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Al despertarse, frío, entumecido y con agudos dolores en la espalda, se encontró a oscuras, por lo que trató de encender la luz de gas a tientas. Todavía se encontraba cansado, y de buena gana se habría metido en cama, pero la tentación del escritorio y el miedo que le acompañaba bastaban para quitarle el sueño por intenso que fuera.

Encendió la lámpara que había sobre el escritorio y levantó la cubierta. Se encontró con una superficie llana en la que había un tintero, un bloc de notas con tapas de cuero y una docena de pequeños cajones cerrados.

Empezó por la parte superior del lado izquierdo los fue revisando todos. Debía de ser un hombre metódico. Había facturas pagadas; unas cuantos recortes de periódicos, todos relacionados con delitos, la mayoría violentos, en los que se describía el brillante trabajo policial desplegado para resolverlos; horarios de ferrocarriles; cartas de negocios y una nota de un sastre.

¡Un sastre! O sea que era allí donde iba a parar el dinero, ¡indigente casquivano! Tenía que echar un vistazo a su guardarropa para ver cuáles eran sus gustos, aunque por la factura que tenía en las manos, por lo menos podía decir que eran caros. ¡Un policía quería parecer un caballero! Se echó a reír con ganas ¡Vaya, cazador de ratas cargado de pretensiones! ¿Eso era en realidad? ¡Un tipo ridículo! La imagen no era de su agrado y la apartó malhumorado.

En otros cajones encontró sobres, papeles para notas, todo de buena calidad… ¡otra vez la vanidad! ¿A quién escribía? También había lacre, cordel, un cortapapeles y unas tijeras, utensilios varios de escritorio… Hasta llegar al décimo cajón no encontró la correspondencia personal. Estaba toda escrita por la misma mano y, a juzgar por la forma de las letras, pera una mano joven o alguien con una formación elemental. Tan sólo le escribía una persona o sólo se molestaba en conservar las cartas de una. Abrió la primera, molesto porque le temblaban las manos.

Era una carta sencilla; empezaba con las palabras «Querido William», seguía con noticias de tipo doméstico y terminaba con «tu hermana que te quiere, Beth».

Dejó la carta, sin apartar la vista de aquella lacerante caligrafía redondeada; se sentía confundido, abrumado, por el nerviosismo y el alivio, tal vez sentía incluso una punta de contrariedad que se esforzó por ahuyentar. Tenía una hermana, alguien que lo conocía de toda la vida; es más, alguien que se preocupaba por él. Volvió a coger la carta, rompiéndola casi con su torpeza al releerla. Era amable, franca y, sí, afectuosa; tenía que ser así porque nadie le habla de una manera tan abierta a alguien en quien no confía y por quien no se interesa.

Sin embargo, la carta no era una respuesta, no hacía referencia alguna a nada que él pudiera haber escrito anteriormente. ¿Seguro que él le había escrito? ¿Sería posible que él hubiera tratado a aquella mujer con tan indiferente desconsideración?

¿Qué clase de hombre era? Si no le había prestado atención y no le había escrito, debía de ser por alguna razón. ¿Cómo podía explicarse, justificar algo, si no recordaba nada? Era como verse acusado, estar en el banquillo y carecer de defensa.

Transcurrieron largos y dolorosos momentos antes de que se le ocurriera mirar la dirección. Al hacerlo se llevó una aguda y extraordinaria sorpresa. Vivía en el condado de Northumberland. Repitió las señas una y otra vez, en voz alta. Eran palabras que le sonaban familiares, aunque no era capaz de situar el lugar. Tuvo que ir a la estantería, sacar un atlas para localizarlo. Tardó varios minutos en encontrarlo. El nombre del pueblo era minúsculo, estaba escrito con letras muy finas, situado junto a la costa. Era un pueblo de pescadores.

¡Un pueblo de pescadores! ¿Por qué vivía allí su hermana? ¿Estaría casada y se habría trasladado a aquel lugar después de su boda? El apellido del sobre Bannernian. ¿O quizás él mismo había nacido allí después se había trasladado a vivir al sur, a Londres? Se echó a reír estruendosamente. ¿No podía ser esa la clave de su vanidad? Era el hijo de un pescador de pueblo y tenía el prurito de hacerse pasar por lo que no era. ¿Cuándo? ¿Cuándo había venido a Londres?

