… así como…
Poco antes de la Tormenta de Positrones había visitado periódicamente Alto-Amu. Ser recibido por un enjambre de chiquillos, se había convertido en una agradable costumbre; los hijos de los colonos, que revoloteaban ruidosos en torno al aparato apenas se detenía.
Habían pasado cinco meses desde que descubriera aquella extraña planta cerca de aquel poblado. Fray Álvaro casi se había olvidado de ella. En realidad, nadie se había tomado la molestia de explicarle de qué se trataba. Cuando los expertos llegados desde Europa se hicieron cargo del asunto, él pasó a convertirse en un cero a la izquierda.
No le importaba en absoluto. Había descubierto algo mucho más precioso en aquel poblacho olvidado por Dios.
– Ayudadme con esto, venga -dijo el religioso dirigiéndose a la parte de atrás del ultraligero, cercado por la barahúnda de chavales.
El paquete cilindrico estaba envuelto por una lona y atado con cuerdas. Nerviosos, los muchachos le ayudaron a soltarlo.
Lo depositaron con cuidado sobre el suelo de arena y lo desenvolvieron. Contenía un grueso tubo de cobre de unos veinte centímetros de diámetro, y un juego de lentes.
– Id montándolo… Con cuidado. -Él ya les había enseñado a hacerlo.
Una de las niñas se acercó al religioso y le tendió un librito muy delgado, forrado cuidadosamente con papel de periódico. El franciscano la reconoció: Alexandra, una pequeña encantadora.
– ¿Lo has leído? -preguntó fray Álvaro, pasando con rapidez las páginas repletas de los ingenuos dibujos del aviador francés.
– Sí. Es fantástico -dijo la chiquilla, abriendo sus grandes ojos oscuros-. Me ha gustado mucho, hermano.
Fray Álvaro sonrió. El Principito había sido el primer libro que él había leído en su vida. Las imágenes de la serpiente abierta y la serpiente cerrada habían formado parte de su infancia.
– Quédatelo -dijo el franciscano devolviéndole el librito-, como mi regalo.
– ¿Qué?…, ¿de veras? Gracias.
– ¡Ya está, hermano! -gritaron a coro los chicos.
Fray Álvaro se acercó al telescopio que él mismo había construido, y comprobó que estaba perfectamente montado sobre su base. Sacó un pequeño ocular de un bolsillo y lo encajó en un orificio lateral. Después se dirigió al ultraligero y volvió con un grueso filtro de color verde.
– Hoy exploraremos el Sol -anunció mientras colocaba el filtro en la boca del telescopio-, la fuente de toda nuestra luz. Y los astrónomos siempre nos hemos dirigido hacia la luz… como las polillas. -Los niños rieron con escandalosa sinceridad-. Aja, ya está.
– ¿Podemos mirar ya?
– Podéis mirar. -Fray Álvaro se apartó a un lado para que los chiquillos pudieran ir acercándose al ocular-. La gran bola verde es el Sol. Todo el Sol. Y la mancha que se ve de este lado es algo más grande que la Tierra.
– ¿Todo eso es el Sol?
– Sí, nuestro Sol.
– Pero es de color verde…
– No, no. El Sol no es verde, pero lo ves verde por efecto del filtro. Sin él, el Sol, lastimaría vuestros ojos…
Los chavales se amontonaron, empujándose.
– Vamos, vamos, de uno en uno. A ver, ahora te toca a ti. Dejad que las chicas pasen primero, sed caballerosos.
Alexandra se inclinó sobre el ocular y exclamó: ¡Ohhh!
– Esas manchas oscuras que ves -le explicó el religioso acuclillándose junto a ella- son más grandes que el lago Aral, más grandes que toda la región de Ustyurt, más grandes que la Tierra entera.
– ¡Caray!
Álvaro pensaba que todo ser humano tenía algo dentro que le instaba a contemplar el Universo; no era algo que precisase meditación, simplemente les empujaba a desear comprender cómo funcionan las cosas. A comprender a Dios…
– La mancha que ves de mi lado es algo mayor que la Tierra; acaba de aparecer por efecto de la rotación…
– Gracias, hermano Álvaro.
– No me lo agradezcas a mí, Sandra, es tu Sol. Nuestro Sol. La única cosa que disfrutamos que es propiedad de todos.
