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De repente fue sacudido por una fuerte racha de viento. El Piccard comenzó una frenética serie de giros que casi enloquecieron a Lenov. Semi gritó. Su chillido parecía el desesperado aullar de una sirena.

Soltó el ancla aérea. El Piccard siguió girando, como un patito de goma en el torbellino de una bañera que se vacía. Sus giros eran ahora sobre su centro de gravedad, más cortos, más rápidos. Una centella saltó entre las nubes. Lenov, aturdido, contó uno, dos, tres… antes de recordar que aquello no le serviría de mucho. ¿Cuál era la velocidad del sonido en la atmósfera de Júpiter?

La voz de la Hoshikaze se llenó de estática.

– ¡Piccard, resp… bzzz…

– ¡No os recibo bien, Hoshikaze!

Llegó el trueno; un trueno mucho menos bronco que el de una tormenta terrestre, si no más bien agudo, como un grito de dolor. Lenov recordó sus inmersiones en atmósfera de oxi-helio, en las que la voz humana se vuelve chillona. Aquello les divertía…

– Vientos de… bzzz… sssss… no recibí…

– ¡Yo tampoco os oigo!

– Rrrr… ¡contesta, Pie… rrrr…

– ¡Hoshikaze! ¡Hoshikaze, no os oigo!

– Oím… bzzz…

Era inútil. La atmósfera se había vuelto loca y el Piccard flotaba desvalido, como una pluma arrastrada por un vendaval. El peor enemigo de un dirigible es el viento. Lenov casi gritó ¡tenemos que salir de aquí! Aunque era indudable que el delfín no necesitaba tales consejos.

Otro relámpago centelleó. De nuevo el trueno chillón… más cerca. Hubo un crujido metálico. Lenov, al oírlo, sintió un estremecimiento. De nuevo un crujido. El altímetro indicaba que el Piccard perdía altura; indudablemente, había pérdida de gas… Un nuevo crujido… y el Piccard se partió en dos. La mitad posterior, conteniendo el módulo de regreso y el impulsor principal, se hundió como una piedra. La mitad anterior, con la góndola de mando, se elevó. Las luces de la cabina se apagaron y luego se encendieron de nuevo, al entrar en acción las baterías de emergencia. Lo que quedaba del Piccard giraba en el infierno de nubes escarlata, y su rotación disminuía con celeridad.

Como un corcho saltando del cuello de una botella, el Piccard emergió al aire claro, en el ojo del huracán. Flotaba en el centro de un grandioso embudo de nubes rojas, como si estuvieran en la arena de una plaza de toros. Las murallas nubosas se alzaban a su alrededor, mientras arriba relucía el sol en el cielo índigo. La navecilla se alzaba y se alzaba, en dirección al aire límpido de las alturas. Una válvula automática soltó gas para impedir que estallase. No es porque importe mucho, pensó Lenov con melancolía. Inclinándose como pudo, logró divisar cómo la mitad de popa se hundía hasta perderse de vista en el fondo del embudo.

– ¿Nos… zzz, Pie… rrr… Contest… zzz…

Lenov contestó la llamada; y en la forma más neutral posible, explicó su estado.

¡Muy alto, muy alto, maldición!, pensó Al-Hassad.

Una deslumbrante bola de fuego había estallado a un cuarto de la altura de la torre, cortándola limpiamente. Los marinos de la flota no pudieron verlo a través de las nubes, pero el resplandor fue claramente perceptible.

El almirante ordenó despejar el flanco Este de la torre. El gigantesco cilindro empezaba a derrumbarse hacia tierra.

Lentamente.

Y conforme caía, explotaron más bombas.

Aquel era el plan B: un intento desesperado de fragmentar la torre lo más posible, a fin de evitar el máximo de daño. Mientras descendían, los muchachos habían colocado varias cargas dispersas, antes de instalar la principal.

La torre quedó dividida en varias docenas de trozos, reducido el extremo más cercano a tierra a una fracción de la longitud total.

Los trozos de torre empezaron a arder por la fricción…

Para Lucas, todo aquello no fue sino una inmensa confusión. De repente, sintió una prisa frenética por salir de allí. De un zarpazo desgarró la tela.

La celda en la que lo habían encerrado colgaba entre las vigas, como un nido de procesionarias entre las ramas de un pino.

No había nadie a la vista.

