– Pero usted no será el único vidriero de la isla. Con todos los invernaderos que he visto, no sería posible.
– No soy el único -reconoció Moullin-. Soy el mejor. Los Brouard lo sabían.
– ¿Así que era lógico que le contrataran a usted para el museo de la guerra?
– Podría decirse que sí.
– Sin embargo, tengo entendido que nadie sabía qué diseño arquitectónico iba a tener el edificio, hasta la noche de la fiesta. Así que para que usted pudiera hacer los dibujos con antelación… ¿Los hizo según los planos del arquitecto local? He visto su maqueta, por cierto. Sus dibujos parecen adecuarse a su diseño.
Moullin tachó otra cifra de la lista de la servilleta de papel y dijo:
– ¿Ha venido a hablar de ventanas?
– ¿Por qué sólo una? -preguntó Saint James.
– ¿Una qué?
– Hija. Usted tiene tres, pero Brouard sólo ha recordado a una en su testamento: Cynthia Moullin. Es… ¿qué? ¿Es la mayor?
Moullin cogió otra placa de cristal y realizó dos cortes más. Utilizó el metro para confirmar el resultado.
– Cyn es la mayor -dijo.
– ¿Tiene idea de por qué la eligió a ella? ¿Cuántos años tiene, por cierto?
– Diecisiete.
– ¿Ha acabado ya el colegio?
– Está estudiando un módulo en Saint Peter Port. Él le sugirió que fuera a la universidad. Es lista, pero aquí no hay. Tendría que ir a Inglaterra. Y eso cuesta dinero.
– Y usted no lo tenía, imagino. Y ella tampoco.
“Hasta que murió Brouard.” La frase flotó entre ellos como el humo de un cigarrillo invisible.
– Eso es. Era todo cuestión de dinero, sí. Qué suerte hemos tenido. -Moullin dio la espalda a la mesa para mirar a Saint James-. ¿Es todo lo que quería saber, o hay más?
– ¿Tiene idea de por qué sólo se recuerda a una de sus hijas en el testamento?
– No.
– Las otras dos también se beneficiarían de una educación superior, ¿no?
– Cierto.
– ¿Entonces…?
– No tenían la edad. Aún no iban a ir a la universidad. Todo a su debido tiempo.
Este comentario señaló la falta de lógica general de lo que estaba sugiriendo Moullin, y Saint James lo aprovechó.
– Sin embargo, el señor Brouard no podía imaginar que moriría, ¿no? Tenía sesenta y nueve años, por lo que no era un hombre joven; pero según todos los informes, gozaba de buena salud. ¿No es así? -No esperó a que Moullin respondiera-. Así que si Brouard quería que su hija mayor estudiara con el dinero que iba a dejarle… ¿Cuándo se supone que tenía que estudiar, según usted? A Brouard aún podían quedarle veinte años, o más.
– A menos que le matáramos nosotros, por supuesto -dijo Moullin-. ¿No es ahí adonde quiere ir a parar?
– ¿Dónde está su hija, señor Moullin?
– Oh, vamos, hombre. Tiene diecisiete años.
– Entonces, ¿está aquí? ¿Podría hablar con…?
– Está en Alderney.
– ¿Haciendo qué?
– Cuidando a su abuela, o escondiéndose de la poli. Lo que usted prefiera. A mí me da igual. -El hombre reanudó su trabajo, pero Saint James vio que le latía una vena en la sien, y cuando realizó el siguiente corte en la placa de cristal, se pasó de la marca. Soltó un taco y tiró las piezas inútiles en un cubo de basura.
– En su trabajo no puede permitirse cometer muchos errores -observó Saint James-. Imagino que le saldría caro.
– Bueno, me está usted distrayendo, ¿no? -replicó Moullin-. Así que si no hay nada más, tengo trabajo que hacer y poco tiempo.
– Entiendo por qué el señor Brouard dejó dinero a un chico llamado Paul Fielder -dijo Saint James-. Brouard era su mentor, a través de una organización de la isla, AAPG. ¿Ha oído hablar de ella? Así que había un acuerdo formal para su relación. ¿Su hija también le conoció así?
