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Y con un rápido revuelo de sus amplias faldas, dio media vuelta y lo hizo pasar.

Él la siguió a lo largo del corredor revestido de paneles y lleno de cuadros románticos colgados de las paredes y después escaleras arriba hasta un amplio rellano. La mujer sacó después un manojo de llaves que llevaba en el cinto y abrió una de las puertas.

– Supongo que habrá perdido la llave, ya que de otro modo no habría llamado a la puerta. Es eso, ¿verdad?

– ¿Tenía yo llave? -preguntó sin percatarse de que se traicionaba al pronunciar aquellas palabras.

– ¡Que Dios nos acoja! ¿Cómo no iba a tener? -exclamó la mujer, sorprendida-. ¿No supondrá que voy a estar subiendo y bajando la escalera a todas horas por la noche, cada vez que usted entra y sale, digo yo? No hay cristiano que aguante si no descansa lo suyo. Hay que dormir, eso no falla. Supongo que también usted habrá dormido.

Se volvió a mirarlo.

– Pero ahora que lo miro bien, veo que tiene muy mala cara. Seguro que lo ha pasado mal. Mire, entre y siéntese. Voy a traerle de comer y de beber. Lo que a usted le hace falta es disfrutar de las cosas buenas de la vida, se lo digo yo.

Lanzó un resoplido y se recompuso el delantal con brío.

– Siempre he dicho que en los hospitales no cuidan a los enfermos como es debido. Me juego lo que quiera a que la mitad de los que se mueren en el hospital es porque no comen.

Y con una indignación que se reflejaba en las contracciones de todos sus músculos cubiertos por el negro tafetán, salió como una exhalación del cuarto dejando la puerta abierta.

Monk se acercó a la puerta, la cerró y después se volvió para echar un vistazo a la habitación. Era espaciosa y las paredes estaban recubiertas de paneles de color marrón oscuro y de papel verde. Los muebles tenían aire de viejos. En el centro de la habitación había una pesada mesa de roble con cuatro sillas a juego. Eran de estilo jacobino, con las patas talladas terminadas en forma de garras. El aparador situado en la pared opuesta tenía una factura similar, si bien no veía qué función podía tener, ya que lo abrió y no vio en él objetos de porcelana ni cubertería en los cajones. Sin embargo, los cajones más bajos guardaban manteles y servilletas de lino, todo recién lavado, planchado y en perfecto estado. Había también un escritorio de roble con dos cajones pequeños y planos y, arrimada a la pared más próxima, colocada junto a la puerta, una elegante biblioteca repleta de libros. ¿Formaban parte del mobiliario? ¿Ó eran suyos? Después miraría los títulos.

Las ventanas estaban envueltas, más que cubiertas, con unas cortinas afelpadas orladas de flecos, y eran de un verde descolorido. En los brazos de las lámparas de gas, adosadas a la pared, faltaban algunas piezas. Los brazos de la butaca de cuero estaban manchados, y el uso había aplanado los almohadones. Hacía tiempo que los colores de la alfombra habían pasado a unas tonalidades ciruela, azul oscuro y verde bosque, lo que en conjunto no dejaba de formar un fondo grato a la vista. De las paredes colgaban varios cuadros, un tanto pretenciosos y en la repisa de la chimenea se leía la grave sentencia: DIOS LO VE TODO.

¿Era suyo todo aquello? Probablemente no, porque sentía en su interior una oleada de emociones encontradas y, sin poder evitarlo, en su rostro apareció una mueca como reacción ante la sensiblería de aquellos cachivaches y hasta notó que los menospreciaba.

La habitación era cómoda, invitaba a permanecer en ella, pese a lo cual la encontraba muy impersonal, sin fotografías ni recuerdos de ningún género, ni tampoco ningún testimonio de sus gustos. Sus ojos estuvieron paseándose por ella con interés, pero no había nada que le resultase familiar ni constituyese tampoco un alfilerazo capaz de remover su memoria.

