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Se decía pronto. ¡Bajara la Tierra, como Jack por el tallo de judías mágicas! Treinta y seis mil kilómetros, un poco menos que la circunferencia del planeta. Dar la vuelta al mundo a pie… Claro está, ellos contaban con ciertas ventajas. A aquella altura estaban ingrávidos. La gravedad iría aumentando conforme bajaran. Pues, aunque sus cuerpos llevarían la misma velocidad angular todo el tiempo, igual a la de la propia torre (una vuelta a la Tierra cada veinticuatro horas), su velocidad lineal sería cada vez menor que la orbital, a medida que bajasen y el radio de giro disminuyese. Pero podrían hacer la mayor parte del recorrido rápidamente, en gravedad baja.

El peligro más grave era caer. Tardarían más de un día en estrellarse contra la atmósfera.

Los robots se aferraron al cable con las cuatro garras y empezaron a trepar. O descender, según se mire. Tenían ante sí un camino laaargo, muy laaargo…

El transbordador aterrizó en la isla. No tuvo problemas tras lanzar a los tres robots de combate. Y eso no le gustaba al general Toranaga. Así lo informó a Su Santidad, sentados ante sendas tazas de té.

– Me preocupa la falta de respuesta de los alienígenas -estaba diciendo-. ¿Tan insignificantes nos ven, que no toman precauciones contra nosotros? ¿Están siquiera enterados de que nuestros…?

– ¿Comandos? -sugirió Su Santidad.

– Guerrilleros. ¿Es posible que no sepan que están allí? ¿O lo saben y no les importa? ¿O lo saben, y los conducen a una trampa?

Su Santidad sacudió la cabeza; demasiados interrogantes. Habló como si se dirigiese a sus dedos cruzados.

– He estado pensando mucho en esto. Lo he comentado con mi equipo de asesores, y hemos intercambiado ideas muy locas…

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, ¿cómo se explica que unos seres, capaces de arrasar un planeta a miles de millones de kilómetros, se tomen la molestia de descender a él? Porque ésa es la función de la torre orbital.

– Eso es palmario, Santidad.

– Lo que ya no lo es, es esto: ¿por qué una torre orbital? Para espiarnos les bastaban esa especie de plantas radiales. ¿Por qué no una pequeña cápsula de aterrizaje?

– Preparación artillera -declaró al instante Toranaga-. Tras ella, la infantería.

– Incluso ésa es una hipótesis deficiente. Una flota de vehículos de aterrizaje de un solo uso sería más adecuada, desde su punto de vista…

El general meditó en ello.

– No solamente van a desembarcar. Luego van a retornar al espacio.

– Exacto. Esa torre orbital es para acceder al espacio con un consumo de energía más escaso. Desean llevarse gran cantidad de materia… ¿qué clase de materia? ¿O quiénes?

– ¿Ellos mismos? ¿Es la torre una complicada vía de escape?

Su Santidad negó con un gesto de la mano.

– Recuerde los informes de la Hoshikaze. Ellos también fueron atacados por un ejército de robots vivientes. Máquinas programadas que, una vez dejaron de ser útiles, se deterioraron. No; hay algo más que subirá por esa torre.

El general sintió un escalofrío muy poco marcial.

– Me gustaría disponer de un millar de esos robots de combate, Santidad. O un millón.

– Y a mí. En Marte también tienen problemas, aunque rae consta que hacen cuanto pueden por ayudarnos. Pronto llegará otra nave con más material. De momento tenemos que arreglarnos con lo que tenemos. ¿Qué tal son los chicos que ha mandado?

– Los mejores, Santidad. Disponemos de otros tres trajes y una docena de pilotos. Aún están algo verdes. Creo que intensificaré los entrenamientos. Ruego a Kamisama que encontremos más aspirantes adecuados.

Su Santidad se puso en pie, y Toranaga se apresuró a imitarle.

– Haga eso. Y, general, se ha decidido levantar el secreto sobre la Hoshikaze. Le autorizaré por escrito para revelar a nuestros hombres a qué se van a enfrentar.

– A sus órdenes, Santidad. -El general saludó militarmente y salió.

Lenov atravesó la puerta de la sala de ordenadores. Susana seguía allí, con los guantes y los anteojos puestos, moviendo las manos como si dirigiera una orquesta invisible. Aguardó un instante y carraspeó.

– Ah, eres tú. -Ella se dio la vuelta-. ¿Qué tal los delfines?

