Aquello era tocar un piano diseñado para un pulpo.
Según habían asegurado los biotécnicos, los controles neurales marcianos facilitaban mucho las cosas. Pero aquellos estaban ajustados para el cerebro de un delfín.
Susana luchó por comprender aquel extraño mundo que se extendía bajo y sobre ella, por ordenar los mensajes que bombardeaban su dolorido cerebro.
Los compositores de música no hacen sonar más de tres notas a la vez; el oído humano no puede discriminar más que ésas. Ahora, Susana se sentía como si pudiera seguir una conversación entre dos personas, en una habitación llena de gente hablando…
Las corrientes atmosféricas eran un complejo diseño de muaré. Podía seguir individualmente cada remolino, cada aflujo de aire, cada racha. Podía concentrarse en el detalle, como una rutina fluyendo balsámicamente en un intrincado azul programa de ordenador. El detalle la conducía hacia estratos de una densidad cada vez mayor, solidificándose en torno como miel helada…
Rió como una chiquilla. Por primera vez en su vida se sentía realmente como un delfín. En una fantástica combinación de habilidades innatas y adquiridas, Susana empezó a volar/nadar en la inquieta atmósfera de Júpiter.
– Cousteau, ¿estás bien? -preguntó Shikibu por la radio-• Informa, Susana.
– Estoy bien. Estoy muy, muy bien.
– ¿Seguro? Nunca te había visto tan eufórica.
– Sí, puedes estar tranquila. ¿Puedes darme el informe atmosférico?
– Claro. Tienes delante tres o cuatro huracanes; son pequeños, de apenas cien kilómetros de radio. -Con un ojo en la pantalla, describió las posiciones.
– Creo que percibo uno de ellos. No, espera, son dos. Puedo evitarlos. Hay una corriente en chorro que serpentea entre ellos.
– ¿Estás segura? Los instrumentos no pueden indicarlo.
– Confía en mí.
Había vivido una experiencia similar durante unas vacaciones, años atrás en la Tierra… Estaba remontando un río en canoa. Como muchos antes que ella, le había parecido que la navegación fluvial sería más sencilla que la marítima. Ja.
Al poco tiempo, se sentía como un campeón de los cien metros lisos que tratase de recorrer un estrecho corredor atestado de gente.
La corriente era muy fuerte, demasiado para navegar a remo por el centro. Y en las márgenes se formaban remolinos, de los que sería muy difícil salir si la engullían. Debía estar muy alerta para advertirlos. Pero también debía aprovecharlos para que la empujasen río arriba, acercándose cautelosamente a ellos sin dejarse atrapar, rozando los bordes. Y, al mismo tiempo, cuidando de no encallar en un banco de arena o un tocón sumergido… Qué lejos estaba, en aquellos días, de suponer que repetiría la misma maniobra, en el mayor planeta del Sistema Solar.»
Poco a poco, su confusión fue organizándose.
La asombrosa formación empezó a crecer ante los ojos de Lenov. Las superballenas le empujaban directamente hacia ella.
Era un gran conjunto de esferas traslúcidas flotando sobre las nubes de Júpiter, unidas unas con otras por largos estolones, un fantasmagórico racimo de uvas resplandecientes. La noche había caído; el brillante resplandor de Ganímedes y Europa rivalizaba con el de aquel estrafalario objeto. Lenov se dio cuenta de que la agrupación era una fractal tetraédrica: de cada esfera salían tres ramas, rematadas a su vez por esferas de las que salían nuevos vastagos. Le recordaba una colonia de coral luminiscente, o una explosión congelada de fuegos artificiales.
¿Cómo se sostenía en el aire? O bien flotaba, o… aquellas superballenas habían dominado la antigravedad. Las esferas eran grandes, quizá de varios kilómetros de lado.
Conforme se acercaban, distinguió más detalles. Eran figuras menores y enigmáticas, de propósito ignorado: una especie de copas o parábolas transparentes, que se contraían y oscilaban como impulsadas por un invisible oleaje; varillas articuladas y bifurcadas; globos erizados de pequeños tentáculos; bloques romboidales de láminas superpuestas, como radiadores o condensadores de placas orgánicos… Lenov contemplaba todo esto como un niño en un almacén de juguetes.
