– ¡Adrián! ¡Adrián! ¡Por el amor de Dios, Adrián!
Y como la mujer ya no centraba su atención ni en él ni en el perro, Paul notó que sus extremidades reaccionaban y empezaban a moverse.
Se lanzó hacia Taboo y lo cogió, dejando caer la mochila al suelo. Arrastró al perro hacia los fogones y tocó los controles para apagar el fuego. Mientras tanto, el perro seguía ladrando, la mujer seguía chillando y alguien bajaba las escaleras de la parte de atrás.
Paul apartó el cazo del fuego para llevarlo al fregadero; pero como sujetaba con una mano al perro, que intentaba escapar, no tenía mucho equilibrio. Se le volcó el cazo, el líquido caliente acabó en el suelo y Taboo acabó donde estaba al principio: a unos centímetros de la vikinga, como si quisiera merendársela. Paul fue a por él y lo alejó de allí a rastras. Taboo siguió ladrando como un poseso.
Adrián Brouard irrumpió en la cocina.
– ¿Qué diablos…? -dijo ante aquel alboroto. Y luego gritó-: ¡Taboo! ¡Basta! ¡Calla!
– ¿Conoces a este animal? -gritó la vikinga. Y a Paul no le quedó claro si se refería a él o al perro.
Tampoco le importaba, porque Adrián Brouard conocía a los dos.
– Es Paul Fielder, el chico que papá…
– ¿Éste? -La mujer miró a Paul-. Este mugriento… -Parecía que no encontraba la palabra que describiera al intruso de la cocina.
– Éste -dijo Adrián. Había bajado sólo con el pantalón del pijama y las zapatillas de andar por casa, como si lo hubieran sorprendido vistiéndose por fin. Paul no podía imaginar que alguien no estuviera arreglado y activo a esas horas.
“Aprovecha el día, mi príncipe. Nunca se sabe si habrá otro.”
A Paul se le llenaron los ojos de lágrimas. Podía escuchar su voz. Podía notar su presencia con la misma intensidad que si estuviera en la cocina. Él habría solucionado aquello en un momento: habría tendido una mano a Taboo y la otra a Paul y habría dicho con su voz tranquilizadora: “¿Qué está pasando aquí?”.
– Dile a ese animal que se calle -le dijo Adrián a Paul, aunque los ladridos de Taboo se habían transformado en gruñidos-. Si muerde a mi madre, tendrás problemas.
– Más de los que ya tienes -le espetó la vikinga-. Que son muchos, permíteme que te diga. ¿Dónde está la señora Duffy? ¿Te ha dejado entrar ella? -Y entonces gritó-: ¡Valerie! ¡Valerie Duffy! Ven aquí inmediatamente.
A Taboo no le gustaban los gritos, pero la estúpida mujer aún no lo había entendido. En cuanto alzó la voz, el perro empezó a ladrar de nuevo. No quedaba más remedio que sacarlo de la cocina enseguida, pero Paul no podía hacer eso, limpiar la leche derramada y coger la mochila simultáneamente. Sintió un retortijón de angustia. Notó que le estallaba la cabeza. Sabía que iba a explotar de un momento a otro, así que tomó una decisión.
Detrás de Adrián y su madre, había un pasillo que acababa en una puerta que daba al huerto. Paul empezó a tirar de Taboo en aquella dirección mientras la vikinga decía:
– Ni se te ocurra marcharte sin limpiar este desastre, jovencito repugnante.
Taboo gruñó. Los Brouard retrocedieron. Paul logró arrastrar al perro por el pasillo sin que volviera a ladrar -a pesar de que la vikinga chilló: “¡Vuelve aquí de inmediato!”- y lo echó fuera, al huerto en barbecho. Cerró la puerta y sacó fuerzas de flaqueza cuando Taboo aulló para protestar.
Paul sabía que el perro sólo intentaba protegerle. También sabía que cualquier persona con dos dedos de frente lo habría entendido. Pero el mundo no era un lugar donde pudiera esperarse que la gente tuviera dos dedos de frente, ¿verdad? Este hecho la hacía peligrosa porque despertaba en ella el miedo y la astucia.