Quiso probar qué ocurriría al entrar en el dormitorio. Lo mismo: cómodo, viejo y ajado. En el centro había una gran cama, a punto con sus sábanas limpias, la blanca y mullida almohada y el edredón color vino, rematado con volantes. Sobre el pesado tocador había una jofaina de porcelana bastante artística y un aguamanil, y encima de la cómoda un vistoso cepillo para el cabello con el dorso de plata.

Pasó la mano por las superficies y la sacó limpia de la prueba. Había que decir, por lo menos, que la señora Worley era una buena ama de casa.

Ya iba a abrir los cajones para examinar su contenido cuando oyó unos vivos golpecitos en la puerta y entró la señora Worley llevando una bandeja con un plato en el que humeaba un trozo de carne, un pedazo de pastel de hígado, col hervida, zanahorias y habichuelas, y otro con una porción de tarta y un poco de flan.

– ¡Aquí tiene! -dijo la mujer con aire satisfecho y dejando la bandeja en la mesa.

Se animó al ver los cubiertos -cuchillo, tenedor y cuchara- y un vaso de sidra.

– ¡Coma y se sentirá mejor!

– Gracias, señora Worley.

La gratitud era sincera porque no tomaba una comida sustanciosa desde…

– Señor Monk, es mi deber de mujer cristiana -le replicó ella con un leve movimiento de la cabeza-. Además, usted siempre me ha pagado puntualmente, debo reconocer en su favor que nunca me ha discutido nada ni se ha retrasado un solo día en el pago. ¡Es preciso tenerlo en cuenta! Ahora cómase todo eso y métase en cama. Tiene un aspecto muy desmejorado. No sé qué le ha podido pasar ni me interesa saberlo, si quiere que le diga la verdad. A veces es mejor no saber las cosas.

– ¿Qué hago después con…? -dijo él mirando la bandeja.

– ¡Déjela en la puerta, como siempre! -dijo la mujer levantando las cejas y, acercándose más a él, añadió con un suspiro-: Y si por la noche se encuentra mal, no tiene más que llamarme y acudiré al momento a atenderle.

– No será preciso… me encontraré perfectamente. La señora Worley hizo una profunda aspiración y, acto seguido, soltó un resoplido de incredulidad y salió, sin más, cerrando con un ruidoso portazo. Monk se dio cuenta enseguida de lo grosero que había sido con ella. Se había ofrecido a levantarse por la noche si necesitaba ayuda y él se había limitado a asegurarle que no le haría ninguna falta. De todos modos, la mujer no había parecido sorprendida ni herida en sus sentimientos. ¿Sería quizá, porque era su manera descortés habitual de tratarla? Según ella le había hecho notar, él pagaba siempre puntualmente y sin rechistar. ¿Era aquél todo el trato que existía entre los dos? ¿Ninguna muestra de amabilidad, ningún sentimiento, sólo un huésped de fiar desde el punto de vista financiero y una patrona que cumplía con su deber de mujer cristiana porque era su manera natural de ser?

El cuadro no presentaba tintes demasiado halagadores.

Volvió a dirigir su atención a la comida. Era sencilla pero de exquisito sabor, y había que reconocer que la mujer había sido generosa en la cantidad. En sus pensamientos destelló por un momento la duda de cuánto le podían costar aquellas comodidades y si seguiría estando en condiciones de costeárselas, teniendo en cuenta que ahora no podía trabajar. Cuanto antes recobrase las fuerzas y las facultades para desempeñar sus funciones en la policía, tanto mejor, ya que difícilmente podría pedirle a la mujer que le concediese un crédito, especialmente después de las observaciones que ella le había hecho y de las maneras con que él le había pagado. ¡Quisiera Dios que no estuviera ya en deuda con ella por el tiempo que había pasado en el hospital!

Así que hubo dado cuenta de la comida, colocó la bandeja en la mesilla al otro lado de la puerta, donde ella la retiraría. Monk volvió a la habitación, cerró la puerta y se sentó en una de las butacas con la intención de echar un vistazo al escritorio situado junto a la ventana del rincón, pero estaba tan agotado y se sintió tan cómodo entre los cojines que se quedó dormido.