– Preguntan por ti. Hace días que no vas por el tanque.

– Estoy muy ocupada -suspiró ella, manipulando lo que parecía ser aire vacío-. Demasiado ocupada.

– Comprendo.

Ante el tono del ruso, Susana se quitó las gafas y lo observó cuidadosamente.

Parecía muy distinto al Lenov que conocía. Su famosa seguridad en sí mismo se había esfumado como por arte de magia. Estaba sentado frente a ella, con las manos entrelazadas y los hombros encogidos. Parecía incluso más pequeño. Los ojos de él rehuyeron los suyos.

– Lo siento -dijo poniéndose en pie-, creo que estoy interrumpiendo tu trabajo.

– Lenov, espera… -El hombre se detuvo junto a la puerta. Susana intentó esbozar una sonrisa-. Si fueras una molestia ya te lo habría dicho, ya me conoces. -Sí, eso es cierto -admitió él.

– Escucha, bueno… -de repente Susana no encontraba las palabras-, yo no tengo ninguna habilidad en el trato humano, ya sabes… lamento tu dolor, y… lo comprendo…

El hombre se volvió hacia ella y se apoyó en la pared. Una imagen que trataba de olvidar emergió en su pensamiento: Benazir alcanzada por el disparo de aquel engendro del Infierno, el camarote salpicado de sangre, aquel horror cadavérico erguido ante él. Algunas noches se despertaba sudando, tratando de advertirle que no abriera la puerta…

– Si supiera… -levantó su puño, y lo cerró en el aire con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos-, si supiera cuál es mi cometido en todo esto. Hasta ahora tan sólo he sido un peso muerto en esta condenada nave… y ni siquiera pude evitar que Benazir muriera estando a mi lado.

– Te he dicho que lo comprendo, y no estaba haciendo una frase hecha. Yo he pasado por algo similar, ¿sabes? -Las mandíbulas de Susana se pusieron tensas. Sus ojos empezaron a brillar.

– ¿Qué…? -empezó Lenov.

La etóloga sacudió rápidamente la cabeza.

– No quiero hablar más de eso. Solamente quería que supieras que comprendo perfectamente por lo que estarás pasando y… lo que pueda decirte no te aprovechará para nada.

– En eso te equivocas. -Lenov volvió a ponerse en pie-. Bueno… te agradezco mucho tus palabras. Y tu sinceridad.

– Espera…

– ¿Sí?

– Me habías preguntado por el curso de mi trabajo. ¿Todavía te interesa?

– Sin duda.

– Mira. -Le tendió un segundo par de anteojos, que Lenov se puso.

Ante él flotaba una recomposición más elaborada del ocupante del traje. Susana había añadido los ojos y las articulaciones de las aletas; con sus manos enguantadas, hacía girar la imagen como si se tratara de un globo lleno de gas.

– Desde luego es un traje espacial -manifestó Lenov-. No comprendo cómo pudimos ser tan obtusos.

– Todos nos engañamos -dijo Susana, manipulando la imagen-. Sin embargo, yo no hacía más que pensar en cómo serían los tripulantes. Hasta que, inconscientemente, empecé a ver la nave como un fósil. Como una concha. Un molde del cuerpo.

– Sí, ahora todo parece tan claro, tan obvio… ¿Has conseguido averiguar algo más? -Se acomodó en la silla.

– He analizado su estructura corporal, en especial la presión de su piel, deducida a partir del sistema de refrigeración y de la tensión para la que ha sido diseñado el interior del traje…

– ¿Conclusión?

– Conclusión, esa cosa es un gran zepelín.

– ¿Un zepelín?

– Sí, un zepelín. Probablemente sus músculos y órganos internos no son demasiado grandes, quizá no mucho más que los de una auténtica ballena; sus ojos no lo son, desde luego. Su cuerpo está hinchado, tal vez repleto de minúsculas celdillas llenas de gas.

Susana se quitó los anteojos. Lenov le imitó.

– ¿Tienes idea de cómo sería el medio ambiente de esta criatura? -preguntó.

– Júpiter. Estamos ante un ejemplo de lo que los naturalistas llaman evolución convergente. ¿Conoces el término?

– No en detalle.

– Es la explicación de que un ictiosario, un tiburón y un delfín, tengan un aspecto similar. Un medio parecido y una forma de alimentarse semejante les han hecho evolucionar por separado, aunque convergiendo hacia formas similares. ¿Recuerdas cómo se alimentan las ballenas?