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—¿No se llamará Fuente Salada ese chambelán?

—Creo que sí.

—Entonces tenía una buenísima razón para dirigir las pesquisas de la policía hacia mí; ha sido él quien ha hecho robar el cuadro, y supongo que en estos momentos el retrato viaja con él en el tren real en dirección a Madrid. Acaba de hacerme un inestimable favor.

—Bueno, todo tiene un precio —dijo el mendigo con modestia.

Morosini entendió la alusión, sacó unos billetes de la cartera y los puso en una mano que no andaba muy lejos de ella.

—Otra cosa: ¿por qué ha hecho todas estas averiguaciones? ¿Por mí?

Diego Ramírez adoptó de pronto una actitud grave.

—En parte, sí —respondió—, pero sobre todo porque, el día de nuestra cita, por la noche oí llorar a Catalina.

—Dígale que tenga paciencia. Encontraré el rubí y será devuelto a los hijos de Israel. Ese día regresaré. Dios le guarde, Diego Ramírez.

—Dios le guarde, príncipe.

Una vez fuera, Morosini se preguntó cómo podía saber su título el mendigo, pero no se entretuvo en averiguarlo. Al igual que Simón Aronov, ese demonio de hombre parecía poseer un servicio de información que funcionaba de maravilla.

3. La noche de Tordesillas

En Madrid, igual que en París o en Londres, Aldo Morosini sólo conocía un hoteclass="underline" el Ritz. Había escogido estos establecimientos fundados por un suizo genial porque apreciaba su estilo, su elegancia, su cocina, su bodega y cierto arte de vivir que, ligeramente adaptado a cada ciudad, no dejaba de establecer una relación indiscutible entre los tres y permitía al viajero, por más exigente que fuera, sentirse siempre en ellos como en su casa.

En esta ocasión, sin embargo, sólo se quedó veinticuatro horas, justo el tiempo necesario para que el recepcionista le diera la dirección del palacio de la reina María Cristina, ex archiduquesa de Austria, para ir a preguntar por el marqués de Fuente Salada y para enterarse de que éste se había marchado nada más llegar a la residencia real, donde lo esperaba un telegrama reclamando su presencia en Tordesillas. Su esposa estaba enferma.

Aquello fue una sorpresa para Aldo, quien no imaginaba que ese viejo bandido enamorado de una reina que llevaba muerta casi cinco siglos tuviera una esposa, pero la dama de honor asmática y coja que había recibido al veneciano aseguró, alzando los ojos al cielo, que era uno de los mejores matrimonios bendecidos por el Señor.

Con todo, no olvidó preguntar la razón por la que un caballero extranjero deseaba ver al personaje más xenófobo del reino. Pero la respuesta estaba preparada: deseaba hablar con él sobre un hecho nuevo, un detalle descubierto por un historiador francés y relativo a la estancia de la reina Juana y su esposo en la residencia del rey Luis XII en Amboise el año de gracia de 1501.

El efecto fue milagroso. Al cabo de un momento, Aldo se encontraba en la calle con la dirección y los deseos de que tuviera un buen viaje. No tuvo más que ir a consultar la guía de ferrocarriles y reservar una plaza en el tren de Medina del Campo, con el que, por la línea de Salamanca a Valladolid, acabaría llegando a Tordesillas. Lo que, a causa de unos horarios caprichosos, representaba un viaje de largo recorrido para menos de doscientos kilómetros.

El trayecto a través de los desiertos de tierra y granito de Castilla la Vieja fue monótono. Hacía mucho calor y el cielo de un azul blanquecino se extendía abrasando los pueblos y los caminos, que parecían errar en busca de las pocas casas dispersas por los valles y las alturas de una sierra deprimente. Al llegar a Tordesillas después de haber soportado una elevada temperatura, Morosini, cubierto de polvo y de carbonilla, se sentía sucio y de mal humor. Tenía que necesitar de verdad los conocimientos de ese viejo loco para seguirlo hasta esa pequeña ciudad gris, extendida sobre una colina desde la que se dominaba el Duero. No quedaba nada del sombrío castillo en el que, durante cuarenta y seis años, una reina de España, secuestrada por la voluntad de un padre despiadado y luego de un hijo que aún lo era más, había vivido la larga pesadilla en la que alternaban la desesperación y la locura. Los descendientes habían preferido derribar aquel testigo de piedra.

