Respiraba lenta y profundamente con el diafragma, reteniendo levemente el aire. Aquello era el zanshin: acción dentro de la calma. Debía permanecer neutral, libre de toda emoción, deseo o idea preconcebida, con total disponibilidad física y mental, alerta todo el tiempo, para que la acción surgiese libre del pensamiento o de las emociones, lo que le permitiría reaccionar frente al adversario de la misma manera que el espejo refleja instantáneamente el objeto que aparece ante él; cada movimiento debía ser sobrio y preciso, el resultado de la armonía y unidad absoluta entre la mente, el cuerpo, el sable y el ki, la energía vital. Su mirada era viva y penetrante, como si realmente mirara a un adversario sentado frente a él. La mirada revelaría a los observadores el grado de concentración y conocimiento real de la kata que iba a realizar.
Y, en un momento dado, comenzó el nuki-tsuke.
Realizó varias acciones simultáneas: apoyó los dedos de los pies en el suelo, enderezó el cuerpo, emitió una espiración corta, al tiempo que el índice y el pulgar derecho se apoyaban en la empuñadura del sable, y la mano izquierda sujetaba la vaina, empujando la guarda o tsuba con el pulgar. Empezó a desenvainar, con el pomo apuntando al abdomen de su enemigo imaginario.
Los primeros veinticinco centímetros de la hoja surgieron con el filo hacia arriba; en ese momento su mano izquierda giró la vaina, situándola horizontal. Al mismo tiempo adelantó el pie derecho. El resto de la hoja fue surgiendo con velocidad gradualmente creciente, máxima al final. Lanzó un fuerte «¡YIAAA!», mientras golpeaba el tatami con toda la planta del pie derecho, al tiempo que atrasaba el hombro y cadera izquierdos, procurando mantener los pies paralelos y, estirando el tronco y el brazo derecho hacia delante, lanzó un veloz corte en oblicuo ascendente hacia la garganta de su enemigo imaginario: seme, el desequilibrio.
Su adversario, de existir, estaría sorprendido ante la velocidad de su amenaza y la fuerza de su kiai, y se habría inclinado hacia atrás, perdiendo el equilibrio durante unos valiosos segundos. Y era sólo el principio. Ahora venía el furikabute (armar el sable): con el cuerpo bien derecho, flexionó el codo y alzó el sable sobre su cabeza, hasta ponerlo en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados sobre la horizontal, donde lo empuñó su mano izquierda, mientras hacía una profunda inspiración abdominal. Lo sujetó sin crispación, con pulgares, anulares y meñiques.
Y llegó el momento del kiri-tsuke: ¡cortar! Cuerpo vertical, tensión en el abdomen, brazos relajados, piernas paralelas, espiración brusca, ¡ahora!
– ¡YIAAA! -aulló, concentrando su ki en el grito.
El sable relampagueó velozmente en vertical de arriba abajo, con la mano izquierda haciendo palanca sobre la derecha, en un fulminante shomen uchi que hubiera partido la cabeza de su adversario imaginario. Antes de que tocara el suelo, Lenov lo frenó en seco con un leve giro de muñecas.
Quedaban dos tiempos: chiburi (limpiar el sable de sangre imaginaria) y noto (envainar); pero Lenov siguió dando sablazos al vacío, cortando con saña a sus enemigos invisibles… hasta que, finalmente, cayó de rodillas agotado.
Acurrucada en la penumbra, Susana observaba al ruso. Sentía deseos de acercarse a él. Estaba segura de que Lenov necesitaba urgentemente la compañía de alguien, un hombro sobre el que llorar, unos oídos que escucharan su dolor.
Ella sabía cómo se sentía; lo sabía perfectamente, casi era experta en el tema. Pero no podía hacer nada; no podía exponer a otros ojos su propia debilidad. Enfrentarse al ridículo, era la única cosa que temía más que la soledad.
Era preferible seguir allí, mirarle desde la zona no iluminada de la sala de juegos, bien protegida por la oscuridad, en silencio.
Los tres robots de combate llevaban días bajando por el cable. Lucas se sentía bastante molido. Era mucho tiempo envuelto en aquella cosa, entumecido por la falta de movimiento. Sentía que su piel iba a pudrirse por la humedad. Pero sabía que esa sensación sólo existía en su cerebro, su piel estaba perfectamente oxigenada y nutrida por aquella cosa que la envolvía.
