Talbot Valley sorprendió a Deborah. Parecía un valle en miniatura sacado de Yorkshire, donde ella y Simón habían pasado su luna de miel. Un río lo había esculpido eones atrás y en una ladera, había pendientes verdes onduladas donde pacía el ganado de color beis de la isla, protegido por olmedos del sol y las inclemencias del tiempo. La carretera corría por el otro lado, una ladera empinada contenida por los muros de granito. A lo largo de ella, crecían fresnos y olmos y, más allá, la tierra se elevaba hacia los pastos de las cumbres. La zona era tan distinta al resto de la isla como Yorkshire respecto a los South Downs.
Buscaban un pequeño camino llamado Les Niaux. Cherokee estaba relativamente seguro de dónde estaba, pues ya lo había visitado. Sin embargo, tenía un mapa extendido sobre las rodillas, e hizo de copiloto del viaje. Casi pasaron de largo al acercarse.
– ¡Aquí! Gira -dijo cuando llegaron a una abertura en un seto-. Te lo juro -añadió-. Estas calles parecen las entradas de las casas de Estados Unidos.
Llamar “calle” a ese trozo de asfalto sin duda era excesivo. Salía de la carretera principal como la entrada a otra dimensión, una dimensión definida por la vegetación densa, la humedad y la imagen del agua escurriéndose por entre las grietas de las rocas de las inmediaciones. A menos de cincuenta metros por este sendero, apareció a la derecha un viejo molino de agua. Se encontraba a menos de cinco metros de la carretera, rematado por una vieja acequia cubierta de vegetación.
– Es aquí -dijo Cherokee, que dobló el mapa y lo guardó en la guantera-. Viven en la casa del final. El resto… -Señaló los edificios por los que pasaron a medida que avanzaban por el amplio patio delante del molino-. Ahí es donde guarda todas las cosas de la guerra.
– Debe de tener muchas -dijo Deborah, porque había dos casas más aparte de la que Cherokee había señalado como vivienda de Frank Ouseley.
– Te quedas corta -contestó Cherokee-. Ahí está el coche de Ouseley. Puede que tengamos suerte.
Deborah sabía que la necesitarían. La presencia de un anillo en la playa donde había muerto Guy Brouard -idéntico al que había comprado China River, idéntico también al anillo que al parecer había desaparecido ahora de entre sus pertenencias- no contribuía a la causa de su anunciada inocencia. Ella y Cherokee necesitaban que Frank Ouseley reconociera una descripción de ese anillo. Además, necesitaban que se diera cuenta de que alguien había robado un anillo igual de su colección.
Cerca, ardía un fuego de leña. Deborah y Cherokee percibieron el olor a medida que se acercaban a la puerta de la casa de Ouseley.
– Me recuerda al cañón -dijo Cherokee-. En pleno invierno, ni siquiera dirías que estás en el condado de Orange. Todas las cabanas y las hogueras. A veces hay nieve en Saddle-back Mountain. Es lo mejor. -Miró a su alrededor-. Creo que hasta ahora no lo sabía.
– ¿Estás replanteándote lo de vivir en un pesquero? -dijo Deborah.
– Joder -dijo arrepentido-, me lo replanteé quince minutos después de estar en la cárcel de Saint Peter Port. -Se detuvo en el cuadro de hormigón que formaba el porche de la casa-. Sé que todo esto es culpa mía. He puesto a China en esta situación porque siempre he buscado el dinero fácil, y lo sé. Así que tengo que sacarla de este lío. Si no lo consigo… -Suspiró, y su aliento formó una bocanada de niebla en el aire-. Tiene miedo, Debs. Y yo también. Supongo que por eso quería llamar a mamá. No nos habría ayudado mucho, puede que incluso hubiera empeorado las cosas; pero aun así…
– Sigue siendo mamá. -Deborah acabó la frase por él. Le apretó el brazo-. Todo va a salir bien. Ya verás.
Cherokee puso la mano encima de la suya.
– Gracias -dijo-. Eres… -Sonrió-. Da igual.
Deborah levantó una ceja.
– ¿Estabas pensando en hacer uno de tus movimientos conmigo, Cherokee?
Él se rio.
– Me has pillado.
Llamaron a la puerta y luego al timbre. A pesar de las voces de un televisor dentro y la presencia de un Peugeot fuera, nadie contestó. Cherokee señaló que tal vez Frank estuviera trabajando en su inmensa colección y fue a comprobar las otras dos casas mientras Deborah volvía a llamar a la puerta. Oyó que una voz temblorosa gritaba:
– ¡Un momento, hombre!
