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– Ni estoy cansada ni quiero tisanas. Estoy muy tranquila y la policía quiere interrogarme. -Se volvió hacia Monk-. ¿No es así, señor Monk?

Monk habría dado cualquier cosa para recordar lo que sabía de aquella familia pero, por mucho que se esforzaba, a su cerebro no acudía recuerdo alguno, la imprecisión de su memoria adquiría los tintes de la avasalladora emoción que aquella mujer despertaba en él, era como hambre de algo siempre fuera de su alcance, como una música formidable que cautivara los sentidos pero sin dejarse apresar, perturbadora, inolvidable y dulce, evocadora de toda una vida que quedaba allende los recuerdos.

Se dijo que se estaba comportando como un estúpido. La dulzura de aquella mujer, algo en su rostro había despertado en él recuerdos de una época en la que había amado, la faceta amable de sí mismo, que había perdido en el accidente que había borrado su pasado. No todo en él se reducía al detective brillante, ambicioso, de verbo hiriente, al hombre solitario. Había habido quien lo había amado, al igual que rivales que lo odiaban, y subordinados que lo temían o admiraban, delincuentes que sabían de su pericia, pobres que esperaban de él justicia… o venganza. Imogen le recordaba que en él también había un lado humano que para él era demasiado precioso como para anegarlo en la razón. Había perdido el equilibrio y, si quería sobrevivir a aquella pesadilla -Runcorn, el asesinato, su carrera-, debía recuperarlo.

– Dado que ustedes conocían al comandante Grey-volvió a decir Monk para probar-, tal vez él les confesara que temía por su seguridad… quizá les hablase de alguien que le tenía antipatía o que, por la razón que fuera, lo acosaba. -Estaba resultando poco claro, y se maldijo por ello-. ¿Les habló alguna vez de envidias o rivalidades?

– No, nunca. ¿Por qué nadie que lo conociera iba a querer matarlo? -preguntó Imogen-. Era un hombre encantador, que yo sepa, sus enfados no iban más allá de alguna observación tajante. Tal vez su sentido del humor pudiera resultar en ocasiones indelicado, pero nada que pudiera provocar más que una irritación pasajera.

– Mi querida Imogen, ¡es imposible que un conocido suyo atentara contra él! -la cortó Charles-. Fue un robo, no puede ser otra cosa.

Imogen respiraba afanosamente e ignoró las palabras de su marido, seguía mirando a Monk con ojos serios, esperando respuesta.

– Yo creo que se trata de extorsión -le replicó Monk-. O quizá de celos por causa de una mujer.

– ¡Extorsión! -Charles pareció escandalizado, su voz estaba cargada de escepticismo-. ¿Insinúa usted que Grey pudiera extorsionar a alguien? ¿Y en qué se basa, si puedo preguntarlo?

– Si lo supiéramos, señor, sabríamos quién fue el autor -respondió Monk-, y tendríamos el caso resuelto.

– Esto quiere decir que no saben nada. -La voz de Charles sonó burlona.

– Al contrario, sabemos mucho. Ya tenemos un sospechoso pero, antes de poder acusarlo, debemos descartar todas las demás posibilidades. -Sabía que estaba llevando las cosas hasta un punto peligroso, pero la relamida expresión de Charles y su trato altanero alteraban el humor de Monk hasta hacerle perder el control. Con gusto lo habría agarrado y sacudido, lo habría obligado a salir de aquel estado de autocomplacencia y de afectada superioridad que aparentaba.

– En ese caso, se está usted equivocando -dijo Charles entrecerrando los ojos-, o eso parece, por lo menos.

Monk sonrió con frialdad.

– Pues esto es lo que trato de evitar y por esto estudio primero todas las posibles alternativas y me hago con toda la información que pueda conseguir. Me imagino que le complacerá saberlo.

Por el rabillo del ojo vio que Hester sonreía, lo que no pudo por menos de complacerle.

Charles refunfuñó.

– Deseamos ayudarle muy sinceramente-dijo Imogen rompiendo el silencio-. Mi marido intenta únicamente ahorrarnos los aspectos más ingratos del caso, gentileza que le honra, pero sentíamos una enorme simpatía por Joscelin y estamos lo bastante enteros como para decirle todo lo que sepamos.

