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– Cariño, hemos estado mucho tiempo deseando lo que ahora tenemos. Estamos juntos, tenemos un hogar…

– No estamos juntos. Mamá ya no…

– / Ya basta!

Su voz ha adquirido un conocido tono marcial; aquel que tanto me apocaba de pequeña.

– Deja de darle vueltas a eso. -Papá se esfuerza, en hablar tranquilamente-. Vamos a ser muy felices en este lugar, ya verás. Debemos olvidar el pasado, yo…

No acaba la frase. Se pone en pie, y regresa a su trabajo.

Lo sigo con la mirada mientras desciende por la suave cuesta, que lleva a la playa, caminando con la espalda recta y los hombros atrás; el paso marcial que conozco tan bien.

Vuelvo a colocarme los auriculares, y oprimo el botón de marcha del discman.

Abrió los ojos; estaba en una cama de la enfermería. El primer oficial, Kenji hablaba al sargento Fernández.

– ¿Ya estás despierta? -le dijo Kenji. Susana contestó con lengua estropajosa:

– Sí… más o menos.

No había sido tan terrible como imaginaba; la apendicectomía era más emocionante. Se sentía bien; sólo notaba leves punzadas en diversos puntos del cuerpo, donde le habían puesto los tubos de perfusión. Palpó uno de ellos. Esparadrapo.

– Procura despejarte -dijo Kenji-. Estamos en órbita en torno a Júpiter. He venido en tu busca, si te sientes con fuerzas para caminar, el espectáculo vale la pena…

Susana se incorporó. Estaba un poco debilucha, pero podía hacerlo.

Júpiter se les presentaba como un gran plato bandeado en zonas claras, cuyo color oscilaba del blanco al amarillo, pasando por las gamas intermedias. Eran nubes más frías y más altas, y constituían centros de ascenso de gas. Alternaban con ellas los cinturones: bandas de colores más oscuros, pardo, castaño rojizo, escarlata o rosa salmón.

Zonas y cinturones eran respectivamente bandas de altas y bajas presiones: lo que en la Tierra serían anticiclones y ciclones. En Júpiter, el gran radio del planeta y la gran velocidad de rotación originaban una intensa fuerza de Coriolis, que los distorsionaba en bandas. En latitudes medias y altas, la disposición perdía su simetría, disolviéndose en un complejo muaré de plumas, estrías, rayas, torbellinos, lazos, puntos, remolinos, manchas… El rostro de Júpiter les miraba desde la gran pantalla semiesférica, con el despego soberano del Padre de los Dioses y de los Hombres.

– Presenta una concentración bastante anómala de elementos pesados -estaba diciendo Kenji-; además es débilmente magnético. Pensábamos en un meteorito de hierro-níquel.

Pero…

– ¿Pero qué? -preguntó Yuriko desconcertada.

– Aquí está la dificultad, la masa es demasiado pequeña, apenas unos cientos de toneladas. Y es grande en volumen. Shikibu está delimitándolo con un magnetómetro; como primera aproximación, diría que tiene varios cientos de metros de largo.

– ¿Una concentración de polvo ferromagnesiano? -propuso Yuriko.

– Eso pensamos, pero también es ligeramente radiactivo; eso no concuerda.

– No os canséis -dijo Kenji-, pronto tendremos imágenes.

Unos minutos después, la pantalla principal del puente mostró lo que la sonda estaba captando en aquellos momentos. Se acercaba rápidamente a un objeto de forma vagamente familiar.

– Una nave -dijo Yuriko rompiendo el silencio.

– Siéntese aquí, Susana.

El padre Álvaro se había levantado, y señalaba amablemente una silla situada junto a él. En la misma mesa se sentaba el teniente Shimizu. No había nadie más en el comedor.

Susana dudó un momento, pero consideró que sería demasiado descortés no aceptar la invitación. Tomó su bandeja y se acomodó junto a ellos.

– ¿Tiene hambre? -le preguntó el religioso.

– Sí. Un hambre increíble.

– Es normal después de la hibernación -dijo Shimizu.

Susana comió en silencio mientras los dos hombres especulaban sobre las criaturas que les habían atacado. Había pasado un año desde aquellos acontecimientos, pero para todos ellos había sido la noche anterior.

– No comprendo cómo pudimos actuar de una forma tan chapucera… -estaba doliéndose el teniente Shimizu. Su enorme mano negra hacía girar un vasito vacío de sake en el que parecía concentrar toda su atención.

