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—Las cuentas son precisas, señor —dijo envarado Silano.

—Habrá que dar gracias a los dioses por su corta misericordia. No, quedaos en vuestros puestos. Pero a partir de ahora quiero informes de una clase diferente. Quiero los nombres de los derrochadores. Una lista detallada. Los jefes de departamento, aquellos que alientan al emperador en su locura. Los que firman justificantes autorizando los pagos que vosotros estáis tan prestos a aprobar. Y no sólo de los jefes de departamento, sino de cualquiera en la cadena de mando que esté en situación de decir no a las solicitudes de gasto y evidentemente no lo hace.

Los dos prefectos le contemplaban horrorizados.

—¿Nombres, señor? —preguntó Cestio—. ¿De todos?

—Todos sus nombres, eso es.

—¿Para que puedan ser reprendidos?

—Para que puedan ser despedidos del cargo —dijo el cónsul—. El lote entero lo será. Primero se irán los peores, pero al final no quedará ni uno de ellos. Ya que el emperador no puede ser controlado, controlaremos a los hombres que están a su servicio. Quiero las primeras listas mañana por la tarde. —Torcuato les hizo señas para que se retiraran—. No, mañana por la mañana —dijo cuando estaban a punto de salir.

Pero él no aguardó tanto para confeccionar su propia lista. Él sabía quiénes iban a ser las primeras víctimas de la purga: el séquito real del emperador: aquella caterva de lisonjeros, sanguijuelas y babosos parásitos que pululaban a su alrededor día y noche, azuzando al loco Demetrio a conquistar cotas más altas de grotesca falta de previsión y a llenar sus propios bolsillos con las monedas de oro que se derramaban por todas partes.

Conocía los nombres de la mayoría de ellos. Los funcionarios de alcoba, los íntimos asistentes del emperador, sus mozos y proxenetas, sus mayordomos, la mayoría de ellos poseedores de una inmensa riqueza propia, que todas las noches salían del palacio real para marcharse a sus casas, confortables palacios de su propiedad. Estaban Polibio, Hilario (dos griegos, pensó, apretando los labios con disgusto), y el hebreo, Judas Antonio Sorano, y el secretario privado, Estacio, y el zapatero real, Claudio Nerón, que confeccionaba los fabulosos zapatos con incrustaciones de piedras preciosas que Demetrio no se ponía nunca dos veces, y el médico de la corte, que prescribía al monarca costosísimas rarezas en cuestión de medicinas, llevándose su propio porcentaje de sus suministradores. ¿Cuál era su nombre? ¿Malo, Tralo? Algo así.Y el arquitecto, Tiberio Ulpio Draco, quien, como ministro de Obras Públicas, había construido todos aquellos inútiles nuevos palacios para el emperador para después echarlos abajo y construir en su lugar otros incluso más grandes…

No, Draco había muerto hacía un año o dos, probablemente de vergüenza a causa de sus fechorías, puesto que, por lo que Torcuato recordaba, era en esencia un hombre honorable. Pero había muchos más que añadir a la lista. Poco a poco, durante la hora siguiente, Torcuato fue apuntando nombre tras nombre, hasta que tuvo cincuenta o sesenta. Era un buen principio. Su furia se exacerbaba mientras examinaba sus pecados. Una furia fría, pues, por naturaleza, Torcuato era un hombre gélido.

Después de veinte años había llegado la hora (más bien había pasado hacía mucho tiempo) de poner freno al estúpido derroche de Demetrio antes de que éste hundiera el Imperio. A pesar de todos los riesgos, Torcuato estaba decidido a hacer frente al emperador. Había habido un Torcuato en los tiempos de Marco Aurelio y otro durante el reinado de Diocleciano, y más Torcuatos a lo largo de la Historia, y ahora él era el Torcuato de esta era, el cónsul Marco LarcioTorcuato, quien iba a añadir honor sobre su linaje. Aquellos otros Torcuatos le contemplaban desde la Historia. Debía salvar Roma por ellos.

