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– Imagino que le hizo tener confianza en usted mismo como artista -observó-. ¿Fue eso lo que pasó? ¿Brouard le animó a vivir su sueño?

De repente, Moullin empezó a caminar hacia la puerta del granero, donde apagó las luces y su silueta quedó recortada en la luz del día. Era una figura enorme, definida no sólo por la ropa abultada que llevaba, sino también por su fuerza de toro. Imaginó que no le habría costado mucho trabajo destruir la labor de sus hijas en el jardín.

Saint James lo siguió. Fuera, Moullin cerró de golpe la puerta del granero y pasó el candado por la aldabilla gruesa de metal.

– Hacer que las personas se creyeran más de lo que son, eso hacía. Si decidían dar pasos que tal vez no habrían dado si él no los hubiera convencido… Bueno, supongo que eso es cosa de cada uno. Si uno decide esforzarse y arriesgarse, no hay que ir culpando a los demás, ¿no?

– La gente no se esfuerza si no cree que la empresa tendrá éxito -dijo Saint James.

Henry Moullin miró hacia el jardín, donde las conchas destrozadas cubrían el césped como si fuera nieve.

– Se le daban bien las ideas, tenerlas y darlas. Y nosotros… A nosotros se nos daba bien confiar.

– ¿Conocía usted los términos del testamento del señor Brouard? -preguntó Saint James-. ¿Los conocía su hija?

– ¿Me está preguntando si le matamos? ¿Nos lo cargamos antes de que cambiara de opinión? -Moullin se metió la mano en el bolsillo. Sacó un juego de llaves que parecían pesadas. Empezó a caminar por el sendero que llevaba a la casa, pisando la gravilla y las conchas. Saint James caminaba a su lado, no porque esperara que Moullin se explayara en el tema que él mismo había sacado, sino porque había vislumbrado algo entre las llaves del hombre y quería asegurarse de que era lo que creía que era.

– El testamento -dijo-. ¿Conocía sus términos?

Moullin no contestó hasta que llegaron al porche e insertó la llave en la cerradura de la puerta. Se dio la vuelta para contestar.

– No sabíamos nada del testamento de nadie -dijo Moullin-. Que pase usted un buen día.

Se giró de nuevo hacia la puerta, entró y el cerrojo de la puerta chasqueó ruidosamente tras él. Pero Saint James había visto lo que quería ver. Una pequeña piedra agujereada colgaba del llavero que sujetaba las llaves de Henry Moullin.

Simón Saint James se alejó de la casa. No era tan estúpido para creer que había oído todo lo que tenía que decir Henry Moullin, pero sabía que en esos momentos no podía seguir presionando. Aun así, se detuvo un momento en el sendero y miró la Casa de las Conchas: las cortinas corridas para evitar la luz del sol, la puerta cerrada a cal y canto, el jardín destrozado. Reflexionó sobre qué quería decir tener caprichos. Pensó en el poder que daba a alguien conocer los sueños de otra persona.

Mientras miraba, sin centrarse en nada en especial, un movimiento en la casa llamó su atención. Buscó dónde y se fijó en una ventana pequeña.

Dentro de la casa, una figura en el cristal recolocó rápidamente la cortina en su lugar, aunque no antes de que Saint James vislumbrara un pelo rubio y viera desaparecer una forma diáfana. En otras circunstancias, tal vez habría pensado que se trataba de un fantasma. Pero una luz dentro de la habitación iluminó brevemente el cuerpo inconfundible de una mujer mucho más corpórea.

Capítulo 18

Paul Fielder se sintió tremendamente aliviado al ver a Valerie Duffy cruzando el césped a toda velocidad. El abrigo negro que llevaba se abría mientras corría, y el que no se lo hubiera abrochado le demostró a Paul que estaba de su parte.

– Eh, usted -gritó la mujer mientras el policía agarraba a Paul del hombro y Taboo agarraba al policía de la pierna-. ¿Qué le está haciendo? Es nuestro Paul. Es de aquí.

– Entonces, ¿por qué no quiere identificarse? -El policía llevaba un bigote muy poblado, observó Paul, y se le había quedado pegado un trozo de cereal del desayuno, que temblaba cuando hablaba. Paul miró fascinado cómo el copo de maíz se movía de un lado para otro como si fuera un escalador colgado de un acantilado peligroso.