Desde el punto de vista del turismo, era una lástima. La presencia del castillo habría atraído a las masas y justificado la existencia de un hotel decente en aquella pequeña ciudad de cuatro o cinco mil habitantes. El establecimiento en el que se instaló Aldo no era digno ni de una cabeza de partido francesa: el recién llegado se encontró con una especie de celda monacal encalada y un olor de aceite rancio que no decían mucho en favor de la cocina de la casa. En tales condiciones, no había que alargar la estancia. Debía ver a Fuente Salada cuanto antes.

Así pues, aprovechando el fresco que traía la caída de la tarde, Morosini se tomó el tiempo justo de lavarse un poco, preguntó por la iglesia junto a la que vivía su presa y emprendió a paso alegre el camino por las callejuelas, reanimadas por la proximidad del crepúsculo.

No le costó encontrar lo que buscaba; era una gran casa cuadrada, medio fortaleza y medio convento, cuyas escasas ventanas estaban provistas de fuertes rejas salientes que desanimaban a cualquier visitante intempestivo. Encima de la puerta cintrada, varios blasones más o menos desvencijados parecían amontonarse. No sería fácil invadir esa ciudadela… Pero tenía que entrar como fuese, porque si Fuente Salada se había apoderado del retrato, éste sólo podía encontrarse en esa casa. Lo difícil era asegurarse.

En vista de que el entusiasmo de un momento antes había dejado paso a algunas reflexiones, Aldo decidió utilizar una estratagema para conseguir que le abrieran aquella puerta cerrada a cal y canto. Ajustándose el sombrero, se acercó para levantar la pesada aldaba de bronce, que al caer hizo un ruido tan cavernoso que el visitante se preguntó por un instante si la casa no estaría deshabitada. Pero no: al cabo de un instante oyó unos pasos quedos deslizarse por lo que sin duda era un suelo embaldosado.

Los goznes debían de estar bien engrasados, pues la puerta se entreabrió sin hacer el ruido apocalíptico que Morosini había imaginado. Un rostro de mujer alargado y arrugado, digno de haber sido pintado por el Greco, apareció entre una cofia negra y un delantal blanco que anunciaban a una sirvienta. Ésta miró un momento al extraño antes de preguntarle qué quería. Aldo, esforzándose en hablar lo mejor posible en español, dijo que deseaba ver al señor marqués… de parte de la reina. De pronto, la puerta se abrió de par en par y la mujer hizo una especie de reverencia mientras Morosini tenía la impresión de cambiar de siglo. Aquella casa debía de datar de la época de los Reyes Católicos y la decoración interior seguramente no había cambiado mucho desde entonces. Lo dejaron en una sala para acceder a la cual había tenido que bajar dos escalones y cuya bóveda estaba sostenida por pesados pilares. Los únicos muebles eran dos bancos de roble negro con respaldo, pegados a la pared y enfrentados. De repente, Morosini sintió frío, como sucede al entrar en el locutorio de algunos conventos particularmente austeros.

La mujer regresó al cabo de un momento. Don Basilio la acompañaba, pero su sonrisa atenta se transformó en una horrible mueca cuando reconoció al visitante.

—¿Usted? ¿De parte de la reina?… ¡Esto es una traición! ¡Salga de aquí!

—Ni hablar. No he hecho todo este camino con un calor abrasador por el simple placer de saludarlo. Tengo que hablar con usted…, y de cosas importantes. En cuanto a la reina, sabe perfectamente que tenemos muy buenas relaciones; la marquesa de Las Marismas, que me ha dado su dirección, podrá confirmárselo.