y si crees que pensaba irme y esperar a que salieras de tu pequeño mundo de fantasía, ya puedes quitártelo de la cabeza. Estoy harta de esforzarme por ti cuando tú no muestras ningún interés en hacerlo. Vístete. Vas a hacer algo ahora, o se acabó.

– Pues que se acabe.

Margaret avanzó hacia su hijo, agradecida de que hubiera heredado la estatura de su padre y no la suya. Le sacaba seis centímetros, casi siete. Esta vez los aprovechó.

– Eres imposible. Te das por vencido. ¿Tienes idea de lo poco atractivo que es eso, de cómo hace sentir a una mujer?

Adrián se acercó a la cómoda, donde había dejado un paquete de Benson and Hedges. Lo sacudió, sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una buena calada y no dijo nada durante un momento. La indolencia de sus movimientos era la provocación personificada.

– ¡Adrián! -Margaret se oyó gritar, y experimentó el horror de parecer su madre: esa voz de mujer de la limpieza teñida de desesperanza y miedo, que había que ocultar con ira-. Contéstame, maldita sea. No voy a aceptarlo. He venido a Guernsey para asegurarte un futuro y no tengo ninguna intención de quedarme aquí parada permitiendo que me trates como…

– ¿Qué? -Adrián se dio la vuelta hacia ella-. ¿Como qué? ¿Como un mueble que van moviendo de un lado a otro? ¿Como me tratas tú a mí?

– Yo no…

– ¿Crees que no sé a qué viene todo esto, a qué ha venido siempre? Se trata de lo que tú quieres, de lo que tú planeas.

– ¿Cómo puedes decir eso? He trabajado como una negra. He organizado. He dispuesto. Durante más de media vida, he vivido para que convirtieras la tuya en algo de lo que pudieras sentirte orgulloso, para que fueras igual que tus hermanos y hermanas, para que te convirtieras en un hombre.

– No me hagas reír. Has trabajado para convertirme en un inútil y, ahora que lo soy, estás trabajando para que te deje en paz. ¿Crees que no lo veo? ¿Crees que no lo sé? Es lo que has estado buscando desde que te bajaste del avión.

– Eso no es cierto. Peor aún, es despiadado, desagradecido, y lo dices para…

– No. Si quieres que participe en la obtención de lo que deseas que obtenga, vamos a asegurarnos de que hablamos el mismo idioma. Quieres que tenga ese dinero para poder librarte de mí. “Basta de excusas, Adrián. Ahora estás solo.”

– No es verdad.

– ¿Crees que no sé que soy un perdedor, que da vergüenza tenerme cerca?

– No hables así de ti. ¡No hables así nunca!

– Con una fortuna en mis manos, se acabaron las excusas. Desaparezco de tu casa y de tu vida. Incluso tengo dinero para ingresar en un manicomio, si de eso se trata.

– Quiero que tengas lo que te mereces. Dios santo, ¿acaso no lo ves?

– Lo veo -contestó-. Créeme. Lo veo. Pero ¿qué te hace pensar que no tengo lo que merezco? Ya lo tengo, madre. Ahora. Ya.

– Eres su hijo.

– Sí. Esa es la cuestión: su hijo.

Adrián se quedó mirándola un buen rato. A Margaret se le ocurrió que le estaba mandando un mensaje, y sintió la intensidad del mismo en la mirada, por no decir en las palabras. De repente, le pareció que se convertían en dos extraños, dos personas con un pasado que no guardaba ninguna relación con el momento presente, en el que sus vidas se habían cruzado por casualidad.

No obstante, sentir esa extrañeza y distancia daba seguridad. Cualquier otra cosa entrañaba el peligro de fomentar que lo impensable invadiera sus pensamientos.

– Vístete, Adrián -dijo Margaret con calma-. Nos vamos a la ciudad. Tenemos que contratar a un abogado y no hay tiempo que perder.

– Soy sonámbulo -dijo él, y al fin pareció que, por lo menos, estaba ligeramente angustiado-. Hago todo tipo de cosas.