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Otra explosión… más cerca. ¡Qué forma más estúpida demorir!

Vociferó maldiciones, consciente de que no podían oírle. Notaba agua fría mojándole la espalda. Aquello iba a hundirse…

Como si lo hubiesen escuchado, no hubo más disparos.

Algo parecido a una red de pesca gigante, colgando desde un helicóptero, lo alzó y llevó hasta la cubierta.

Se vio rodeado de rostros. Y media docena de fusiles. Claro, qué tonto era. No podían verle. De repente, la cabeza se abrió.

Los marinos, una treintena de tipos hoscos con aspecto de marroquís, vestidos con patalones cortos y saharianas, le miraban como si tuviera tentáculos. Los fusiles le seguían apuntando.

El silencio era absoluto. Uno de ellos le lanzó una frase en árabe.

– Lo siento. Parlez-vous français?

– ¡Lucas!-La voz era…

– ¡Sandra! ¡Karl!

No había lugar para las palabras. Los tres se abrazaron, sin poder decir nada coherente.

Sandra se volvió a los marinos y les habló en árabe. Al instante, todos prorrumpieron en vítores y aplausos.

– ¡Te dábamos por muerto! -gritó Karl.

– ¡Faltó poco! ¿Quién es el alcornoque que me disparó?

– Pues nos costó convecerles de que no te lanzaran un misil, mientras bajabas. ¿Dónde estuviste?

Lucas tomó aliento y…

– Es una larga historia… -Lucas caminó tambaleante por la cubierta. Se sentía mareado, se apoyó en los hombros de Sandra y Karl-. Estoy bien, estoy bien -dijo.

– ¿Seguro? -Sandra escrutó sus ojos.

– Sí. ¿Cómo ha ido todo?

– ¿No lo ves? -exclamó Karl con aire triunfante-. Hemos vencido a esas cosas.

El ceño de Lucas se frunció.

– Una batalla, no la guerra. -Sacudió la cabeza- O me he vuelto loco ahí arriba, o… Bueno, en cualquier caso, tengo mucho que contaros…

La noticia heló el corazón a todos los que estaban en el puente de la Hoshikaze. Yuriko entornó los ojos. Ni que decir tiene que no había posibilidad alguna de rescate. Disponían de otra nave igual, pero no podría llegar hasta el Piccard antes de que se hundiera a profundidades mortales. Y cuando descendiera un poco más, perderían el contacto por radio, y sería prácticamente imposible encontrarlo, en aquel mundo cincuenta veces más extenso que la Tierra.

Contando, y era demasiado contar, que el pecio sobreviviera.

El Piccard, o lo que quedaba de él, iniciaba su tercera vuelta a Júpiter. Lenov había seguido con las transmisiones. No tanto para los próximos globonautas jovianos (si alguno era tan loco) como para tener algo que hacer. La hembra delfín preguntó:

– Vania, ¿vamos a morir?

El ruso tardó en contestar.

– Eso parece, Semi.

– Ah.

Lenov hubiera dado algo por poseer aquel estoicismo. Pero, claro, Lenov escuchaba al delfín a través del intérprete del ordenador. El programa traductor creado por Susana, aunque muy bueno, era incapaz de transmitir además las emociones.

– ¿Qué pasará después?

Lenov cerró los ojos.

– Nadie sabe nada, Semi. -¿No tienes otra pregunta mejor, cabeza de chorlito?

– Vania…

– ¿Sí?

– Tenemos compañía.

– ¿Qué? -Lenov se preguntó si el delfín, a pesar de su aparente desinterés, estaba a punto de enloquecer de terror. -Suben hacia nosotros… muy rápidos. -¡¿Qué?!

– Esas cosas que vienen de ahí abajo. Escéptico, Lenov se esforzó en observar.

Como una flota de submarinos emergiendo, un centenar largo de cuerpos oscuros aparecieron entre las nubes. Lenov soltó una exclamación, estupefacto.

Eran como grandes cigarros oscuros, con pequeños timones de cola. Flotaban en el aire con despreocupada facilidad. Apresuradamente informó a la nave espaciaclass="underline"

– Atención allá arriba: hay una flota de zepelines, volando tan campante en la atmósfera de Júpiter.

