Contemplé uno de ellos. Las formas vivientes que hormigueaban sobre su superficie eran tan extrañas como las figuras de un caleidoscopio.
Había grandes octaedros escamosos, con ocho grandes brazos rematados en fuertes garras, recubiertos de pequeños tentáculos traslúcidos. Otras veces adoptaban una simetría cúbica o tetraédrica, como si la Naturaleza no pudiese escapar de la esclavitud del cuatro. En ocasiones, la forma era de una gran esfera recubierta de losetas, con más de un centenar de largos brazos que se ramificaban una y otra vez. Incluso pude ver una especie de balón de fútbol recubierto de hexágonos y pentágonos, una alucinación de Buckminster Fuller.
¿Por qué no? La múltiple simetría era adecuada para un ser que vive en el vacío. Todas las direcciones son equivalentes.
Las cosas bullían en el hielo del cometa; y mi punto de vista saltaba de una a otra, como si lo contemplara todo a través de sus ojos. Vi una especie de elipsoide alargada, con una banda espiral de dientes de sierra recorriéndolo de un extremo a otro. A juzgar por sus movimientos de rotación, era una especie de cavador del hielo. Otro era una grotesca cosa con un caparazón en forma de paraguas. Debajo de él surgían gruesos apéndices flexibles, como pseudópodos o como pies de bivalvo, que palpaban y rascaban. Al parecer, todas esas formas dependían de la fuente de materias primas que era el hielo.
Comprendí que lo que veía no era en tiempo real. Las estrellas se movían lentamente en el cielo, las pocas nebulosas restantes cambiaban de forma como las nubes de la Tierra. Sin duda, el metabolismo de aquellas cosas era muy lento; la sangre circulaba por sus venas tan despacio como el hielo de un glaciar. Vi cómo algunas de aquellas criaturas «nadaban» en el hielo cometario. A su velocidad subjetiva, era un líquido y lo atravesaban como torpedos, moviéndose unos pocos metros por año. Periódicamente, las cosas emprendían viajes. Vi varias reunidas en una especie de colonia, como una carabela portuguesa, en el centro de una gran membrana plateada que debía medir un par de miles de kilómetros. Sentí un escalofrío al pensar en miles y miles de aquellas criaturas, extendiéndose de un cometa a otro, de una estrella a otra, a través de la Galaxia…
No vi nada que pudiera identificarse como tecnología. Las criaturas parecían adaptar sus cuerpos para cumplir mil funciones. Algunos de aquellos seres actuaban como ordenadores, otros como paneles solares de cientos de kilómetros de diámetro, otros transformaban sus cuerpos en motores de fusión, semejantes a las naves marcianas.
Estaba de pie sobre un cometa, contemplando el carrusel de estrellas sobre mi cabeza, fijándome en una más brillante. Era admirar un volcán birviente. Sentía algo indefinible: la excitación de estar rompiendo un tabú. Intriga, miedo, también fascinación.
Los «planetas de fuego» estaban prohibidos. Ésta era casi la única regla de aquella extraña comunidad. Y yo/la criatura cuya mente ocupaba ahora/estaba a punto de quebrarla.
Comencé a caer hacia el Sol. Caía y caía, como Alicia en el mundo del espejo; debía permanecer quieta para ir velozmente a otro lugar. A medida que el Sol me calentaba, me sentía rebullir, presa de una fiebre que me empujaba a salir del torpor helado. Recordé los hirvientes planetas que sólo había visto fugazmente y supe que serían míos.
Finalmente llegué a los grandes planetas gaseosos, estrellas fallidas; y desmenucé los cometas con los que había caído desde Oort, para procurarme un habitat donde pudiera cambiar, adaptarme a los pequeños mundos flamígeros que giraban abrazados al Sol.
Ya no conservaba conciencia del yo. Era una colmena, una colonia de coral, un conglomerado de uno en muchos.
Yo/nosotros flotaba/ábamos enorme sobre los tres mundos, derramando gérmenes y esporas, que cayeron y germinaron y rebulleron en el fango primigenio. Me extendí como una mancha de aceite sobre ellos.
Disfruté de la gloria del calor, del vértigo de las generaciones sucediéndose como las mareas…
Brevemente.
Cuando la paciencia de los dioses quedó colmada, su castigo fue fulminante. Aterrada/os hasta la médula, contemplé/amos cómo tres mundos eran alcanzados por una espada de fuego. Los cielos, la tierra y el fuego se mezclaron, los océanos hirvieron y el aire ardió y sobre los mundos se derramó una ardiente esterilidad.
