Los colonos de la Luna tuvieron algo más de suerte, excepto aquellos a los que la lluvia mortal sorprendió en la superficie. La mayor parte de las edificaciones eran subterráneas; quienes estaban en ellas pudieron advertir cómo la corteza lunar se calentaba por la aniquilación de electrones y positrones… e iniciaban una nueva era de vulcanismo. En poco tiempo se fundieron los mares.
Como la mano de un viajero rasga indiferente una telaraña que se interpone en su camino, así el haz de antipartículas fue barriendo la etérea red de ondas que enlazaba la Tierra con los diferentes asentamientos humanos.
En Marte, la pérdida de contacto con la Tierra llamó la atención de algunos operadores de comunicaciones. Al principio refunfuñaron contra aquellos botarates de la Tierra, que no sabían mantener estable un haz de microondas. Pero pronto comprendieron que algo muy grave estaba sucediendo.
La Tierra había sido alcanzada en su atmósfera. Aun a la velocidad aterradora del rayo, los gases de la misma frenaron buena parte de las partículas, de modo que sólo una fracción de los positrones llegaron al suelo. Las altas capas emitieron un destello de rayos gamma y ultravioleta; los electrones de los cinturones de Van Alien, confinados por el campo magnético de la Tierra, colisionaron con los positrones a una velocidad jamás lograda en ningún acelerador de partículas, creando avalanchas de todas las partículas conocidas por la ciencia y muchas más desconocidas. El pulso electromagnético, provocado por la monstruosa deflagración de la antimateria en la alta atmósfera, creó un potencial que se descargó sobre el suelo. Todo aparato eléctrico atrajo sobre sí la cólera del cielo encendido, sin embargo no fue eso lo peor: los colosales cortocircuitos entre la tierra y el cielo sirvieron de canales conductores a los positrones, que cayeron por toda la superficie del planeta, produciendo efectos comparables a una lluvia de bombas H.
De polo a polo, de la isla de Ellensmere al mar de Weddell, de Novaya Zemyla a Nueva Zelanda, de Murmansk a Port Elizabeth, de la Tierra de Fuego a las Spitzberg. No habían residuos de fisión ni cenizas radiactivas, aunque los intolerables destellos de radiación sentenciarían a miles de millones de infelices a una muerte rápida o a una muerte lenta y horrible por radiaciones o leucemia… la descarga creó brillantes nubes de plasma que iluminaron la noche, girando, retorciéndose y ondulando en las minúsculas oscilaciones del campo magnético de la Tierra…
Algunas partes fueron menos dañadas. Las escasas regiones primitivas de África y Oceanía; los polos, en los que el rayo tuvo que atravesar un mayor espesor de aire. Los campesinos africanos levantaron la vista de sus sembrados de sorgo y sus vacas acribilladas de moscas tsé-tsé; los polinesios, desde las cubiertas de sus barcos o las redes de pesca; los mineros que extraían el carbón antártico dejaron de perforar; los esquimales detuvieron sus trineos eléctricos y miraron al cielo, contemplando extraños juegos de luces que no eran la aurora boreal. En cambio, las gentes de los Andes o el Tíbet, con un escudo de aire más delgado sobre sus cabezas, sufrieron horriblemente de espantosas quemaduras que atravesaron sus gruesas ropas.
Los lugares donde habían instalaciones eléctricas o de telecomunicaciones fueron los más afectados; de hecho, eran el principal conductor de antimateria. Belgrado, Cheliabinsk, Sofia, Brisbane, Dniepropetrovsk, Kabul, Addis Abeba, Belo Horizonte, Argel, Viena, Jarkov, Milán, Sapporo, Nagoya, París, Osaka, Roma, Buenos Aires, Madrid, Berlín, Los Ángeles, Dhaka, Bogotá, Leningrado, Bagdad, Bangkok, Lima-Callao, Bombay, Tokio, Moscú, Ciudad de México…
Vaticano voló en un segundo. Millones de peregrinos murieron en la Meca.
Muchos millones más, en todo el mundo, quedaron expuestos al hambre y la sed.
1
El cielo estaba encapotado con nubes oscuras como carbón hilado, tan densas como rocas. Violentos relámpagos saltaban entre ellas, iluminándolas siniestramente. A lo lejos, los rayos caían al mar, transportando positrones desde la estratosfera, levantando gigantescos surtidores allí donde entraban en contacto con las aguas moribundas.
A Susana, todo aquello le impresionaba; de repente adquiría conciencia de la tridimensionalidad del cielo y las nubes, de lo horriblemente real que era todo.
