¿Sería lo bastante normal, como para que la insignificante navecilla terrestre sobreviviera a una de las peores cosas que Júpiter podía ofrecer? Lenov recordó que la Gran Mancha Roja había existido durante al menos cuatro siglos.
Júpiter les deparó otra sorpresa.
Lenov había aprovechado para dormir las horas que faltaban para el encuentro. Su sueño duró casi un día joviano entero, del que le despertó un extraño golpeteo regular.
Se despejó de repente, alarmado. ¿Qué podía ser?
Las portillas estaban muy oscuras, apenas entraba una luz plomiza. Con mano temblorosa, encendió los focos exteriores.
Al instante se echó a reír.
– Hoshikaze, aquí hay algo para/vosotros -llamó-. Está lloviendo.
Gruesos goterones brillaban fugazmente como plata en el haz del proyector, en medio de una niebla espesa. El enorme globo impedía que se mojase la góndola, pero las tensas celdillas de gas tamborileaban bajo las gotas. El calor del mismo evaporaba la lluvia, formando aquella espesa qeblina. Por precaución, subió la potencia del calentador de aire.
Tomó una muestra del líquido. Era amoníaco con algo de agua disuelta, ácido sulfhídrico y una sopa diluida de moléculas orgánicas.
Esta vez, Sandra y Karl no procedían tan alegremente como al principio. Vigilaban la aproximación de más alienígenas, y se ocultaban cuando veían moverse algo.
Vieron pasar varías agrupaciones de monstruos. No fueron vistos; la inmensidad de la torre proporcionaba cientos de escondrijos.
El camuflaje de los robots de combate funcionaba bien, al parecer.
En un momento dado, se vieron sorprendidos por algo insólito.
– Hay algo que sube -exclamó Sandra.
– ¿Dónde?
– Allí.
La garra señalaba un punto hacia bajo. Karl miró en aquella dirección y enfocó la visión.
Era un objeto enorme, de las dimensiones de un elevador. Pero se movía mucho más despacio.
– ¿Qué puede ser?
– No lo sé.
En torno al cuerpo se movían las pequeñas manchas luminosas de los alienígenas.
– ¿Nos escondemos?
– Tardarán en llegar -dijo Sandra, pensativa-. ¿Cuántas bombas te quedan? -Dos. -A mí tres. Creo que deberíamos colocarlas todas.
– ¿Estamos lo bastante bajo? -No.
– Quizá sea mejor escondernos y esperar.
– ¿Y si nos descubren?
Karl no dijo nada. Pero estaba lo bastante aterrado como para hacer estallar sus bombas manualmente. Sandra debió adivinar su pensamiento.
– Vamos a montarlas -dijo la chica-. Programa el detonador para dentro de veinte minutos…
– ¿Veinte minutos? -exclamó Karl-. Eso es demasiado ajustado para mi gusto.
– No discutas, y colócalo en veinte minutos.
– No tendremos tiempo de salir.
– Tendremos tiempo de sobra. No podemos arriesgarnos a que eso que viene hacia aquí, sea lo que sea, las descubra.
– ¡Estás loca!
A regañadientes, Karl programó las cargas. Luego, fijó su atención en la cosa. Ya estaba lo bastante cerca como para captar algunos detalles.
Era un cuerpo enorme, de forma casi elíptica, como un gran submarino. Karl pudo apreciar con claridad que estaba dividido en anillos, a semejanza de una gorda lombriz.
De su superficie salían varias filas de patas que la recorrían a lo largo.
Estas patas, muy pequeñas frente a la longitud total del monstruo, eran sin embargo muy grandes en tamaño absoluto. Se aferraban con firmeza a las vigas, e iban empujando a la cosa lenta e imperturbablemente hacia arriba.
– Se oye un ruido raro -dijo Sandra.
– Yo no oigo nada.
– Aprieta la cabeza a una viga.
Así lo hizo Karl. Oyó sonidos como de crepitaciones, desgarramientos, rechinos… Sorprendente. ¿Qué significarían?
Aguardaron llenos de recelo.
– Es inútil -decía Yuriko-, es demasiado grande. No puede esquivarla, la tormenta le engullirá en unas horas.
– Tenemos que sacarlo de ahí -exclamó Kenji.
– No hay forma de…
– No podemos hacer nada -dijo Susana-. Debemos confiar en que Semi logrará salir adelante.