– Ya le he dicho yo quién es -dijo Valerie Duffy-. Se llama Paul Fielder y es de aquí. Taboo, para. Suelta al hombre malo. -Encontró el collar del perro y lo apartó de la pierna del policía.

– Debería detenerlos a los dos por agresión. -El hombre soltó a Paul con un empujón que lo mandó hacia Valerie. Aquello hizo que Taboo empezara a ladrar otra vez.

Paul se arrodilló junto al perro y enterró la cara en el pelo apestoso de su cuello. Con aquel gesto, Taboo dejó de ladrar. Sin embargo, siguió gruñendo.

– La próxima vez -dijo el hombre del bigote-, te identificas cuando te lo pidan, chico. Si no, te meteré en la cárcel en un santiamén… Y al perro lo sacrifico. Es lo que tendría que pasarle por lo que me ha hecho. Mira los pantalones. Tengo un agujero. ¿Lo ves? Podría haber sido la pierna. La piel, chico. Sangre. ¿Está vacunado? ¿Dónde tienes los papeles? Quiero que me los enseñes ahora mismo.

– No seas estúpido, Trev Addison -dijo Valerie con voz severa-. Sí, sé quién eres. Fui al colegio con tu hermano. Y sabes tan bien como yo que nadie va por ahí con los papeles de su perro encima. De acuerdo, te has llevado un susto y el chico también. El perro también. Dejémoslo ahí y no empeoremos las cosas.

Paul se percató de que escuchar su nombre pareció tranquilizar al policía, porque lo miró a él y al perro y a Valerie y luego se ajustó el uniforme y se limpió los pantalones.

– Tenemos nuestras órdenes -dijo.

– Sí -dijo Valerie-, y queremos que las sigas. Pero ven conmigo y te zurciré los pantalones. Puedo arreglártelos en un abrir y cerrar de ojos, y podemos olvidarnos del resto.

Trev Addison miró hacia el sendero, donde uno de sus compañeros estaba inclinado sobre los arbustos, apartándolos. Parecía un trabajo tedioso del que cualquiera querría tomarse diez minutos de descanso.

– No lo sé, porque debería…

– Ven conmigo -dijo Valerie-. Puedes tomar un té.

– ¿En un abrir y cerrar de ojos, dices?

– Tengo dos hijos hechos y derechos, Trev. Tardo menos en zurcirte el pantalón que tú en tomarte un té.

– No se hable más -contestó, y le dijo a Paul-: Y tú vete de aquí, ¿me oyes? La policía está trabajando en estos jardines.

– Ve a la cocina de la casa grande, cariño -le dijo Valerie a Paul-. Prepárate un chocolate caliente. También hay galletas de jengibre recién hechas. -Se despidió de él asintiendo con la cabeza y se marchó cruzando el césped, con Trev Addison detrás de ella.

Paul esperó, clavado donde estaba, hasta que desaparecieron en la casa de los Duffy. Notó que el corazón le latía con fuerza y apoyó la frente en el lomo de Taboo. El olor a humedad del perro era tan bien recibido y familiar como cuando de niño tenía fiebre y su madre le acariciaba la mejilla.

Cuando por fin se le tranquilizó el corazón, levantó la cabeza y se frotó la cara. Al agarrarle el policía, se le había caído la mochila del hombro, y ahora yacía tirada en el suelo. La recogió y se marchó hacia la casa.

Fue detrás, como siempre. Había mucha actividad. Paul nunca había visto a tantos policías juntos en un mismo sitio -aparte de en la tele- y se detuvo justo pasado el pabellón acristalado e intentó entender qué estaban haciendo. Un registro, sí. Eso sí lo veía. Pero no imaginaba por qué. Pensó que alguien habría perdido algo de valor el día del funeral, cuando todo el mundo fue a Le Reposoir para asistir al entierro y luego a la recepción. Sin embargo, aunque parecía probable, no lo parecía que la mitad del cuerpo de policía estuviera buscando ese algo. Tendría que pertenecer a alguien tremendamente importante, y la persona más importante de la isla era la que había muerto. ¿De quién podía tratarse? Paul no lo sabía y no podía imaginárselo. Entró en la casa.