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Parecían un montón de bolsas de plástico transparente, que de pronto hubiesen empezado a andar solas. Luego pensó que aquellas cosas traslúcidas eran…

El grito retumbó en la bodega, reverberando en las paredes. -¿Qué ha sido eso?-exclamó Diana. -No sé…

Se oyó una sorda explosión.

– ¡Ha sido Oji! -Jerry Williams reconocía su voz.

– ¡Rápido, ha debido pasarle algo!

Los seis se precipitaron alarmados hacia el fondo de la bodega. Ono maldijo aquella distancia. Recorrer una sección, atravesar la escotilla, recorrer la siguiente, escotilla, la siguiente sección, escotilla, sección.

Fueron las criaturas quienes les encontraron primero.

Ed Johnston recordó un termitero destripado. Las cosas eran traslúcidas, con forma de salchicha, con patas que se retorcían. Había docenas de ellas. El cuerpo de Oji flotaba entre sus horribles cuerpos, girando lentamente como un ahorcado colgando de la cuerda. La envolvía un halo de gotas rojizas. Sus brazos y piernas se doblaban de tal forma que supo que estaba muerta.

Hubo una docena de siseos y unos objetos cruzaron el aire. Sonó una pequeña explosión, y el cuerpo de Shimada Osato fue repentinamente empujado hacia atrás, mientras gritaba:

– ¡Me han alcanzado! Es algo… -Se convulsionó y quedó inerte, rodando por efecto de su inercia.

– ¡Shimada!

Ed Johnston se precipitó hacia ella. Tenía un feo boquete en el pecho. Hubo otro coro de siseos.

– ¡Nos disparan! -gritó Jerry Williams.

– ¡Corred, salgamos de aquí! -aulló la sargento Ono Katsui.

– Pero Shimada…

– ¡No hay nada que hacer por ella!

Los cinco se impulsaron hacia la salida. Diana notó un fuerte golpe en su espalda. No es nada, debo salir, a la cubierta, allí… se impulsó con los brazos, en la forma en que normalmente se hacía en la ingravidez. Un extraño cansancio la acometía… ¡maldición, cómo le dolía la espalda!., de prisa, empujar, lanzarse… se golpeó la cabeza y dio varias vueltas, aturdida… Jerry giraba ante ella, con un agujero en el abdomen, sangrando y gritando… debía… fue lo último que pensó en su vida.

Las criaturas habían encontrado el camino por un ingenioso procedimiento. Cada vez que divisaban una bifurcación, tomaban uno de los corredores. Si hallaban un callejón sin salida, retrocedían hasta la bifurcación anterior y escogían la otra rama, a menos que ya hubiese sido visitada. Si se agotaban las ramas de una bifurcación, retrocedían a la anterior.

Un experto en informática lo hubiera reconocido. Era un perfecto ejemplo de exploración en profundidad de un árbol, un método muy usado en programas de inteligencia artificial.

Susana escuchó un ruido extraño… parecían voces y… ¿disparos?

– ¿Qué pasa? -silbó el delfín hembra. Parecía mortalmente asustada y Susana no tenía ni idea de cómo tranquilizarla. En realidad no sabía cómo tranquilizarse ella misma.

Ascendió hacia la escotilla de entrada, en el eje de rotación del tanque. Se asomó.

Ante sus horrorizados ojos, apareció la criatura más espantosa que jamás podría haber imaginado. Parecía un extraño crustáceo-gusano albino, como un morador de las profundidades abisales.

En un destello, recordó el lóbrego agujero del cometa y comprendió de dónde había salido. Cerró la escotilla, la bloqueó, y bajó a todo correr. La baja pseudogravedad tiró de ella lentamente. Tras ella sonó una explosión que lastimó sus oídos.

Su reacción fue instintiva: llegó al borde de la pasarela y saltó al agua. Se sumergió con un gran chapoteo. Cuando emergió, vio que el ser había descendido desde la escotilla reventada hacia la plataforma anular.

Avanzaba con lentitud, arrastrándose con dos pares de ridiculas patitas situadas en la parte inferior de su cuerpo. Parecía tener dificultades para moverse, quizás estaba herido.

El engendro trepó por la pasarela, hacia el eje de rotación del tanque… comprendió que no soportaba bien la gravedad, se movía con más vivacidad conforme se acercaba al centro de la pasarela.