Susana había acabado con las dos empanadas de carne y el gran vaso de zumo de naranja que se había servido, y empujó la bandeja hasta el centro de la mesa.

– Después del estallido del cometa pensamos que nada peor podría suceder ya -dijo-. Nos felicitamos de haber salido todos con vida de ese desastre, y bajamos la guardia.

– Nosotros no podemos bajar la guardia… -se dolió el teniente- en ninguna circunstancia.

– Nadie es culpable -dijo el padre Álvaro-; la situación era demasiado excepcional. Teniendo en cuenta eso, creo que ustedes actuaron magníficamente. Esos seres eran el Mal personificado. Su única función era acabar con todos nosotros. Y lo habrían hecho, sin su valerosa intervención.

Susana abrió mucho los ojos, y fingió asombro.

– Con qué facilidad reparten los religiosos las etiquetas del Bien y del Mal. Reservándose la del Bien para el bando propio, claro.

– Hay algo que la Humanidad le debe a la Religión, Susana, eso tendrá que reconocerlo, y es ese sentido de la Moral Universal. La certidumbre de que existen actos buenos, y acciones básicamente malvadas, como las que nos han traído hasta aquí.

– En una ocasión -dijo Shimizu con una sonrisa que descubrió una deslumbrante dentadura-, le profetizaron al poeta Shikó que se reencarnaría como vaca, en castigo a su vida licenciosa. Y Shikó improvisó un haiku:

ushi ni naru

gaten ja asane

yúsuzumi

– «¿Convertirse en vaca? -tradujo Susana, en beneficio del franciscano-. No está maclass="underline" siesta de día, fresco a la tarde.»

– Los budistas pensamos que, al igual que cae la fruta madura del árbol, caen necesariamente las consecuencias de los actos humanos, buenos o malos -añadió el teniente-; y si no se recogen en esta vida, será preciso un renacimiento para ello. El acto bueno encadena tanto como el malo.

El franciscano negó con un suave gesto de su mano.

– No puedo entender esa tibieza ante el Mal, ante lo inmoral. La Biblia nos da respuestas concretas.

– ¿Respuestas concretas? ¿Qué lección moral podemos extraer del exterminio de los primogénitos de Egipto -le preguntó Susana-, de la muerte de los niños (inocentes, supongo) que habitaban Sodoma y Gomorra?

– Esos razonamientos hace siglos que quedaron desfasados, Susana. La Iglesia reconoció que el Antiguo Testamento contiene numerosas historias ejemplares, que no tienen por qué ser estrictamente verdaderas.

– ¿Qué ejemplo moral obtenemos de la muerte sin sentido?

El padre Álvaro meditó un momento antes de responder.

– ¿Ha oído hablar del reverendo Dodgson?

– ¿Quién? -preguntó Shimizu con cara de despiste.

– Lewis Caroll -le aclaró Susana-, el autor de Alicia en el País de las Maravillas. ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

El padre Álvaro sonrió.

– Dodgson era un hombre Victoriano, intachable en su aspecto externo, un hombre amable, inteligente, piadoso… pero le gustaban las niñas. Le gustaban de una forma inaceptable para él. Le gustaba su compañía, su contacto; le gustaba fotografiarlas desnudas…

»Dodgson era un gran hombre, dotado de unos bajos y sucios instintos… Otro en su lugar, habría matado, violado, qué sé yo… han habido infinidad de casos. Pero Dodgson tranfiguró la parte más oscura de su naturaleza en fuente de inspiración; la domó, la canalizó, y produjo hermosas obras de arte. Dodgson tenía un Dios, creía firmemente en Él; en su mirada tranquila pero inquisitiva, a la que nada escapaba…

– Hable por usted, padre -dijo Susana levantándose-, algunos no necesitamos de un dios guardián, un gran ojo en el cielo que lo ve todo, para saber que no debemos cometer atrocidades. Y hay muchos que las cometen en nombre de ese dios. Extremistas, fanáticos, terroristas… -Tragó saliva con un gesto de dolor-. Recuerde que mundo nos dejó la Religión, y luego hábleme de moral y esas cosas.

Susana abandonó el comedor, y subió al puente. Apenas entró en él, comprendió que algo se estaba desarrollando allí. El ambiente podría cortarse, todos hablaban en voz baja, como si temieran ser oídos, y con frases cortas y precisas. Instintivamente se volvió hacia la pantalla central, y sintió cómo el vello de su nuca se erizaba de terror. Había perdido el gusto por las sorpresas.