– Viene alguien -le dijo a Cherokee.
Él volvió a la puerta, y cuando llegó, se oyeron llaves y cerrojos al otro lado.
Un anciano muy mayor les abrió. Sus gruesas gafas brillaban, y se apoyaba en la pared con una mano frágil. Parecía mantenerse en pie gracias a esa pared y a la fuerza de voluntad, aunque parecía que le costaba un esfuerzo tremendo. Debería ayudarse de un andador o al menos de un bastón, pero no tenía ninguna de las dos cosas.
– Vaya, aquí estáis -dijo efusivamente-. Un día antes, ¿no? Bueno, da igual. Tanto mejor. Entrad. Entrad.
Evidentemente, el hombre esperaba a otra persona. La propia Deborah esperaba a alguien mucho más joven. Pero Cherokee le aclaró la situación cuando dijo:
– Señor Ouseley ¿está Frank en casa? Hemos visto su coche fuera.
Aquello dejó claro que el anciano era el padre de Frank Ouseley.
– No buscáis a Frank -dijo el hombre-, sino a mí: Graham. Frank ha ido a la granja Petit a devolver el molde del pastel. Si tenemos suerte, nos preparará otro de pollo y puerros antes de que acabe la semana. Cruzo los dedos, sí, señor.
– ¿Frank va a regresar pronto? -preguntó Deborah.
– Oh, tenemos tiempo suficiente para hablar de lo nuestro antes de que vuelva -declaró Graham Ouseley-. No os preocupéis por eso. A Frankie no le gusta lo que quiero hacer, tengo que advertíroslo. Pero me prometí a mí mismo que, antes de morir, haría lo correcto. Y pienso hacerlo, con o sin la bendición de mi hijo.
Entró con paso inseguro en el salón caluroso, donde cogió un mando a distancia del reposabrazos de un sillón, lo enfocó hacia el televisor, donde un chef cortaba hábilmente en rodajas unos plátanos, y apagó la imagen.
– Hablemos en la cocina. Hay café -dijo el anciano.
– En realidad, hemos venido…
– Tranquilos. -El anciano interrumpió lo que, evidentemente, creía que sería una protesta de Deborah-. Me gusta ser hospitalario.
No quedaba más remedio que seguirle a la cocina. Era una estancia pequeña, empequeñecida aún más por todas las cosas que la abarrotaban: fajos de periódicos, cartas y documentos compartían espacio con utensilios de cocina, platos, cubiertos y alguna que otra herramienta de jardín descolocada.
– Sentaos -les dijo Graham Ouseley mientras se acercaba a una cafetera de émbolo que contenía cinco dedos de un líquido grasiento que tiró sin miramientos en el fregadero junto con los posos. De un estante bajó un bote y con la mano temblorosa echó café nuevo: tanto en la cafetera de émbolo como al suelo. Pisó los granos y cogió el hervidor de los fogones. Lo llenó de agua del grifo y la puso a hervir. Cuando acabó de hacer todo esto, sonrió con orgullo-. Ya está -anunció, frotándose las manos, y luego, frunciendo el ceño, dijo-: ¿Por qué diablos seguís de pie?
Estaban de pie porque, obviamente, no eran los invitados que el anciano pensaba recibir en su casa. Pero como su hijo no estaba -aunque iba a volver pronto si su recado y la presencia del coche servían de indicio-, Deborah y Cherokee intercambiaron una mirada que decía: “Bueno, ¿por qué no?”. Disfrutarían de un café con el anciano y esperarían.
Sin embargo, a Deborah le pareció justo decir:
– Señor Ouseley, ¿Frank va a volver pronto?
A lo que el hombre respondió de mala manera:
– Escuchad. No tenéis que preocuparos por Frank. Sentaos. ¿Tenéis lista la libreta? ¿No? Dios santo. Debéis de tener una memoria de elefante. -Se sentó en una de las sillas y se aflojó la corbata. Deborah se fijó por primera vez en que iba vestido muy elegante con un traje de tweed y un chaleco y los zapatos lustrados-. Frank -les informó Graham Ouseley- es un sufridor nato. No le gusta pensar en lo que puede provocar esta entrevista entre ustedes y yo. Pero a mí no me preocupa. ¿Qué pueden hacerme que no me hayan hecho ya diez veces? Es mi deber con los muertos responsabilizar a los vivos, sí. Es obligación de todos, y yo pienso cumplir con la mía antes de morir. Tengo noventa y dos años. Nueve décadas más dos. ¿Qué os parece?