Así que tenía que alejarse de ellos. Como no había ido a ver a qué se debía todo aquel alboroto, Paul supo que era imposible que la señora Ruth estuviera en casa. Tendría que regresar cuando fuera seguro hacerlo. Pero no podía dejar allí los restos de su desastroso encuentro con los otros Brouard. Eso, por encima de todo, no estaría bien.
Volvió a la cocina y se detuvo en la puerta. Vio que, a pesar de las palabras de la vikinga, ella y Adrián ya estaban fregando el suelo y limpiando los fogones. Sin embargo, aún olía a leche quemada.
– … un final a esta tontería -estaba diciendo la madre de Adrián-. Voy a meterle en cintura, que te quede claro. Si se cree que puede entrar aquí como Pedro por su casa…, como si viviera aquí…, como si no fuera lo que evidentemente es, un inútil que no…
– Madre. -Adrián, se percató Paul, le había visto junto a la puerta y, con esa única palabra, también le vio la vikinga. Había estado limpiando los fogones, pero ahora hizo una bola con el paño que tenía entre sus dedos largos y llenos de anillos. Le examinó de pies a cabeza tan rigurosamente y con tanto asco, que Paul sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y supo que tenía que marcharse de allí enseguida. Pero no se iría sin la mochila y el mensaje que contenía sobre el plan y el sueño.
– Puedes informar a tus padres de que vamos a contratar a un abogado por todo este asunto del testamento -le dijo la vikinga-. Si tu imaginación te ha llevado a creer que te vas a quedar con un solo centavo del dinero de Adrián, estás muy equivocado. Tengo pensado luchar en todos los tribunales que encuentre, y cuando acabe, el dinero que tramabas sacar del testamento del padre de Adrián habrá desaparecido. ¿Lo entiendes? No vas a ganar. Ahora, lárgate. No quiero volver a ver tu cara. Si la veo, mandaré a la policía a por ti. Y en cuanto a ese maldito chucho tuyo, haré que lo sacrifiquen.
Paul no se movió. No se marcharía sin su mochila, pero no sabía cómo cogerla. Estaba donde la había dejado, junto a la pata de la mesa en el centro de la cocina. Pero entre él y la bolsa estaban los dos Brouard. Y estar próximo a ellos auguraba cierto peligro para él.
– ¿Me has oído? -le preguntó la vikinga-. He dicho que te largues. Aquí no tienes amigos, a pesar de lo que piensas, por lo visto. No eres bien recibido en esta casa.
Paul vio que la única forma de coger la mochila era meterse debajo de la mesa, así que lo hizo. Antes de que la madre de Adrián acabara de hablar, estaba a cuatro patas avanzando por el suelo.
– ¿Adonde va? -preguntó la mujer-. ¿Qué hace ahora?
Adrián pareció darse cuenta de las intenciones de Paul. Agarró la mochila en el mismo momento en que los dedos de Paul se cerraban en torno a ella.
– Dios mío, ¡el muy bruto ha robado algo! -gritó la vikinga-. Es el colmo. Detenlo, Adrián.
Adrián lo intentó. Pero todas las imágenes que la palabra “robado” despertó en la cabeza de Paul -la mochila registrada, el hallazgo, las preguntas, la policía, una celda, la preocupación, la vergüenza- le dieron una fuerza que, de lo contrario, no habría encontrado. Tiró con tanta fuerza que Adrián Brouard perdió el equilibrio. El hombre se estrelló contra la mesa, cayó de rodillas y se golpeó la barbilla contra la madera.
Su madre gritó, y Paul vio la oportunidad que necesitaba. Agarró la mochila y se puso de pie de un salto.
Salió corriendo en dirección al pasillo. El huerto estaba cercado, pero la verja daba a los jardines de la finca. Había lugares donde esconderse en Le Reposoir que seguro que ninguno de los Brouard conocía, por lo que sabía que si llegaba al huerto en barbecho, estaría totalmente a salvo.
Se lanzó al pasillo y oyó que la vikinga gritaba: -Cielo, ¿estás bien? -Y luego-: ¡Sigúele, por el amor de Dios! ¡Adrián! Cógele. -Pero Paul fue más rápido que la madre y el hijo. Lo último que escuchó antes de que la puerta se cerrara tras él y escapara con Taboo hacia la verja del jardín fue-: ¡Tiene algo en esa mochila!