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– Claro, son filtradores. Capturan krill.

– Sí. En los gigantes gaseosos se forman, espontáneamente, compuestos orgánicos en las capas altas de la atmósfera, debido a la radiación ultravioleta solar. Estos compuestos se hunden con lentitud, hasta ser descompuestos por el calor y las altas presiones^de las capas más profundas de la atmósfera. Se ha especulado, desde hace mucho, con la posibilidad de que existiera vida en las capas intermedias.

– Aprovechando el… esto,plancton antes de que se pierda.

– Eso es. La criatura capaz de alimentarse de algo así debía de ser capaz de flotar en la atmósfera, y utilizaría una técnica de recolección parecida.

– Entiendo -asintió Lenov pensativo-. Quieres decir que la criatura que ocupó ese traje evolucionó en Júpiter.

– No, no lo creo.

– En ese caso, no entiendo.

Susana se pellizcó el labio inferior. Lenov le había visto hacer eso cada vez que buscaba las palabras adecuadas.

– Delfines y ballenas nunca habrían desarrollado una tecnología en un entorno marino. Y Júpiter es mil veces peor, rodeados por nubes de hidrógeno, sin superficie sólida, sin metales… No, esos seres no evolucionaron allí.

– ¿Dónde, entonces? -Lenov se había perdido.

Susana se volvió hacia la terminal del ordenador y pidió unos datos.

– Los marcianos los conocían, ¿recuerdas?

– Sí. Aunque no vi los hologramas originales, Ben… me mostraron unas grabaciones. Fue ese tal Markus quién les puso el nombre de Taawatu.

– Benazir pensaba que estas criaturas no eran reales, sino una especie de símbolo, o divinidad… de cualquier forma, eso importa poco, el caso es que los antiguos habitantes de Marte conocían su existencia.

– ¿Fueron contemporáneos?

– Eso mismo me pregunté yo, y pregunté a Kenji cómo podíamos averiguar la antigüedad de ese artefacto…

– La pila atómica -comprendió Lenov.

– Exacto. Yuriko metió una sonda en la mochila, que analizó lo que quedaba del material radiactivo.

– ¿Y…?

– Los marcianos se extinguieron hace quinientos millones de años. Esa cosa lleva ahí, al menos, esa cantidad de tiempo…

– ¡Demonios! ¿Fueron contemporáneos?

– Imposible saberlo con seguridad, nuestros instrumentos no son tan precisos; y un margen de error de un par de millones de años, es una cantidad apreciable de tiempo.

– ¡Desde luego!

– ¿Te das cuenta de la escala de tiempo de la que estamos hablando?

– Lo intento. ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Pedí a Kenji que soltara el resto de las sondas para explorar los anillos de Júpiter a conciencia. Creo que los ha situado en una órbita interior. Las sondas podrán diferenciar los restos de radiación de las mochilas contra el fondo de hielo de los anillos. Ahora que sabemos lo que buscamos, será sencillo hallar otros. Si los hay.

25

– ¡Despierta, Lucas!

– ¿Uh?

– ¡Despierta!

Lucas se despertó en una cama mojada y pegajosa. Qué noche tan húmeda. Tendría que poner un ventilador. De repente recordó dónde estaba.

Su robot seguía la marcha como un sonámbulo. Estirar pata, agarrar, flexionar, estirar la otra, buscar apoyo, soltar brazo, buscar apoyo… el robot realizaba aquellos movimientos en tanto que su portador dormía. El cable tenía tantas irregularidades, que se podía descender por él sin demasiados problemas. Al menos de momento.

Ahora era su turno de guardia. Bostezó y echó de menos un buen desayuno de café, tostadas con mantequilla y miel, zumo de naranja… se relamió. Las intravenosas eran un sustituto poco placentero.

– De acuerdo, Sandra, puedes echar un sueñecito. Nosotros vigilaremos tu cacharro. Quedas oficialmente relevada y todo eso.

– Bien.

– Sin novedad, Lucas -informó Karl.

– Estupendo. -Un día más de soberano aburrimiento. Se forzó a observar.

La Tierra apenas había crecido. Pero Lucas notó que el robot tenía una leve tendencia a la caída. Pronto sería necesario pilotarlos en el modo directo.

Las labores de vigilancia de la flota no eran precisamente abrumadoras. El almirante Jean Paul Al-Hassad Ghadban se dio cuenta de ello, a los pocos días de tomar el mando de la Flota Unificada.

La flota no tenía de unificada más que el nombre. En toda su vida no había visto una reunión más discordante de cascos.

