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El ruso se volvió hacia ella, como si despertara de una pesadilla.

– Sí-musitó casi inaudiblemente-, vamos.

Levantaron el cuerpo de Benazir. Kiyoko y Martínez miraban a un lado y a otro trazando amplias curvas con sus armas. Se dirigieron hacia la enfermería.

– ¿Y Susana? -preguntó Martínez, sin dejar de vigilar-. ¿Has visto a Susana?

– No -musitó Lenov-, no. Benazir y yo estábamos… qué es lo que…

– La nave está llena de bichos -dijo Martínez, sin dejar de vigilar-. Están en la bodega, pero no pueden pasar. Mataron a cuatro o cinco, no lo sé.

Su voz era inexpresiva, más allá del dolor.

– Algunos entraron desde el hangar, y mataron a Harris y Masuto antes de que pudiéramos hacer nada. Pero nos los hemos cargado a todos. Éste que os atacó debía ser el último… Creo.

Lenov se iba sintiendo más sereno, quizá por efecto del sedante. En dos ocasiones tuvieron que saltar sobre los cuerpos de aquellas abominables criaturas.

Llegaron a la enfermería y Lenov colocó a Benazir en una camilla. Apartó con cuidado los cabellos, pegados por la sangre que manaba abundante de varios cortes en su cráneo.

Benazir abrió los ojos y dijo con voz débiclass="underline"

– Yo tenía razón… tenía razón… Pero no he tenido suerte. No veré cómo acaba todo…

Con desesperación, Lenov alzó la vista hacia Fernández, que consultaba la pantalla del autodoc. Enfrentó la mirada de Lenov e hizo un gesto negativo. Las heridas eran demasiado graves.

Los pulmones de Susana estaban a punto de estallar cuando emergió. No podía oír nada, aparte del doloroso zumbido que le taladraba el cráneo. Se tocó los oídos y descubrió sangre en sus dedos. Giró en el agua buscando a Semi, sin verla. Se preguntó si la explosión la habría lastimado más que a ella.

Alzó la vista. El monstruo seguía en el centro de la pasarela y le apuntaba. Desesperadamente nadó hacia atrás. El extraño miembro de la criatura la seguía lentamente, sin perder su blanco.

Entonces vio a Semi.

Como un misil lanzado por un submarino, el delfín despegó del agua desde el extremo diametralmente opuesto del tanque, con toda la fuerza de su aleta caudal, volando limpiamente en una trayectoria ligeramente curva.

Era el salto más impresionante que Susana había visto realizar jamás a un delfín, ayudado por la débil pseudogravedad. Con admiración, Susana se dio cuenta de que Semi, al saltar, había tenido en cuenta la aceleración de Coriolis, que había curvado su trayectoria. ¡Toda una hazaña de física intuitiva!

Como un lento proyectil, chocó en el centro de la pasarela con el monstruo, que salió despedido por la fuerza del impacto.

Susana, jadeando, sintió renacer sus esperanzas. Semi siguió su trayectoria de regreso al agua.

Pero fue una esperanza fugaz. El monstruo giraba enloquecido… y poco a poco, recobró el control. Flotando en el eje del tanque, la apuntó de nuevo.

Semi se precipitaba hacia Susana como una flecha.

La cabeza de Shimizu chocó con los pies de Shikibu. Alzó la vista.

Un gran muro cuadrado se interponía ante ellos. Tardó unos segundos en reconocerlo. Era el piso del montacargas. Su camino estaba bloqueado… ¡No! ¡Shikibu estaba abriendo una especie de trampilla en el suelo! La joven se escurrió por ella.

Shimizu la siguió. Se hallaron en la fea y funcional cabina. Shikibu, frenética, empezaba a manipular otra trampilla en el techo. Pero se negaba a abrirse. Jadeando, el teniente miró a todos lados, esperando el definitivo proyectil, ahora, inmóviles…

Pero no llegaba.

– ¡Espera! -gritó el teniente.

– ¿Qu-qué?

– ¡No sigas adelante! No nos disparan.

La joven, aturdida, lo miró como si estuviera loco. Pero era cierto. Liz y Jenny también parecían desconcertadas.

Los cuatro escucharon en silencio. Nada. Ni un disparo.

– No son muy inteligentes -dijo Shimizu-. Si lo fueran, nos habrían atacado en grupo, pero no están coordinados. Ahora no nos ven, y no saben qué hacer.

Las palabras del teniente, dichas en voz baja, obraron como un bálsamo. Shimizu se acercó a la pared de la cabina. Las planchas no ajustaban bien y miró por una ranura.