La torre crujió. Lucas se sujetó con fuerza. ¡Estaba cayendo! Se sentía como en un ascensor rápido. Pronto, debía salir de allí. Tenía que salir de allí.

Se arrastró sobre una viga transversal, con su único brazo, en dirección a la pared. Arrastrarse… arrastrarse… un empujón… otro… el ascensor seguía bajando más y más rápido…

Hubo otra explosión y una sacudida que le lanzó al vacío. Cayó… lentamente.

Se aferró con desesperación. Colgando de la zarpa, miró a todos lados… un momento.

Luz azul llegaba desde abajo. La torre se había partido bajo él, dejando entrar la luz reflejada en el mar. No lo pensó más. Se soltó.

La cabeza rebotó varias veces en su caída, el brazo se rompió, Lucas fue lanzado contra las acolchadas paredes de su encierro. Y de repente hubo luz.

Todo daba vueltas. Lucas vio la torre sobre el cielo negro, el horizonte, el océano cubierto de nubes bajo él, el cielo negro y la torre otra vez…

Estaba cayendo libremente sobre la Tierra. O sobre el océano, daba igual. En uno de aquellos locos giros, vio Sudamérica y África de una sola ojeada, separadas por la plancha azul del Atlántico moteada de nubes, como una bandeja de vidrio azul llena de vedijas de algodón…

Algo empezaba a desplegarse. ¡Todavía no!¡Todavía no! El paracaídas sería inútil a tal altura. Bueno, confió en que el robot supiese lo que hacía.

Algo logró. La cabeza dejó de oscilar. Lucas veía bajo sí el océano y, ahora que se fijaba, lo vio lleno de largas estelas en V, todas alejándose de la línea de caída de la torre. Mejor dicho, de los fragmentos. Pudo distinguir dos.

La cabeza de robot se puso incómodamente caliente. Lucas empezó a sudar por todos sus poros. El paracaídas empezaba a hincharse, muy poco a poco. Confiaba en que fuese lo bastante fuerte…

La capa de nubes se acercaba. Parecían tan sólidas como el mármol. Se distinguían con suma claridad sus sombras sobre el agua.

Cobró conciencia de su altura. Cerró los ojos; no podía evitar la visión del robot, bombeada a su cerebro. ¡AAARGGG!

Reprimió sus arcadas con dificultad. Un buche de líquido, vomitado por su estómago vacío (aún se acordaba de segregar ácido clorhídrico), estuvo a punto de ahogarlo. Sopló fuertemente por la nariz para despejarla.

Hubo un nuevo empellón, cuando se abrieron los verdaderos paracaídas de frenado. La cabeza del robot empezaba a oscilar como un péndulo enloquecido.

¡Por favor, más de esto no! Mareado, trató de ver hacia dónde caía.

Las nubes estaban muy cerca. Entre ellas, podía distinguir las estelas en V. Esperaba que pudieran localizarle, aunque el robot no pudiera comunicarse a tal distancia… al menos, eso decían los científicos marcianos… atravesó la capa de nubes, envuelto en aquella niebla durante algunos segundos…

Se abrieron dos paracaídas más. Nuevo empellón… ahora sólo tenía el mar bajo él…

Podía distinguir ya las olas… un par de barquitos se dirigían hacia él.

El mar estaba más y más cerca. Más cerca. Más cerca. Más cerca. Más.

¡¡¡YA!!!

Cerró inútilmente los ojos.

Se vio envuelto en un universo de blanca espuma. Las paredes de la cabeza silbaron y chasquearon.

Gradualmente, poco a poco, la espuma se fue aclarando hasta el verde de las profundidades marinas.

La cabeza ascendía hacia la lámina plateada de la superficie. Estaba de nuevo en la Tierra. Exhausto, no pudo evitar que las lágrimas corrieran sobre su rostro.

La cabeza de robot emergió sobre las aguas. Zarandeado por las olas, Lucas distinguió la visión más hermosa del mundo: un barco venía hacia él. Una esbelta fragata, o tal vez una corbeta, casi tan veloz como una lancha, con un gran mostacho de espuma ante su proa…

Casi podía distinguir figuras humanas sobre la cubierta. Una vedija de humo apareció. Sin duda, señales.

Una explosión hizo saltar una columna de agua.

Lucas apenas pudo creer lo que veía. ¡Aquellos cabrones lo estaban cañoneando!