Había cruceros lanzamisiles de la antigua Velwaltungsstab, con sus escoltas de corbetas robot; hidroalas patrulleros brasileños; arcaicas fragatas nucleares de la Marina Panislámica; submarinos y cañoneros láser tex-mex; unos cuantos portaaviones japoneses (superpesqueros adaptados, en realidad), que transportaban la reducida fuerza de cazas de despegue vertical. En cuanto a los mercantes, apresuradamente reconvertidos en portahelicópteros y plataformas lanzamisiles o de artillería radiante, su número, tonelaje y diversidad eran asombrosos. Fuera del alcance de la vista patrullaban los AWACS, y las cámaras de los satélites espía no perdían ripio.

El almirante dio un último repaso a su imagen en el espejo. La aprobó. Cuando se está en una situación como aquella, de esperar y ver, no se debe permitir la menor informalidad. Los hombres debían mantenerse alerta y siempre dispuestos, y los pequeños detalles como la indumentaria eran importantes.

Como cada mañana, se dirigió al puesto centralizado de mando en su buque insignia, acompañado de su estado mayor. Bajo el cálido sol ecuatorial, su gorra era una sartén invertida que le cocinaba el cráneo. Hizo caso omiso a la molestia; sólo se permitió un inaudible suspiro de alivio, al entrar en la fresca atmósfera acondicionada.

Según su costumbre, examinó uno a uno los sistemas de detección: radares, infrarrojos, ultravioletas, eco-sonar, hidrófonos, sismógrafos enterrados en el fondo… Prestó especial atención a estos últimos.

El problema era que detectaban demasiadas cosas. Le resultaba raro pensar que, a dos mil metros bajo ellos, el lecho oceánico se rasgaba lentamente como una sábana vieja, burbujeando con la lava, sacudido por numerosos microsismos, a medida que los continentes se separaban centímetro a centímetro, como venían haciendo desde hacía cien millones de años. En la Dorsal Atlántica se detectan más de un centenar de terremotos al año. El almirante pensaba que aquello camuflaría cualquier actividad alienígena, por ello le interesaba.

Cuando acabó la inspección, el almirante Al-Hassad salió al tórrido aire libre. La flota se mantenía a más de diez millas náuticas de la Isla del Cielo, formando un gran círculo.

La examinó con los prismáticos, más que nada por curiosidad. Difícilmente podría ver algo que se les hubiese escapado a los sistemas de vigilancia.

La isla no era más que una pirámide de roca negra, totalmente desprovista de vegetación. Lo más inquietante era el largo dedo azabache que señalaba al cénit. Examinó el cable, apenas visible en el índigo neblinoso de la distancia. Se elevaba recto hacia el cielo, hasta perderse de vista casi sobre su cabeza.

– Hábleme de su plan, Leontiev -dijo, volviéndose hacia uno de sus hombres.

– Es sencillo, almirante -respondió el aludido-. Enviamos un vehículo submarino hacia la isla…

– Robotizado, por supuesto.

– Sí, almirante. Un vehículo con ruedas guiado por cable. Cuando esté a poca profundidad, iza unas boyas con cámaras de televisión, igualmente por cable, y las fija al fondo. Así evitamos emisiones que puedan ser detectadas. También podríamos instalar otro tipo de sensores…

– Parece bastante discreto -reflexionó el almirante-. Me gusta, aunque ¿tiene idea de dónde podemos conseguir un vehículo de esas características?

– No debería ser difícil. Las compañías petrolíferas los usan en operaciones de mantenimiento.

– Bien.

El almirante volvió a mirar a la isla con los prismáticos. No parecía haber ninguna abertura. Y eso le daba que pensar. ¿Por dónde vendría el ataque?

Se ajustó la gorra y mandó preparar su helicóptero. El día anterior había visto que, en varios buques, los marinos iban en calzoncillos. Cierto es que hacía calor, pero ese descuido no debía tolerarse.

Lenov se vistió con un judogi, ceñido por un cinto más ancho de lo común, y se sentó sobre sus talones, en el centro de la vacía sala de juegos.

Durante largo rato, mantuvo la mirada fija al frente, centrada en un punto situado a unos dos metros; sus ojos brillaban de furia. Llevaba en el cinto una katana, atravesada sobre la cadera izquierda, con el filo hacia arriba y formando un ángulo de treinta grados con el eje del cuerpo, de modo que la empuñadura o tsuka cruzaba y protegía su abdomen, además de quedar cerca de la mano derecha.