De la nave le llegó:

– Repite eso, Piccard.

– Tengo bajo mí a un centenar o así de objetos más grandes que el propio Piccard cuando estaba intacto. Medirán unos trescientos metros de largo.

La flota de zepelines, desparramada a ocho mil metros bajo él, ascendía poco a poco en grandes círculos. ¿Le habrían visto? Por la forma en que volaban en torno a él, desde luego que sí.

Lenov sentía como si le hubieran hecho un nudo en la laringe.

Cuando se había comentado la posibilidad de un encuentro con extraterrestres, había preguntado:

– ¿Qué hago en ese caso?

Susana había carraspeado y dicho:

– Pues… procura mostrarte amistoso.

A Lenov le había hecho mucha gracia la idea. ¿Cómo diablos mostrarse amistoso? ¿Y cómo diablos no mostrarse amistoso?

El profesor Piccard, el original, había descendido a las profundidades abisales llevando, sobre su batiscafo, un cañón lanzaarpones con carga de estricnina. Los calamares gigantes podían ser peligrosos. Y Lenov no tenía ni un tirachinas. Claro que, dadas las circunstancias, ¿por qué preocuparse?

Semi emitió un agudo chillido de dolor.

– ¿Que te pasa? -le preguntó Lenov.

– Me duele… esas cosas… gritan… no les entiendo, pero…

– ¡Semi…!

– Demasiado fuerte… van a taladrarme el cerebro…

El delfín hembra volvió gritar. Aquello parecía estar matándole, pero Lenov no podía escuchar nada por ninguno de los canales de radio.

Desconectó a Semi del exterior.

– ¿Qué has hecho? ¿Estoy ciega?

– He anulado tu conexión con los oídos del Piccard.

– ¿Por qué?

– ¿Es una broma?, hace un momento parecías al borde de la muerte.

– Pero sin mi sentido del radar estoy casi ciega…

– ¿Y no lo prefieres? Además, aún te queda la vista. Normalmente, los humanos tenemos que conformarnos con eso.

Los zepelines habían llegado a su altura. Uno de ellos se acercó… y al instante Lenov comprobó que lo que sospechaba, era cierto.

El zepelín le contemplaba con un ojo pensativo.

Era un rebaño de ballenas voladoras, cada una de trescientos metros de longitud.

Aquellas ballenas gigantes se deslizaban en torno al Piccard como tiburones nadando alrededor de una presa. Lenov casi no podía apreciar los detalles, se movían demasiado rápidas. Sintió un dejo metálico en la boca. Fuera lo que fuesen, lo cierto era que se movían en el aire con total naturalidad. Y eran, indudablemente, quienes habían vestido la primera nave espacial que encontraron.

– ¿Lo has visto, Vania?

– Lo estoy viendo, Semi… y me cuesta creerlo.

– Espero tus órdenes.

¿Qué órdenes, con media nave perdida?

– No hacer nada. No debemos hacer creer a esos bichos que pretendemos atacarlos.

Las superballenas se aproximaban tanto al Piccard que Lenov se preguntó qué pasaría si una de ellas lo embestía. Parecían débiles como farolillos chinos, aunque claro, uno nunca podía estar seguro.

– Atención, Hosbikaze, ¿está Susana por ahí?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– ¿Yuriko…?

– ZZZZZZZZZZZZZZZZZZZ…

– Semi, ¿qué pasa con la Hoshikaze?

– Hemos perdido el contacto, Vania.

– Maravilloso, ¿qué más puede pasar…?

El Piccard experimentó una aceleración lateral. Lenov lo notó en las mismas tripas. Miró por la escotilla: dos de los monstruos se habían situado a ambos lados de la nave, y estaban zarandeando el Piccard como si se tratara de un juguetito.

– ¡Jesús! -exclamó Lenov.

30

– ¿Shikibu, no puedes darme la más mínima idea de lo que está sucediendo ahí abajo?

– Lo siento, Yuriko. Hemos perdido todo contacto con el Piccard.

Las pantallas estaban en blanco; la radio solamente emitía un débil crepitar, como si en algún lado se estuviera friendo tocino. Durante una hora la Hoshikaze intentó desesperadamente comunicar con el Piccard, sin ningún fruto.