Se acercaron a una de las burbujas; a través del muro resplandeciente, Lenov pudo atisbar algo de su contenido: plantas. Cada esfera era un invernadero, ocupado con lo que parecía una pequeña floresta. Bueno, ¿por qué no? Si aquellas criaturas respiraban oxígeno, necesitaban renovarlo.
Se preguntó cómo podrían entrar en aquellos glóbulos; no parecían haber escotillas ni cámaras de descompresión. La cuestión fue resuelta sin problemas por la ballena que les guiaba.
Simplemente pasó a través. El Piccard atravesó la pared impalpable y se halló flotando en aire.
Lenov soltó el aliento que había retenido. Le recordó el campo de fuerzas que mantenía bajo presión el hangar de la Hoshikaze. Sin duda se trataba del mismo artilugio.
– Semi -dijo al delfín-. Mucho ojo con el hidrógeno de las celdillas, o volamos en pedacitos.
El dirigible aterrizó suavemente sobre una gruesa alfombra de césped de un verde pardusco, rodeada de gigantescas cosas parecidas a árboles surrealistas.
31
Las superballenas aparecieron ante los oídos de Susana antes que ante sus ojos. Primero sintió la caricia de un eco-sonar, unas pulsaciones rítmicas. Luego una especie de jadeos silbantes, mezclados con los chasquidos, luego unos murmullos de baja frecuencia, como un hombre hablando en sueños.
El Cousteau estaba siendo arrastrado por una fuerte corriente, entre una zona y un cinturón. Aquellos seres aparecieron como una esfera de puntos, allá adelante, sobre las abullonadas nubes pardas. Poco a poco, el Cousteau se fue acercando. Las superballenas se limitaron a abrir su formación para dejarle sitio. No hicieron el menor gesto por acercarse. Susana trató de comunicarse, emitiendo varias llamadas que conocía.
Ahora, volvía a ser aquella chiquilla de doce años, escuchando las canciones de las yubartas, con los ojos cerrados. Pero los ruidos de Júpiter eran absolutamente distintos, y estaban creciendo brutalmente en intensidad… Intentó taparse los oídos, pero esto no era posible. Los estaba sintiendo a través de los sentidos del Cousteau, y no había forma de desconectarlos.
Aquellas gigantescas criaturas se abalanzaban sobre ella, como antes hicieron con Lenov. Y vociferaban inarmónicos retumbos que enturbiaban aún más su mente. Agobiada, sacudió la cabeza de un lado a otro. ¿Intentaban volverla loca? Aquellos sonidos penetrantes desgarraban sus oídos y su alma… Quería aislarse, evadirse de ellos, pero cada vez se introducían más, traspasando, rasgando, despedazando sus capas de conciencia, una tras otra…
Hasta que, repentinamente, cesó.
Y el horripilante estrépito se transformó en ritmo.
… el tiempo se a-r-r-a-s-t-r-a-b-a…
… una sensación de frescura, como cuando uno se sumerge en una piscina…
… la luz se volvió azulada. Las nubes habían adquirido un color más rico, más acentuado…
…un tentáculo culebreó hacia mí, fundiéndose goloso con mi mente…
me hundía en un pasadizo azul, recorriéndolo con rapidez…
Era como en ese viejo arte, el videoclip. Alguien bombeaba un centelleo de imágenes en mi mente. Me maravillé de que no me estallara la cabeza.
El Universo se desplegó ante mis ojos.
Grandes nebulosas oscuras se retorcían, gigantescas superamebas entrelanzándose en una danza macabra. Las ondas de materia interestelar las hacían comprimirse, con ocasionales destellos de supernovas, que enriquecían el medio interestelar con elementos pesados. Algunas nubes adquirían una forma casi esférica, contrayéndose lentamente y girando. Poco a poco, la rotación les daba forma de disco, condensándose, hasta que el núcleo central resplandecía. Estaba presenciando el nacimiento de los sistemas solares. Aquellos debían ser los primeros momentos de la Galaxia, porque apenas había más que hidrógeno y helio…
Los colapsos gravitatorios de las nebulosas dejaban tras de sí una miríada de cuerpecillos helados. Los cometas, formando tenues halos en torno a los soles, que aun no tenían planetas. Pero algunos cometas ya estaban ocupados.