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Evan sonrió más tranquilo y sus ojos se iluminaron. Monk pensó que seguramente sabía muy poco de los bajos fondos y que lo más probable era que para él todavía conservaran el atractivo del misterio. Ya descubriría sus lados oscuros: el gris de la miseria, el negro del dolor prolongado y del miedo constante. Y también su humor amargo y grosero, su risa malvada.

Monk observó el rostro atento de Evan, sus rasgos afables y sensibles. No podía explicárselo, las palabras no son más que nombres de cosas que ya se conocen. ¿Qué podía conocer Evan que lo preparase para el sinfín de desechos humanos que pululaban en las sombras de Whitechapel, St. Giles, Bluegate Fields, Seven Dials o Devil's Acre? Monk había conocido penalidades siendo niño, ahora se acordaba de haber pasado hambre -había recuperado aquella sensación- y también frío, sabía qué era llevar zapatos rotos, ropa por la que se colaba la aspereza del viento del nordeste, comidas a base de pan y un unto cualquiera. Recordaba vagamente el dolor de los sabañones y el rabioso picor que producían cuando se calentaban. Recordaba los labios agrietados de Beth, sus dedos blancos y ateridos.

Pero no eran recuerdos desagradables porque, detrás de aquellos pequeños contratiempos había siempre una sensación de bienestar, la certidumbre de una seguridad. Siempre habían ido limpios, siempre habían llevado ropa limpia aunque escasa y vieja, la mesa también estaba limpia, en la casa se olía a harina y a pescado y, en verano, cuando las ventanas estaban abiertas, a viento cargado de sal.

Todo iba perfilándose en su mente: recordaba escenas, sabores, tactos, todo envuelto siempre en el lamento del viento y el chillido de las gaviotas. Los domingos iban todos a la iglesia, no podía rememorar todas las palabras, pero le llegaban fragmentos musicales, cánticos solemnes que rebosaban del bienestar de aquéllos que los entonaban sabiendo que los cantaban bien.

Su madre le había inculcado todas las virtudes que poseía: honradez, laboriosidad, deseo de aprender. Aunque no recordaba sus palabras, sabía que su madre creía en ello. Era un buen recuerdo y lo agradecía más que ningún otro porque le devolvía su identidad. No recordaba claramente el rostro de su madre, cada vez que intentaba evocarlo se desdibujaba y disolvía hasta convertirse en el de Beth tal como la había visto hacía pocas semanas, sonriente, segura de sí misma. Quizá no fueran distintas una de otra.

Evan estaba esperando, brillantes los ojos de expectación, ansioso por ser testigo de la pericia en la indagación, de la capacidad de ahondar en el corazón del delito.

– Sí -prosiguió Monk como rememorando-, ahora seremos libres de proseguir según se nos antoje. Y, aunque no lo dijo en voz alta, pensó que Runcorn se quedaría con un palmo de narices.

Volvió a la puerta y Evan lo siguió. Mejor no poner orden en aquel caos, mejor dejarlo como estaba… quizá toda aquella confusión aportaría una respuesta en algún momento.

Estaba en el recibidor, junto a la mesilla, cuando se fijó en los bastones del paragüero. Los había visto anteriormente, pero estaba demasiado concentrado en los hechos sangrientos ocurridos en la habitación de al lado para prestarles atención. De todos modos, ya tenían en su poder el bastón que había servido de arma homicida. Se fijó, sin embargo, en que todavía había cuatro bastones más. No parecía ilógico pensar que Grey se hubiese convertido en un coleccionista de bastones a pequeña escala, dado que utilizaba uno al andar; a fin de cuentas era un hombre muy atildado: todo en él lo demostraba. Lo más probable es que tuviera un bastón para las mañanas, otro para las tardes, otro más para estar por casa y uno más rústico para andar por el campo.

Los ojos de Monk se detuvieron en un bastón recto y oscuro de color caoba con una fina franja de latón, tallada en relieve e incrustada en la madera, que formaba algo así como los eslabones de una cadena. Fue una sensación extraordinaria, muy intensa, casi sintió mareo, una especie de hormigueo en la pieclass="underline" sabía con absoluta certeza que había visto aquel bastón y no una, sino vanas veces.

Evan estaba a su lado esperando, preguntándose qué hacía allí parado. Monk trataba de ver claro en sus ideas, trataba de ampliar la imagen hasta abarcar en ella el dónde y el cuándo, hasta ver al hombre que sostenía aquel bastón en la mano. Pero ninguna imagen acudió en su ayuda, sólo notó aquella viva comezón que le producía la identificación de un objeto conocido… y el miedo.