– Cyn no tenía ninguna relación con él, ni a través de AAPG ni a través de nada -dijo Henry Moullin. Y, al parecer, decidió no seguir trabajando, a pesar de lo que había dicho antes. Comenzó a guardar las herramientas y el metro en su lugar correspondiente, cogió una escobilla y barrió los minúsculos fragmentos de cristal de la mesa de trabajo-. Tenía sus caprichos, y eso era Cyn: un capricho hoy, otro mañana; una especie de “puedo hacer esto, puedo hacer aquello y puedo hacer lo que me plazca porque tengo el dinero para disfrazarme de Papá Noel en Guernsey si me da la gana”. Cyn tuvo suerte, como si fuera el juego de las sillas y ella estuviera en el lugar adecuado cuando paró la música. Otro día, y podría haberle tocado a una de sus hermanas. Otro mes, y es lo que habría pasado seguramente. Así fue la cosa. La conocía mejor que a las otras chicas porque ella andaba por los jardines cuando yo trabajaba, o pasaba a ver a su tía.
– ¿Su tía?
– Val Duffy, mi hermana. Me ayuda con las niñas.
– ¿Cómo?
– ¿Qué quiere decir “cómo”? -preguntó Moullin. Era evidente que el hombre estaba llegando a su límite-. Las niñas necesitan a una mujer en su vida. ¿Quiere que le explique por qué, o se lo puede imaginar usted sólito? Cyn iba a verla y hablaban. De cosas de chicas, ¿vale?
– ¿Cambios en su cuerpo? ¿Problemas con los chicos?
– No lo sé. Yo no meto las narices en lo que no debo; me ocupo de lo mío, no de sus asuntos. Agradecía que Cyn tuviera una mujer con quien hablar y que esa mujer fuera mi hermana.
– ¿Una hermana que le informaría si surgía algún problema?
– No había ningún problema
– Pero tenía caprichos.
– ¿Qué?
– Brouard. Ha dicho que tenía sus caprichos. ¿Cynthia era uno de ellos?
Moullin se puso violeta. Avanzó un paso hacia Saint James.
– Maldita sea. Debería… -Se contuvo. Pareció hacer un gran esfuerzo-. Está hablando de una niña -dijo-. No es una mujer hecha y derecha. Es una niña.
– No sería la primera vez que un viejo se encapricha de una chica.
– Está tergiversando mis palabras.
– Pues acláremelas.
Moullin se tomó su tiempo. Se apartó. Miró hacia el otro lado del granero, a sus creativas piezas de cristal.
– Ya se lo he dicho. Tenía caprichos. Algo llamaba su atención y lo tocaba con su varita mágica. Hacía que se sintiera especial. Entonces, otra cosa llamaba su atención y movía la varita mágica hacia otro lado. Así era él.
– ¿La varita mágica era el dinero?
Moullin negó con la cabeza.
– No siempre.
– Entonces, ¿qué?
– La confianza -dijo él.
– ¿Qué clase de confianza?
– La confianza en ti mismo. Se le daba bien. El problema era que empezabas a pensar que con un poco de suerte tal vez su confianza en ti generaría algo.
– Dinero.
– Una promesa. Como si te dijeran: “Puedo ayudarte si trabajas mucho; pero primero tienes que hacerlo, trabajar mucho, y luego ya veremos qué hacemos”. Sólo que nadie lo dijo nunca, no exactamente. Sin embargo, de algún modo, aquel pensamiento se instalaba en tu mente.
– ¿En la suya también?
– En la mía también -dijo Moullin suspirando.
Saint James pensó en lo que había averiguado sobre Guy Brouard, sobre los secretos que tenía, sobre sus planes de futuro, sobre lo que cada persona parecía creer sobre él y sobre esos planes. Tal vez, pensó Saint James, estos aspectos del difunto -que, por otro lado, podían ser simples reflejos del capricho de un emprendedor adinerado- eran en realidad síntomas de una conducta más amplia y perjudiciaclass="underline" un juego de poder estrambótico. En este juego, un hombre influyente que ya no estaba al frente de un negocio de éxito seguía ejerciendo una forma de control sobre las personas, y el ejercicio de ese control era el objetivo final del juego. Las personas se convertían en piezas de ajedrez, y el tablero representaba sus vidas. Y el jugador principal era Guy Brouard.
¿Bastaría eso para matar a alguien?
Saint James supuso que la respuesta a esa pregunta residía en lo que cada persona hacía a raíz de la confianza que Brouard supuestamente había depositado en ella. Examinó el granero una vez más y vio parte de la respuesta en las piezas de cristal cuidadas diligentemente y en el horno y las cañas que no recibían las mismas atenciones.