– Hablar de «enorme simpatía» es exagerar un poco las cosas, cariño -dijo Charles, incómodo-. Claro que era un hombre que nos gustaba y, si nos inspiraba un afecto superior al corriente, era por George.

– ¿George? -Monk frunció el ceño, era la primera vez que oía mencionar a George.

– Mi hermano menor -le aclaró Charles.

– ¿Conocía al comandante Grey? -preguntó Monk con interés-. ¿Podría, pues, hablar con él?

– Por desgracia es imposible. Pero sí, conocía muy bien a Grey. Creo que durante un tiempo fueron muy amigos.

– ¿Durante un tiempo? ¿Se produjo una desavenencia entre los dos?

– No, George murió.

– ¡Ah! -Monk titubeó, un tanto cohibido-. Lo lamento.

– Gracias. -Charles tosió y se aclaró la garganta-. A nosotros Grey nos gustaba, pero de aquí a decir que le teníamos una enorme simpatía hay una cierta distancia. Me parece que mi esposa, por otra parte no sin cierta lógica, traslada parte del afecto que sentíamos por George al amigo de George.

– Ya comprendo -afirmó Monk sin saber qué decir.

¿Había visto Imogen en Joscelin al amigo de su cuñado muerto o había sido el propio Joscelin quien la había seducido con su encanto personal y sus dotes para agradar? Había notado en ella una profunda devoción al hablar de él. Imogen le recordaba a Rosamond Shelburne: la misma dulzura, la misma nostalgia por los momentos de felicidad, risa y deleite compartidos. ¿Tan ciego había estado Charles para no verlo? ¿O tal vez demasiado vanidoso como para tomarlo por lo que era?

De pronto, tuvo una ocurrencia desagradable y peligrosa, que se resistía a ser ignorada. ¿No sería Imogen Latterly la mujer, y no Rosamond? Deseaba vivamente descartar semejante idea. Bastaba con que Charles pudiera justificar su presencia en algún otro lugar en el momento del crimen, lo cual era probable, para dar la cuestión por zanjada y descartarla definitivamente.

Miró fijamente el bien afeitado rostro de Charles. Parecía irritado, pero libre de todo remordimiento. Monk buscó frenéticamente una manera oblicua de interrogarlo. Tenía el cerebro espeso como la cola. ¿Por qué demonios tendría que ser Charles marido de Imogen?

¿Había otro camino? Si por lo menos hubiera podido recordar lo que sabía de ellos… Aquel temor que sentía, ¿era fruto de la imaginación destocada? ¿O era que la memoria volvía a él lenta, fragmentariamente, despertando aquel temor?

El bastón del paragüero de Joscelin Grey. Su imagen nítida en sus pensamiento. ¡Si por lo menos hubiera podido ampliarla, ver la mano y el brazo que lo sujetaban, el hombre que lo sostenía! Aquella imagen ponía un nudo en su estómago. Él conocía al dueño del bastón, y sabía a ciencia cierta que Lovel Grey era para él un completo desconocido. Cuando había estado en Shelburne ni un solo miembro de la casa había dado la más mínima muestra de saber quién era.

¿Por qué habían de fingir? De hecho, sólo por esto ya se habrían hecho sospechosos, puesto que no tenían manera de saber que había perdido la memoria. Lovel Grey no podía ser el propietario del bastón con la cadena de latón encajada en el pomo.

Pero el propietario podía ser Charles Latterly.

– ¿Ha estado alguna vez en el piso del comandante Grey, señor Latterly? -había hecho la pregunta sin darse cuenta.

Le había salido como fundida en un molde, no quería saber la respuesta. Una vez empezado el interrogatorio, debería proseguir. Aunque sólo tuviera que saberlo él, tenía que saber, con la constante esperanza de estar equivocado, de encontrar la prueba definitiva que se lo demostrara.

Charles lo miró ligeramente sorprendido.

– No. ¿Por qué? Seguro que usted sí ha estado. Sobre el piso no puedo decirle nada.

– ¿No ha estado nunca en el piso?

– No, acabo de decírselo. No he tenido ocasión.

– ¿Ni tampoco, debo entenderlo así, nadie de su familia? -No miró a ninguna de las dos mujeres porque sabía que la pregunta podría interpretarse no sólo como una falta de delicadeza, sino como una manifiesta impertinencia.