– ¿Cruzarnos de brazos durante horas, mientras nuestro amigo lucha por su vida? Eso es algo que podría volverme loco.
– Puedes hacer algo más, Kenji -dijo el padre Álvaro.
Susana se volvió hacia él. No sabía desde cuando estaba en el puente, no le había oído entrar.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Kenji.
– Puedes rezar.
Susana sacudió la cabeza con una mueca cínica pintada en sus labios.
– ¡Magnífica idea! -rió Susana, con amargura-. Pongámonos todos a rezar… ¿Realmente cree que eso serviría de algo?
– Desde luego, no haría ningún mal…
– Basta, padre -Susana se llevó las manos a las sienes-, basta. Tengo un terrible dolor de cabeza, y creo que mi presencia ya no es de ninguna utilidad aquí. Si me disculpa…
Susana abandonó el puente. El franciscano dudó un instante y salió tras ella.
La alcanzó en el corredor que conducía al tanque. -Susana, Susana… Espere un minuto, por favor… La etóloga miró al padre Álvaro, y se apoyó contra el mamparo con un gesto de infinito agotamiento.
– No puedo creerlo… Es usted persistente, padre. Álvaro llegó a su altura.
– Discúlpeme, no quiero molestarla… únicamente quisiera preguntarle algo… -¿De qué se trata?
– Usted cree que nosotros, la Humanidad entera, fue… creada por esas criaturas de la nube de Oort, al igual que los monstruos que nos atacaron, al igual que los antiguos marcianos…
– Lo único que puedo afirmar, como científico, es que existe una relación biológica entre todos. El grupo más antiguo llegó a Júpiter, desde la Nube de Oort, centenares de millones de años antes de la existencia de ningún hombre sobre la Tierra. Saque usted sus propias conclusiones.
– Dice que estamos relacionados. Por supuesto que sí, tenemos un mismo Creador. Susana suspiró.
– Usted lo quiere ver así, de acuerdo, no me opongo. Pero deje de perseguirme por los pasillos, ¿de acuerdo?
El religioso se tapó la cara con las manos. Su dignidad parecía estar agrietándose rápidamente.
– Usted no lo entiende -susurró-, estoy… asustado.
Asustado.
Susana miró a un lado y otro del pasillo, ella sólo deseaba encerrarse en su camarote. Alejarse de allí.
– Vamos, vamos, tranquilícese. ¿Qué es lo que teme? Está razonablemente a salvo aquí. Es Lenov el que se la está jugando ahora mismo.
– No temo nada externo, Susana. Los enemigos de la carne pueden ser combatidos sin dificultad… Pero los enemigos del alma surgen de nuestro interior, como gusanos devorando un cadáver. El cadáver de nuestra fe.
Susana decidió cortar aquello.
– No entiendo a qué se refiere, y…
– Nos enseñan a ser adultos, a fingir que estamos por encima de las cosas, a que nada nos afecte… -El hombretón tenía los ojos brillantes por las lágrimas-. ¿Sabe?, hace años disfrutaba de la compañía de los niños; revivía en ellos, una y otra vez, la inmensa sensación de sorpresa que me proporciona la Obra de Dios. Los ojos de los niños son puros, carecen de prejuicios, no se plantean preguntas demasiado complejas, solamente mirara y se asombran ante lo que el Universo puede ofrecerles.
»Ahora nosotros somos como niños, estamos superados por la inmensa realidad que vamos descubriendo… Quizás el Universo no sea como habíamos imaginado…
– ¿Y qué? Nos ajustaremos a ello. ¿O piensa qué, con todo lo que la gente debe de estar pasando en la Tierra, alguien va a tener tiempo de plantearse esos problemas?
– Creo que sí; precisamente, es ahora cuando la gente común (no los sacerdotes o los científicos: la gente común), más que nunca, va a necesitar de Dios; del camino que nos trazó Jesús, y que siguieron nuestros padres.
– Me parece perfecto. Pero yo no soy creyente, ése no es asunto mío.
El sacerdote la sujetó del brazo cuando Susana iba a marcharse.
– ¿Qué hace? ¡Suélteme!
– Es asunto suyo, Susana. Creyente o no, ¿se da cuenta de la responsabilidad que tiene usted ahora en sus manos?