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– Me está haciendo daño, suélteme.

– ¿Le negará a las futuras generaciones el calor de Dios?

Con un tirón brusco, Susana se soltó. Se miró el brazo, los dedos del religioso habían quedado marcados en rojo.

– Usted tiene algún cable cruzado, Álvaro. Informaré de esto.

Se dio la vuelta, y caminó hacia su camarote. Álvaro le gritó: -¡Quizás esta nave no debería regresar jamás!

Las horas que siguieron fueron las más largas de la vida de Lucas.

No hacía otra cosa que yacer sobre su pringosa envoltura, encerrado en la cabeza de un robot, preguntándose qué sabrían ellos (o al menos aquel cretino de «Mentenúcleo»).

¡Ni siquiera le había preguntado sobre las bombas! Ya había perdido su paranoico temor de no pensar en ellas. Estaba claro que «Mentenúcleo» no podía leer sus pensamientos. Solamente podía comunicarse con él a través de los sentidos de su traje.

¿Y quién diablos sería? ¿El jefe de segundad, el del Servicio de Inteligencia, un embajador? ¿O el propio general en jefe? Por sus palabras, entre los alienígenas parecía no haber distinción de individuos. «Mentenúcleo» le había tratado como un ser humano trataría a un teléfono que funcionaba mal.

Quizás allí estaba la clave, y todas las ideas apuntadas acerca del objetivo del Dedo estaban equivocadas. Recordó los vídeos de la exploración del núcleo del Arat que había enviado la Hoshikaze…

Algo se iluminó en la mente de Lucas. Comprendió qué era realmente aquella torre.

No se trataba de un simple vehículo para que los alienígenas accedieran a la Tierra.

Era el alienígena en sí.

Toda ella era un único y gigantesco ser vivo dotado de conciencia, como la criatura que ocupaba el núcleo del Arat. Una conciencia que no residía en un solo lugar, «Mentenúcleo» parecía confuso cuando Lucas le preguntó dónde estaba. La torre podría ser como un gigantesco coral, una colonia de criaturas, con un sistema nervioso descentralizado, o quizás una red de cerebros interconectados. Quizá se alimentaría de la energía generada por la diferencia térmica entre cada uno de sus extremos, o de la radiación solar sobre su inmensa superficie, o extraería energía directamente del manto terrestre…

¡Un ser tan enorme podría devorar un planeta entero!

Sí, tenía sentido. De alguna forma lo tenía…

Repentinamente sintió el impulso de escapar. No por su vida. Debo llevar esa información a la Tierra.

¿Cómo? Movió el brazo derecho del robot. Quizá podría arrastrarse. Pero no podía olvidar que estaba encerrado en aquella gigantesca torre. No sabía siquiera a qué altura, excepto que no podía ser mucha. Sentía la gravedad.

¿Y qué había de las bombas? ¿Habían tenido suerte sus compañeros? ¿Habían encontrado los alienígenas las bombas ocultas? Caviló frenéticamente. «Mentenúcleo» no le preguntó sobre ellas. Eso significaba que, o bien las habían encontrado, o bien no. Espera, espera. Si las hubiese encontrado… o si hubiese encontrado algunas, entonces le habría preguntado sobre ellas. Después de todo, Lucas llevaba varias consigo. Por tanto…

Pero no. Quizás eso era lo que se buscaba de la hipotética «mentenúcleo» de Lucas. Y en ese caso, él no tenía modo alguno de averiguar lo que sabían los alienígenas. Si «Mentenúcleo» volvía a interrogarle, Lucas no iba a decirle: «Oye, no te esfuerces, he sido yo quien ha puesto las bombas… a propósito, y únicamente por curiosidad, ¿las habéis encontrado todas?»

Lucas suspiró. Había malgastado sus células grises y seguía como al principio. Bien, si la teoría del «teléfono estropeado» era cierta, «Mentenúcleo» no se dignaría volver a hablar con él.

Lo que le dejaba tiempo para urdir un plan de escape. Comenzó a a arrastrarse lenta y penosamente con el brazo derecho.

Al menos, era una idea más útil que permanecer acostado rumiando su infortunio.

Las paredes eran de una sustancia blanca, elástica y fibrosa. Parecía seda de araña. El cubículo en que estaba podría contener cuatro o cinco cabezas de robot como la suya. La luz parecía surgir de todas partes, como si la difundieran las mismas paredes.