– ¿Señor Monk? -La voz de Evan era dubitativa.

No se explicaba el porqué de aquella repentina parálisis. Los dos estaban en el recibidor, inmóviles, y la razón de aquella actitud estaba en el cerebro de Monk. Y por mucho que éste se esforzara, aunque pusiera todo su empeño en ello, lo único que veía era el bastón, pero ningún hombre ni ninguna mano agarrada a él.

– ¿Se le ha ocurrido algo, señor Monk? -La voz de Evan se coló en sus pensamientos, pese a la concentración de los mismos.

– No -dijo Monk moviéndose por fin-, no.

Pero le debía dar una respuesta razonable, una explicación, una razón que justificase su conducta. Buscó las palabras con dificultad.

– Estaba preguntándome por dónde podemos empezar. ¿Dice usted que Grimwade no retuvo los nombres que figuraban en los papeles?

– No, pero es lógico suponer que no usaron sus verdaderos nombres, de todos modos.

– Por supuesto, pero esto nos ayudaría a saber el nombre que utilizó el copista para falsificar los documentos. -La pregunta había sido tonta pero Monk la aprovechó para sacarle partido, mientras Evan escuchaba todas sus palabras como si de un maestro se tratara-. En Londres hay infinidad de copistas. -Pronunciaba las palabras con gran seguridad, sabía de qué hablaba y era algo de gran importancia-. Y hasta aseguraría que hay más de uno que ha falsificado documentos policiales en las últimas semanas.

– Sí… por supuesto. -Evan pareció satisfecho-. Se lo pregunté, sí, pero cuando todavía no sabía que se trataba de ladrones… El caso es que él no les prestó atención. Estaba más interesado en la autorización.

– ¡Ah, bien! -Monk había vuelto a recuperar el dominio de sí mismo, abrió la puerta y salió-. Supongo que le bastó con el nombre de la comisaría.

Evan salió detrás de él y después se volvió y cerró la puerta con llave.

Sin embargo, una vez estuvieron en la calle, Monk cambió de parecer. Tenía ganas de ver qué cara ponía Runcorn cuando se enterara del robo y comprendiera que Monk no iba a necesitar andar revolviendo entre escándalos como único medio para llegar al asesino de Grey. De pronto tenía ante sí un nuevo camino, donde la peor de las posibilidades era el simple fracaso, pero entre las que se perfilaba un auténtico éxito.

Envió a Evan a hacer un recado trivial, dándole instrucciones precisas para que se volviera a reunir con él al cabo de una hora y se montó en un cabriolé que lo condujo a comisaría a través de calles ruidosas e inundadas de sol. Una vez allí fue a ver a Runcorn, que lo recibió en su despacho con cara de satisfacción.

– Buenos días, Monk -lo saludó cordialmente-. Nada nuevo, ¿verdad?

Monk dejó que la satisfacción se adueñara un poco más de Runcorn, como dejándolo demorarse en la exquisitez de un baño caliente que mereciera ser prolongado por puro deleite.

– Es un caso de lo más sorprendente -respondió con aire tranquilo, mirando directamente a los ojos de Runcorn y fingiendo preocupación.

A Runcorn se le ensombreció el rostro, pero Monk percibió nítidamente su satisfacción como quien percibe un olor.

– Por desgracia, el público no reconoce los méritos de la sorpresa-replicó Runcorn, prolongando la expectación-. El que el público esté desorientado, no nos autoriza a disfrutar de dicho privilegio. Usted no aprieta suficientemente las clavijas, Monk. -Frunció ligeramente el ceño y se recostó en su sillón, mientras un rayo de sol que se filtraba por la ventana incidía en un lado de su cabeza. Su voz se hizo untuosa-. ¿Está plenamente seguro de encontrarse recuperado del todo? No parece el mismo de antes. No solía ser tan… -sonrió como si la palabra le complaciera- tan indeciso. El objetivo primordial que se fijaba antes era la justicia; de hecho, era su único objetivo. Antes no se detenía ante el primer obstáculo, no le arredraban las pesquisas por desagradables que fueran. -En el fondo de sus ojos aleteaba la duda y también la antipatía hacia Monk. Runcorn estaba en equilibrio entre el arrojo y la experiencia, como el que aprende a ir en bicicleta-. Seguro que usted está convencido de que esta cualidad fue la que lo llevó tan lejos en tan poco tiempo.