En Italia solía llevar su telescopio por las calles montado sobre unas ruedas, y cuando un niño preguntaba ¿eso qué es? Respondía: Es un telescopio, ¿quieres mirar por él? Naturalmente que quería.
En una ocasión, escapó de noche del monasterio para, aprovechando que sus padres no estaban, montar su telescopio en casa de un chico.
Repitió esto varias veces, hasta que, finalmente, fue descubierto.
Fray Álvaro se estremeció. No quería recordar aquello; dolía como un nervio expuesto, al ser tocado por descuido. Era mejor encerrarlo en un rincón de su mente y tirar la llave…
Habían dicho cosas terribles de él… sus propios hermanos… Acusaciones nauseabundas. No quería recordar aquello…
El provincial le había dicho: Yo te creo, hermano. Creo en tu inocencia. Pero éste es también tu principal pecado, no es bueno mantenerse tan inocente en un mundo tan sucio como éste.
Después le destinaron a Alto-Amu. El lugar más remoto que lograron encontrar. Ignoraban el gran favor que le estaban haciendo.
Mirar el Universo es una cosa, comprenderlo es otra muy distinta.
… Así como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden…
Lenov golpeó con los nudillos la puerta del camarote de Susana.
– ¿Puedo pasar?
– Es mi turno de sueño, Lenov -respondió Susana desde el interior de su camarote-, ¿no puede regresar en otro momento?
– Es… importante.
– De acuerdo -respondió la mujer con tono de fastidio, y la puerta se abrió con un susurro neumático.
Susana estaba sentada sobre su litera, vestida con lo que parecía su uniforme habituaclass="underline" pantalones cortos y camiseta. Había decorado las exiguas paredes con innumerables fotos de delfines y ballenas.
– Bonitas fotografías ¿Las ha hecho usted? -dijo el ruso acercándose.
– ¿Qué quiere? Tengo ganas de estar sola.
Lenov abrió los brazos.
– Siempre está sola.
– Ese es mi problema. ¿Ha venido ha decirme eso o está intentando ligar conmigo?
Lenov sonrió.
– Ni lo uno ni lo otro. En realidad, vengo a confesarle que no he jugado limpio con usted…
Se detuvo, esperando que Susana dijese algo; ella siguió contemplándole en silencio, con los brazos cruzados sobre el pecho. Lenov decidió continuar.
– Tomé una muestra del contenido de esa cápsula…
– ¿La… cápsula?
– … se la llevé al sargento Fernández, para que la analizara…
La etóloga estalló:
– Usted no tenía ningún derecho a…
– Por favor. -Alzó la palma de la mano-. En el tanque, sin duda que lo tengo. ¿Sabe lo que es? Qué tontería, claro que lo sabe. Un mejunje conocido como meta-éxtasis. Consulté la biblioteca de la nave: el meta-éxtasis es el nombre popular de una mezcla de drogas sintéticas. Usted se ha estado metiendo bajo el agua, en mi tanque, con esa droga corriendo por sus venas. Me decepciona usted, Susana.
Susana sonrió con sarcasmo.
– ¿No lo sabía? Ésa es mi especialidad: decepcionar. Siempre lo consigo. Sólo es cuestión de tiempo.
– Pero… no lo entiendo, ¿por qué hace algo así? -Deje de comportarse conmigo de esa forma tan paternalista. Usted no se parece en nada a mi padre.
Apenas lo hubo dicho, Susana comprendió que esto no era cierto. En realidad, Lenov sí se parecía a su padre; tenía el mismo aire de suficiencia, la misma actitud de héroe varonil capaz de controlar cualquier situación. Y el mismo inevitable atractivo.
– Creía que era usted ecologista -dijo él con tono de reproche-; que amaba lo natural, todo eso…
Susana tenía dos opciones; o lo expulsaba de su camarote con cajas destempladas (en cuyo caso él iría al momento a hablar con Okedo), o intentaba ser razonable. Decidió la segunda.
– ¿Cómo consigue comunicarse con los delfines? -preguntó.
– ¿Qué? -Lenov la miró confuso. Bien.
– Usted trabaja con delfines; habla con ellos, ¿cómo?
– Mediante un programa de ordenador, obviamente.
– Un traductor.
– Sí.
– ¿Y sabe quién descifró su lenguaje?
– Usted. Pero…
Susana tomó aliento.
– El ordenador tan sólo puede darle una traducción en los casos más sencillos. Su lenguaje es holístico.
– ¿Holoqué?