El helicóptero volaba a ciento veinte metros sobre la superficie del océano. Las olas saltaban hacia él como si quisieran atraparlo. Los dos hombres y las dos mujeres que formaban el equipo de rescate esperaban, sentados en unos bancos laterales. Lucas y Ozu Shikibu observaban por las ventanillas, aunque la tarea de localizar a la presa recaía en Karl, a cargo del sonar aire-agua.
Susana, acurrucada y abrazando sus rodillas, parecía absolutamente indiferente a todo.
– ¿Algún rastro de nuestro amigo, Karl? -preguntó el piloto por el interfono.
El aludido volvió la cabeza, apartando por un momento los ojos de la pantalla.
– Casi lo pierdo, pero aún sigue ahí. A unos setenta metros al sur de nuestra vertical… -precisó- ahora vira al sureste.
El aparato viró levemente a babor.
– Ese delfín zigzaguea como si estuviera borracho -comentó Lucas-; no lo pierdas, o nos va a dar un trabajo de mil demonios volverlo a encontrar.
– Descuida.
Lucas se rascó el omóplato, retorciendo el brazo en un ángulo anatómicamente improbable. Se sentía incómodo; como los demás del equipo de rescate, llevaba puesto un traje de buzo de fluopreno, y aún no se había acostumbrado a la gravedad de la Tierra. Ni al calor. Sudaba y le picaba todo el cuerpo, generalmente en lugares inaccesibles. Sintió un fuerte deseo de sumergirse. Confiaba en que el piloto les acercase lo suficiente al animal.
– Está asustado -dijo Susana, decidiéndose por fin a hablar. Lucas la miró con atención, como si se hubiese dado cuenta por primera vez de su presencia.
Era una mujer de pelo rojizo, muy corto, delgada, pequeña de cuerpo, pero de brazos y piernas musculados; no parecía tener ni un gramo de grasa superflua. Su rostro hubiera sido bonito, de no estar permanentemente fruncido. Apenas se había movido desde que subió a bordo. Lucas no la había visto nunca hasta entonces, ella era terrestre, pero había oído hablar de ella y de su habilidad con los delfines.
– No creo -dijo Karl-. Estamos demasiado alto para…
– Está asustado -repitió Susana, como si no hubiese oído-. Un delfín solitario no tiene sentido. Algo le ha debido separar del resto de su cardumen. Está desorientado y tratará de meterse mar adentro. Si se sumerge más, lo perderemos.
Lucas sabía que estaba en lo cierto, al menos en lo último. A fin de cuentas, ella era la experta. Shikibu, Karl y él, ni siquiera habían visto el mar hasta hacía unos meses. Los tres pertenecían a la primera generación de humanos nacidos en Marte. Lucas siempre había soñado con visitar la Tierra, pero no en estas circunstancias. Se lo había pensado demasiado. Ahora jamás sabría como fue el mundo de sus padres.
– ¿Por qué dices que un delfín solitario no…? -empezó a preguntar Shikibu.
– Es largo de explicar -le cortó Susana.
La persecución se prolongaba demasiado. Preguntó:
– ¿Qué fondo tenemos?
– Unos setenta y cinco metros -dijo Karl, siempre mirando la pantalla del sonar-. Si Susana tiene razón, puede que se confíe si no nos ve. Deberíamos subir más.
– Tengo razón -dijo Susana. Estúpidos marcianos, pensó mientras los observaba, siempre atenta a todo cuanto la rodeaba, y al mismo tiempo siempre distante.
Shikibu tenía rasgos orientales, algo regordeta, con un rostro bastante atractivo. Karl parecía un dios vikingo; más de dos metros de altura, físico de culturista, una espesa mata de pelo rubio que caía sobre sus hombros. Lucas, por el contrarío, era pequeño y moreno, con un rostro redondo de rasgos achinados, quizá de origen indio. El pelo muy negro y liso, cortado de una forma descuidada.
– Pero entonces lo perderemos -objetó Shikibu.
– A esta profundidad, ya deberíamos verlo con la cámara de infrarrojos -dijo Susana-. Es difícil confundirse, no queda mucho plancton. Ni casi nada de lo demás.
Su tono de voz era sombrío; por una vez, Lucas compartía sus sentimientos.
La Tormenta de Positrones había destrozado los ecosistemas marinos. La capa de ozono no se había regenerado lo suficiente. Los ultravioleta duros habían matado mucho plancton. Sin suministro vegetal, las cadenas alimenticias marinas se habían desplomado. Repentinamente pensó que el delfín que acosaban debía de estar medio muerto de hambre, el pobre bicho.