Sobre mis planetas, la Creación había terminado en llamas, humo y silencio…
Pero no me/nos rendí/imos. No podía/íamos permitirme/nos pensar en la derrota. Había demasiado en juego; la pérdida completa del genoma, el exterminio… No, no debía/íamos pensar en eso.
Elaboré/amos un plan. Este era de una escala tal, que superaba los límites de la imaginación humana. Un plan que había necesitado eones para cumplirse, pero yo/nosotros estaba/abamos acostumbrada/s a pensar en esos términos. Volví mi/nuestra atención hacia la Tierra. Ahora era un mundo tenebroso, con el cielo veteado por enormes tormentas reticuladas por los rayos, y de las que caían cataratas de agua.
Gradualmente, el cielo aclaró, y la resplandeciente luz lo invadió todo. Plantas grotescas, deformes, elevaban sus hojas al sol, y entre sus enmarañadas ramas y troncos bullían formas escamosas, húmedas, estúpidas, crueles…
Los monstruos cambiaban de forma, como arcilla en las manos de un escultor. Se irguieron sobre patas como torres, bramando su desafío, abriéndose paso entre la maraña de ramas y enredaderas. Las bestias peleaban y yo/nosotros también, pues ahora soy/somos como ellas, todo escamas, mandíbulas, dientes, cuernos, espinas, placas. Poco a poco, como en una sinfonía inaudible e inacabable que hacía danzar a todos los seres, los monstruos cambiaron, perdieron los rasgos bestiales, convirtiéndose en Pájaro, Perro, Buey, Lobo, Ciervo, Mono, Hombre.
Los hombres crearon herramientas, edificios, barcos, leyes, imperios; fueron campesinos, magos, poetas, esclavos, adivinos, pastores, astrólogos…
Aumentaron en gran número, y con su peso abrumaban al planeta…
Y su magia atrajo nuevamente la ira de los dioses de más allá del cielo, indignados con su Enemigo, a medida que sus hijos aprendían a controlar su mundo…
¿Eres tú?
Susana jadeó. Luchó con todas sus fuerzas por recuperar el control, por regresar a su mundo.
Mientras el Cousteau derivaba entre las nubes de Júpiter, su único tripulante había caído en una especie de duermevela, ese instante indefinido entre el sueño y la vigilia, en el que aún se posee cierta capacidad de juicio racional. Su cabeza parecía palpitar mansamente; unas suaves manos le estaban dando un masaje a sus pensamientos.
¿Eres tú?
– ¿Qué…? ¿yo…?
La alucinación desapareció como una película bruscamente cortada. El contacto se retiró, como el tentáculo de un caracol al tocar algo desagradable. Al hacerlo, dejó tras de sí un espeso sentimiento de decepción, como el rastro plateado de una babosa.
Esa inmensa decepción se apoderó del pecho de Susana, oprimiéndoselo como una gigantesca mano. Sintió deseos de llorar, y se preguntó si aquello podía ser efecto de la sobredosis de meta-éxtasis. Estaba segura de que no.
Miró a su alrededor.
Abajo se deslizaba la envoltura de nubes, de un color que oscilaba del amarillo claro a tonos más saturados, dorados, anaranjados y azafrán, formando un trenzado dibujo.
Y aquellas criaturas voladoras estaban bajo el Cousteau; lo estaban elevando, empujándolo hacia el transparente aire de las alturas.
A pesar de que su mente aún zumbaba, Susana logró reunir la suficiente frialdad para utilizar una diminuta paleta, rascar el lomo del monstruo y obtener una muestra de tejido.
De todas las cosas que Lenov había imaginado, nada le había sorprendido tanto como la realidad.
Estaba posado en un claro de una selva increíble. La abundante vegetación que le rodeaba era engañosa; la temperatura era casi siberiana. Era evidente que aquellas no eran plantas normales.
Los árboles eran de troncos achaparrados, gruesos y cortos, una adaptación a la gravedad, sin duda. Sus copas se elevaban hacia un cielo totalmente fuera de lugar. Las feroces tormentas, los relámpagos y los truenos, omnipresentes en el ámbito joviano, se habían esfumado al atravesar el campo de fuerza. Las centellas seguían fulgurando en el cielo, cubierto de titánicas nubes; ningún sonido les llegaba.