Con horror, Susana vio cómo la criatura se erguía en el centro mismo, y apuntaba hacia ella el extraño brazo que colgaba de su pecho. Nadó frenéticamente hacia el otro extremo del tanque; sabía que no lograría llegar. La criatura disparó.

El teniente recibió la llamada de Joe Michaelson en el hangar, a través de su intercom portátil.

– ¿Qué ocurre, Joe?

– No lo sé, mi teniente; se han oído explosiones en la bodega. El sargento Fernández ha ido con Mike, a ver qué pasa.

– Voy para allá. Llama al puente e informa al comandante.

Okedo frunció el ceño.

– Manténganse en línea, Michaelson, e informe cuando sepa algo concreto.

Sintió una vaga desazón. Para un astronauta, como para un marino, su nave es más que su propia piel; de su integridad depende su supervivencia.

A ello había de unirse la inquietud que sentía hacia una nave que no podía controlar directamente. Ahora sus temores habían cobrado fuerza.

Yuriko y Kenji lo miraban, y leyó en ellos su misma inquietud.

– ¿Dónde está Shikibu? -Trató de mantener un aire de frialdad y autodominio. No podía consentir que sus subordinados le vieran vacilar.

– En el hangar con el teniente, inspeccionando las fijaciones de…

– Bien. Dejemos que permanezca con él. Si ha ocurrido un accidente en la bodega, la carga es de su competencia.

Se preguntó qué otra orden podía dar.

– ¿Qué te pasa ahora? -preguntó Benazir. -Ssshh… -Lenov puso una mano suavemente sobre sus labios-. ¿No oyes?

Benazir se incorporó y escuchó en la penumbra. El cuerpo de Lenov yacía junto a ella. Sus ojos brillaban como dos pequeñas esferas de cristal. Lenov encendió las luces y se dirigió hacia el interfono.

Pulsó varias veces el interruptor del aparato, sin obtener respuesta.

Oyó un distante ¡blam!

– Vania, ¿qué ha sido eso?

El ruso agitó la cabeza desconcertado.

– Parece una explosión…

Benazir se acercó a la puerta plegable, y pegó su oído contra ella.

– Se oyen voces -dijo.

Benazir intentó abrir la puerta. Pero ésta permaneció firmemente cerrada por el improvisado cerrojo de Lenov.

– Mierda -musitó la mujer mientras intentaba desenredar el alambre.

En la ingravidez no se puede correr; en este caso es mejor volar impulsándose en las paredes. Pero esto no era posible en el inmenso espacio vacío del hangar, so pena de quedar flotando desmañadamente.

Shimizu caminaba a grandes zancadas sobre sandalias adherentes, con Liz Thorn, Jenny Brown y Ozu Shikibu pisándole los talones. Mientras corría, trataba de comunicarse con Michaelson.

– ¡Mi teniente -dijo la voz de éste-, la nave está siendo invadida!

– ¿Cómo? Explícate mejor.

– Son… -lo interrumpió la voz jadeante del sargento Fernández-. Teniente, la bodega está infestada de… bichos, no sé cómo decirlo… cuentan con un arma de… nos disparan, han matado a cuatro de los nuestros…

Shimizu sintió la sangre helarse en sus venas.

– He bloqueado la escotilla a la bodega -explicó Fernández, un poco más calmado-.Johnston, Martínez y Katsui están a salvo. Los otros…

– ¡Háganse fuertes en la cubierta y resistan, ahora vamos! Puso la mano en la culata de su pistola. Era la única arma de que disponían los cuatro.

El padre Álvaro había abandonado su camarote, caminaba pegado a la pared del corredor, incapaz de decidir qué camino tomar. Había escuchado las explosiones, y había visto desfilar a aquellas criaturas semejantes a demonios frente a la puerta de su camarote.

Había despertado de una pesadilla horrible, sólo para verse metido en otra aún peor. Sabía que de ésta no podía escapar.

En el cubo de la cubierta, los guardias improvisaron una barricada ante la escotilla de la bodega, amontonando las cajas que habían estado transportando. Martínez, en cuyo rostro se notaba una mortal palidez, preguntó:

– ¿Resistirá?

Una explosión la hizo vibrar.

– Claro que sí, muchacho -trató de calmarlo el sargento-. ¿Y esas armas?

– Ahora las suben.

Okedo apenas podía creer lo que estaba oyendo.

– ¿Alienígenas invadiendo la nave?

Miró en torno suyo. Los instrumentos resplandecían con luces rojas, amarillas, verdes, blancas, azules. Todo parecía tan normal…