Los científicos afirmaban que un hombre podría pasarse años metido en aquella cosa, sin ningún inconveniente para su organismo.
Y no había enemigos a la vista. El Universo se había reducido al Cable y la Tierra a sus pies. Por ello, acogió con reservas el plan de Karl.
– Puede ser peligroso.
– Oh, claro. Pero pensadlo. Tarde o temprano tendremos que entrar a instalar las cargas, ¿no? Tenemos que saber cómo es esta maroma por dentro.
– Creo que tienes razón, pero no me gusta. Habría que cortar, y… ¿no crees que eso haría sonar las alarmas?
– Puede que sí, aunque es un riesgo que debemos correr. Por otro lado, ¿has pensado que cada día se nos va a hacer más difícil bajar?
En eso, Lucas estaba de acuerdo. Sus robots pesaban cada vez más. Eso significaba que no podían confiar en sus cerebros de mosquito; debían pilotarlos ellos. Por tanto, tenían que dormir menos, o retrasarse en el plan. Eran como alpinistas, comiendo y durmiendo colgados de la roca.
Sandra intervino:
– ¿Por qué no hacemos un agujerito? Tal vez las alarmas no estén pensadas para cosas así, después de todo hay impactos meteóricos. Vamos a abrir un pequeño boquete y veremos qué pasa.
Lucas la miró; aquel robot con pinta de dinosaurio era muy poco expresivo. Los tres compañeros permanecieron silenciosos.
– ¿Por qué no? -habló Lucas.
– De acuerdo. -El robot de Karl asió con una garra el cañón de partículas e hizo algunos ajustes en los controles.
Lucas tomó un pedazo de la superficie del cable con su garra. El material era muy extraño, una especie de costra fácilmente desmenuzable para la garra del robot, ligera, llena de grietas e irregularidades. Parecía piedra pómez o ladrillo poroso.
– Un disparo a baja intensidad -advirtió Karl-. Apartaos.
Así lo hicieron. Hubo un relampagueo azulado, como un arco de soldadura, y una pequeña explosión abrió un cráter en la superficie del cable.
Lucas dirigió su mirada en todas direcciones, esperando ver… no sabía qué. Sin embargo, todo aparecía tan tranquilo como siempre.
– Fijaos en esto -señaló Karl. Los tres se acercaron, deslizándose de lado.
Había un cráter humeante de un metro de diámetro. Estaba lleno de… parecía una serie de fibras del grosor de una muñeca humana, varias de ellas cortadas y quemadas por la descarga. A Lucas le recordaba una cuerda desgastada, mostrando el trenzado de fibras de cáñamo.
En aquel momento presenciaron un espectáculo pasmoso. Una especie de gelatina rojo transparente manaba del boquete. El líquido, muy viscoso, burbujeaba y emitía vapor en aquel cuasivacío. Muy poco a poco, la gelatina se espesaba y se volvía opaca, hasta convertirse en una costra sólida.
Karl tomó un pedazo con la garra. Todavía conservaba fluida la parte interior.
– Es increíble. Es… cómo decirlo… una cicatriz. Un sistema de autorreparación.
Lucas sintió incrementarse su sensación de extrañeza. De repente tuvo la impresión de ser una hormiga bajando por un tronco de pino. Aquella superficie le recordaba poderosamente a la corteza, muerta y agrietada.
– Bien -observó Sandra-, eso lo arregla todo.
– ¿Qué arregla?
– Si tienen un sistema de reparación automática, ¿para qué instalar una alarma? Lo que implica que nadie aparecerá por aquí.
– Creo que Sandra está en lo cierto -acordó Lucas-. El cable es demasiado largo para mantener una vigilancia permanente, a costa de numerosísimo personal.
– Aún no hemos visto al personal -les recordó Karl-, y no sabemos nada en absoluto sobre su número. Pero estoy de acuerdo. Si no nos han detectado ya…
El cañón de partículas disparó por segunda vez, abriendo un boquete del tamaño de la caja de un camión. El robot de Karl se introdujo por ella, blandiendo el cañón como un tiranosaurio fusilero.