Las cosas flotaban alrededor, pero ya no disparaban. Shimizu comprendió el porqué de su agilidad: volaban impulsadas por una especie de bolsas de gas que tenían a ambos lados de la espalda.

– Pero… Pero… -balbuceó Liz Thorn-. No pueden ser tan tontos.

– No tontos. Limitados -dijo Shimizu-. ¿No os dais cuenta? Son como… misiles rastreadores. No nos ven, luego no existimos para ellos.

– Eso quiere decir que… que… ¿estamos seguros? -dijo Liz Thorn.

– Mientras no nos movamos de aquí -dijo el teniente con firmeza. La principal virtud de un oficial es parecer muy seguro de lo que hace. Si además de parecerlo, lo está, es un buen oficial.

Y si tiene razón, no digamos…

Shikibu cerró la trampilla del piso. Cuatro personas agotadas, sucias de la grasa de las guías, se relajaban en la oscuridad, mientras las monstruosidades patrullaban fuera.

20

El franciscano rezaba en silencio. Unos minutos antes, el encefalograma de Benazir había quedado reducido a una uniforme línea horizontal. Habían abandonado su cuerpo en la enfermería. A nadie le gustó la idea de dejarlo a merced de los monstruos, pero no tenían otra opción. Ahora debían pensar sólo por su propia supervivencia, ya no era posible hacer nada por Benazir.

Lenov no dijo nada.

El sargento Walter Fernández paseó una sombría mirada sobre el grupo de supervivientes: Joseph Michaelson, Kiyoko Fujisama, Edward Johnston, George Martínez, la sargento Ono Katsui, Iván Lenov, y el padre Álvaro. Flotaban en el cubo de la cubierta. Johnston y Martínez vigilaban la cerrada escotilla del hangar.

– Necesitamos actuar rápido. Por el momento, la bodega está segura. No se han oído más de esas explosiones, tal vez los bichos hayan desistido… los del hangar también parecen haber perdido interés en nosotros.

»El puente está seguro. La cubierta está segura. El teniente y su grupo están escondidos; de momento, están a salvo…

– ¿Y Susana? -añadió Ono. -¿Qué?

– ¿Quién la ha visto por última vez?

Lenov levantó la mano. Había permanecido en silencio, sin que ninguna emoción cruzase su rostro. Ahora era como si hubiese vuelto súbitamente a la realidad.

– La última vez que Benazir y… -Su voz se ahogaba-. La última vez que la vimos, se dirigía hacia el tanque de los delfines.

Fernández sacudió la cabeza, sombrío.

– Las cosas entraron en el hangar desde abajo. Deben haber llegado al…

– ¡Tenemos que rescatarla! -gritó el ruso.

Fernández suspiró.

– Me temo que no podemos. Antes hemos de recuperar el hangar y establecer contacto con el puente. En cualquier momento, esas cosas pueden… ya me entendéis. El teniente dice, acaba de hablar conmigo, que ésa es la tarea prioritaria, incluso por encima de rescatarlo a él. Y el comandante Okedo está conforme.

– Y una mierda. Perdón -rectificó, viendo ruborizarse a Fernández-; en el tanque está uno de los pilotos de esta nave. Los verdaderos pilotos.

No era momento de ser diplomático. Vio que Fernández parpadeaba.

– Ya está bien de luchar a la defensiva -exclamó Lenov-. Hay que contraatacar, ¡ahora!

– Pero el teniente…

– El teniente no está aquí. No puede juzgar la situación con la misma exactitud que nosotros. Usted está al mando.

– ¿Seguro? Yo diría que usted.

– No importa. Ahora tenemos un momento de calma para pensar… y vamos a machacarles. Tengo un plan. Su mente estaba clara como el cristal.

O tal vez los efectos de la droga que le habían administrado eran más fuertes de lo que pensaba.

El teniente tenía su pistola en el regazo. El gatillo no tenía guarda, pues era un arma pensada para manejarse con los guantes del traje de vacío. Para evitar accidentes, tenía un segundo gatillo, una palanquita que se apretaba con el pulgar. El arma únicamente se disparaba si el tirador oprimía ambos a la vez. Sus dedos recorrían la superficie; el metal, cálido en su mano, parecía el cuerpo de una mascota.

Su contacto era lo único que le impedía volverse loco de ansiedad.

– Las criaturas siguen volando de un lado a otro -susurró Liz Thorn, con voz tensa.

– Bien -murmuró él. No se le ocurría nada más.

– No parecen seguir ningún plan. Simplemente exploran y exploran…