«Esta Roma —pensó—, este Imperio al que hemos rendido tanta lealtad, dedicado una parte tan grande de nuestras vidas, por estos dos mil años pasados…»

Por un momento, pensó que la mejor táctica sería hacer una redada de cinco o seis secuaces del emperador, y apartarlos de él poco a poco, de manera que Demetrio no advirtiera lo que estaba ocurriendo. Pero entonces se dio cuenta de que ésa era precisamente la estrategia errónea. Había que cogerlos a todos a un tiempo, de un golpe único y enérgico, a la manera en que Apolinar había manejado las cosas en las provincias. Fuera del palacio. A las prisiones. Era necesario aplicar una solución inmediata a la situación. Sí. Ésa era la manera.

Se imaginaba la conversación con el emperador que vendría a continuación.

—¿Dónde están mis queridos amigos? ¿Dónde está Estacio? ¿E Hilario? ¿Y qué ha sido de Claudio Nerón?

—Están todos ellos bajo arresto, majestad. Crímenes contra el Estado. Hemos llegado a una situación tan precaria que ya no podemos permitirnos el lujo de tener a esa gente a su servicio.

—¡Mi médico! ¡Mi zapatero!

—Eran peligrosos para el bienestar de la nación, César. Peligrosos en extremo. He infiltrado espías entre el pueblo, en las tabernas, y hay rumores de revolución. Se dice que las calles, los puentes y los edificios públicos siguen sin reparar, que no hay dinero disponible para dedicar al pueblo, que la guerra en las provincias está a punto de estallar en cualquier momento y que hay que acabar con el emperador antes de que las cosas vayan todavía a peor.

—¿Acabar con el emperador? ¿Conmigo?

—Reclaman una vuelta a la República.

Demetrio se reiría de esto último.

—¡La República! La gente ha estado pidiendo a gritos la República durante los últimos dieciocho siglos! La pedían durante la época de Augusto, diez minutos después de que él la lanzara por la borda. Ellos no la quieren de verdad. Saben que el emperador es el padre del país, su príncipe bienamado, la única figura esencial que…

—No, majestad. Esta vez va en serio. —Y Torcuato esbozaría para el emperador una vivida y aterradora escena de lo que significaría una revolución, representando, como él sabía hacerlo, los alborotos en las calles, las persecuciones de los senadores, algunos de ellos degollados en sus lechos y, sobre todas las cosas, la masacre de la familia real, el derramamiento de sangre, los museos imperiales saqueados, el incendio de los palacios y los edificios gubernamentales, la profanación de los templos. El mismo emperador, Demetrio II Augusto César, crucificado en el Foro. Mejor aún: crucificado cabeza abajo, colgado allí, semiconsciente en medio de su agonía, mientras que el populacho se mofaba lanzándole piedras o quizá lanzas.

Sí. Diez minutos así y tendría a Demetrio estremecido de miedo en sus sandalias doradas, humedeciendo su toga púrpura por el espanto. Se retiraría a su palacio y se escondería entre sus juguetes, sus amantes y sus leones y tigres domesticados. Mientras tanto, los juicios proseguirían, los bellacos serían rápidamente declarados culpables de sus desfalcos y malversaciones, enviados al exilio, a las remotas provincias del reino.

¿Exilio?

El exilio podía ser demasiado arriesgado, pensó Torcuato. Los exiliados a veces encuentran la forma de volver buscando venganza.

Algo más permanente que el exilio sería una idea más prudente, se dijo a sí mismo.

Torcuato continuaba tomando notas. La lista crecía y crecía. Apolinar estaría orgulloso de él. Constantemente le estaba citando la historia antigua, diciéndole lo mucho mejor que iban las cosas bajo la República, cuando individuos leales y estoicos como Catón el Viejo, Furio Camilo y Emilio Paulo dieron ejemplo de abnegación y disciplina a toda la nación. «El Imperio necesita una profunda purificación», solía decir Apolinar. Torcuato se lo había oído un millar de veces. Así era. Y cuando el conde regresase de la Galia o Lusitania o de dondequiera que estuviese, iba a ver que la urgente purificación ya estaba en marcha.

«Todos ellos morirán —se decía a sí mismo—. Todos estos parásitos alrededor del emperador, estos gusanos que se zampan los bienes públicos.»