Se dio cuenta, sobresaltado, de que no sabía qué edad tenía. Todavía no se había mirado en el espejo. ¿Por qué? ¿Acaso tenía miedo? ¿Qué importaba el aspecto físico de un hombre? Sin embargo, la sola idea le hacía temblar.

Tragó saliva ruidosamente y cogió la lamparilla de aceite del escritorio. Entró despacio en el dormitorio y dejó la lámpara en el tocador. Allí tenía que p haber un espejo lo bastante grande como para permitirle afeitarse.

Estaba montado sobre un eje giratorio, razón por la cual no lo había descubierto antes, ya que su mirada sólo se había sentido atraída por el cepillo de plata. Dejó la lámpara y movió lentamente el espejo.

El rostro que vio reflejado en él era oscuro y de rasgos acusados, nariz ancha y ligeramente aquilina, boca grande, el labio superior más bien fino y el inferior más lleno, una vieja cicatriz justo debajo de la boca, ojos que eran de un gris intenso y luminoso vistos con aquella luz parpadeante. Era un rostro te enérgico, pero no fácil de desentrañar. Si en él había sentido del humor, tenía que ser un humor un poco avinagrado, más propicio al ingenio que a la carcajada. Podía tener entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años.

Cogió la lámpara y volvió a la habitación principal, encontrando el camino a ciegas, con el pensamiento puesto aún en aquel rostro que le había devuelto la mirada desde el espejo deslucido. No le había disgustado especialmente, pero era la cara de un desconocido, una cara difícil de descifrar.

Al día siguiente tomó la decisión. Emprendería el viaje hacia el norte e iría a ver a su hermana. Por lo menos ella le hablaría de su infancia y de su familia. A juzgar por las cartas y por lo reciente de la última fecha, su hermana seguía teniéndole cariño, lo mereciera o no. Le escribió una carta aquella misma mañana y en ella le dijo simplemente que había sufrido un accidente pero que ya estaba bastante recuperado y tenía intención de visitarla tan pronto como estuviera en condiciones de hacer el viaje, lo que esperaba fuera posible como máximo al cabo de un día o dos.

Entre las cosas que guardaba en el cajón encontró una modesta suma de dinero. Al parecer no era despilfarrador, salvo en dos cosas: el sastre, ya que la ropa de su armario era de corte impecable y la tela con que estaba confeccionada de primera calidad, y los libros… en caso de que los de la biblioteca fueran de su propiedad. Dejando aparte estos dos capítulos, había ahorrado de manera regular, aunque por alguna razón particular no llevaba las cuentas por escrito, pero esto ahora no importaba demasiado. Dio a la señora Worley lo que ella le pidió por un mes por adelantado -descontando la comida, puesto que no la consumiría mientras estuviera ausente- y le informó de que iba a Northumberland a visitar a su hermana.

– Me parece muy buena idea -dijo ella moviendo la cabeza con aire enterado-, porque hace un montón de tiempo que no le hace ninguna visita, suponiendo que le interese lo que pienso. No es que vaya usted a verla muy a menudo que digamos… claro que yo en esto no me meto. -Hizo una profunda aspiración.

»Que yo sepa no la ha ido usted a ver desde que está aquí… y de eso hace ya unos cuantos años. La pobre no hace más que escribirle… y que me maten si usted le ha contestado alguna vez.

La mujer se guardó el dinero en el bolsillo y miró a Monk con fijeza.

– Cuídese mucho, coma con regularidad y no se meta en embrollos persiguiendo a la gente. Si quiere seguir mi consejo, deje a los criminales en paz, aunque sólo sea para variar.

Y después de este consejo de despedida, volvió a alisarse el delantal y dio media vuelta acompañada del taconeo de sus botas en dirección a la cocina.

Era el día 4 de agosto cuando Monk tomó el tren en Londres y se dispuso a emprender el largo viaje.