No había nada más. Tanteó con la pinza. Creyó que podría rasgarla. Entonces podría escapar de la celda, y, arrastrándose sobre un brazo y cuidando que no le viesen, averiguar dónde estaba, buscar una manera de salir de la torre… todo ello, teniendo en cuenta que un par de docenas de bombas de hidrógeno podían estallarle bajo las narices en cualquier momento. Podía tener éxito, si los alienígenas fuesen unos estúpidos integrales.

Mientras Lucas hacía de Montecristo, Sandra y Karl pudieron ver mejor qué era la cosa. Y quedaron totalmente sorprendidos.

¡Aquella especie de oruga gigante se estaba comiendo las vigas rotas!

Su extremo anterior estaba rodeado de media docena de bocas en forma de ranura, que mascaban, trituraban y tragaban todo lo que se le ponía por delante. Un ejército de monstruos, totalmente similares a los que les habían atacado, excepto que tenían patas aún más robustas, arrancaban vigas rotas y todo fragmento que pudieran encontrar, y con ellos atiborraban las glotonas fauces.

– Servicio de limpieza -adivinó Sandra-. Me pregunto cuándo vendrá el de mantenimiento.

No tuvieron que aguardar mucho.

De la parte trasera de la cosa salían una especie de espaguetis blanquecinos, como monstruosas deyecciones. Pero no era aquello.

Conforme aquellas extrañas excreciones iban saliendo del cuerpo de la cosa, las obreras, si se podía decir así, las iban colocando reemplazando a las vigas. Al parecer, aquella sustancia se endurecía con rapidez. Tras ellas, el andamiaje de la torre quedaba reparado.

– ¡Como una araña! -exclamó Sandra.

– ¿Cómo?

– ¡Segrega vigas como una araña su seda! Esa masa es una macromolécula de polimerización ultrarrápida. ¿Comprendes?

– No del todo. Las arañas producen la seda con la que hacéis camisas y corbatas, ¿verdad? -Karl no estaba muy ducho en Biología terrestre.

– No, esos son los gusanos de seda.

– Gusanos, arañas, ¿qué diferencia hay?

– Pues… luego te lo explico.

Los dos presenciaron cómo la cosa reciclaba las vigas.

– ¿Qué hacemos? -preguntó Karl con acento sombrío.

– ¿Hacer?

– Esa cosa está entre nosotros y la pared de salida.

– Ya me he dado cuenta. No tenemos muchas opciones, ¿verdad? ¿Cuanto tiempo nos queda?

– Casi quince minutos. Pero podemos detenerlo en cualquier momento.

– Ni hablar. -Sandra extrajo, de un compartimiento situado en la cadera del robot, una esfera del tamaño de una naranja, y la hizo girar entre sus garras.

– ¿Qué es eso?

– Un pequeño juguetito…

– ¿Qué…?

– Una diminuta bomba de fisión. Medio megatón. Limpia y compacta, muy eficaz en situaciones difíciles.

– Chica, no hablarás en serio… ¡Estamos a menos de cien metros de esa cosa!

El robot de Sandra se preparó para lanzar.

– Ponte a cubierto.

Karl se arrojó a un lado, al tiempo que la chica lanzaba la bomba.

La explosión fue casi simultánea. Destrozó a la gigantesca criatura, y lo que quedaba del entramado de vigas.

Sandra y Karl, cayeron girando, rodeados de escombros y restos orgánicos irreconocibles. Ambos lograron asirse a un saliente.

– ¡Mira! -señaló Sandra.

La explosión había abierto un gran boquete en la pared de la torre. Los rayos de luz entraban cegadores, reflejándose en el abundante polvo interior.

– Imagino que ya habías previsto ese efecto -comentó Karl con sorna.

– Debo admitir que no -respondió ella con tranquilidad-, pero nos viene de perlas. ¿Cuánto tiempo nos queda?

– Menos de diez minutos.

– Suficiente.

– ¿Cómo vamos a llegar hasta ahí? Esto está a punto de desmoronarse.

– Abandonaremos los trajes.

– El exterior está radiactivo, como consecuencia de tu juguetito.

Sandra abrió la cabeza de su robot.

– Sólo estaremos expuestos unos minutos. Karl, necesitaré tu ayuda para salir, creo que me he lastimado una rodilla en la caída.

La cabeza del robot de Karl se abrió también. El hombre se ajustó la sutil máscara de oxígeno, y saltó sobre el robot de la chica. Con dificultad, logró sacarla de la ajustada vaina, y le ayudó a colocarse la máscara y la pequeña mochila del paracaídas.