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Por la mañana, hizo que Guy y Zaccaría firmaran el testamento, lo metió en la cartera que siempre se llevaba de viaje, se despidió rápidamente como si se tratara de uno de los numerosos viajes cortos que realizaba todos los años por Italia y embarcó en el motoscaffo conducido por Zian. Hicieron una primera parada en casa del señor Massaria, al que encontraron en bata; luego, tras volver a la dársena de San Marco, la canoa motorizada tomó velocidad y puso rumbo hacia el mar, dejando tras de sí una estela blanca.

Hacía aproximadamente una hora que se había ido cuando Celina se ató un pañuelo a la cabeza, donde ya no lucía las alegres cintas de colores de antes, cogió una cesta y se dirigió por las calles hacia el mercado del Rialto. Al llegar al Campo San Polo, entró un momento en la iglesia, fue a rezar una oración a la Virgen y encendió un gran cirio; después salió por una puerta lateral y se adentró en una calleja estrecha a la que daba la parte trasera de dos viviendas patricias. Allí, sacó una llave del bolsillo, abrió una puerta baja, la cerró tras de sí, atravesó a paso rápido un encantador jardín interior en el que cantaba una fuente y, tras haber llamado con los nudillos a una alta ventana con los cristales emplomados, penetró en una gran habitación fresca.

—Tenía que venir —dijo—. Hay novedades.

Mientras tanto, al volante del pequeño Fiat, Morosini circulaba hacia los Alpes, que pensaba cruzar por el puerto de Brenner. Pero esperó a llegar a Innsbruck, una vez cruzada la frontera, para enviar a su amigo Adalbert un breve telegrama:

Estaré en Praga, hotel Europa. Confirma llegada. Aldo.

Sabía que, a no ser que se hubiera roto una pierna o hubiera contraído una grave enfermedad, Adalbert montaría en el primer tren que saliese de París.

6. Un americano pelmazo

Morosini se lo encontró la misma noche de su llegada a Praga. Sentado en un alto taburete del elegante bar, decorado con frescos espléndidos, del Europa, con sus grandes pies, calzados con zapatillas de deporte blancas, apoyados en los barrotes de caoba, comía salchichas de rábanos blancos —en Praga se pueden degustar a cualquier hora del día y de la noche, pero no era aconsejable hacerlo en el bar del Europa—, acompañadas de una gran jarra de Pilsen-Urquell, la cerveza nacional.

Era imposible no fijarse en éclass="underline" su cuerpo de luchador envuelto en un traje blanco y adornado con una corbata llamativa, su pelambrera roja y su cara colorada por haber permanecido demasiado tiempo al sol se daban de patadas con los refinamientos de ese hotel reciente, construido en honor del Art Nouveau local, y sobre todo con la música nostálgica que salía de un violín y un piano refugiados entre unas plantas. Además, estaba solo en compañía de un barman de punta en blanco, cuyo largo bigote de estilo húngaro apenas disimulaba el pliegue reprobador de la desdeñosa boca.

Cansado a causa de la larga y, sobre todo, difícil carretera que lo había llevado de Innsbruck a su destino por Salzburgo y Passau, Morosini sólo deseaba beber algo fresco y reconfortante antes de retirarse a su habitación. Pidió un gin-fizz y, aunque todavía llevaba la ropa de viaje, el barman se lo sirvió con una gran deferencia. Su ojo experto no se equivocaba sobre la calidad de ese nuevo cliente. Incluso llevó su amabilidad hasta poner una considerable distancia entre él y el bárbaro.

Cosa que, por lo demás, no desanimó a éste, encantado de tener compañía: se limitó a trasladar su plato y su jarra junto a Aldo, antes de declarar:

—Me alegro de que haya venido alguien que no tiene aspecto de ser de aquí —dijo en su lengua natal—. ¿Qué es usted? ¿Inglés, francés, austríaco…?

—Italiano —gruñó Morosini, que detestaba que lo abordaran con ese descaro, sobre todo cuando estaba de mal humor.

—¡Vaya! Nunca lo hubiera dicho… Yo soy americano. —Y sin transición, tendiendo una mano del tamaño de una pala de las que se usan para golpear la ropa al lavarla, que su víctima se vio obligado a estrechar, añadió—: Me presento: Aloysius C. Butterfield, de Cleveland, Ohio.

—Aldo Morosini, de Venecia —dijo éste maquinal —mente, liberando las falanges del tremendo apretón.

Pero si pensaba haber cumplido presentando esa modesta tarjeta de visita, se equivocaba de medio a medio. El hombre de Cleveland profirió una especie de bramido que sobresaltó al barman.

—¡No! —dijo, golpeándose con el puño derecho la palma de la mano izquierda—. ¿Es usted «el» Morosini que vende joyas antiguas?

—En efecto —reconoció Aldo, que no se creía tan famoso, sobre todo en el Medio Oeste.

—¡Esto es lo que se llama tener un golpe de suerte! Y sobre todo, lo que es una suerte es que no haya ido a verlo a Venecia, teniendo en cuenta que está usted aquí.

—¿Quería ir a verme a Venecia?

—Estaba contemplando seriamente esa posibilidad. Verá, soy rico…, muy rico, y tengo una mujer a la que le chiflan esas cosillas tan caras. Y naturalmente, quiero llevarle un recuerdo.

—En tal caso, lo más sencillo es pasar por París e ir a Cartier, Boucheron o…

—No. Eso son cosas nuevas. Lo que Coralie quiere es algo que tenga historia.

—Pero yo no tengo el monopolio de las joyas históricas. Esos grandes joyeros también compran y venden piezas antiguas.

El americano hizo una mueca.

—En cualquier caso, serán menos históricas que las suyas. Me han dicho que es usted noble, duque o…

—Príncipe, pero el título no tiene nada que ver con esto. Además, actualmente no tengo nada extraordinario para vender.

—¡Eso es lo que usted dice! —repuso el otro, testarudo—. Habría que verlo… ¿Otro gin-fizz? —propuso en cuanto Aldo hubo apurado su copa.

—No, gracias. Con su permiso, voy a dejarle. Quisiera tomar posesión de mi cuarto, ducharme…

—¿Cenamos juntos?

—No. Perdone, pero voy a pedir que me suban algo y me acostaré enseguida. Estoy cansado del viaje.

Bajó del taburete para dirigirse a la salida, pero uno no se libraba tan fácilmente de Aloysius C. Butterfield, que prácticamente interceptaba el paso.

—OK, nos veremos mañana. ¿Va a quedarse aquí algún tiempo?

—Todavía no lo sé. Depende de mis negocios y de mis citas. Le deseo buenas noches, señor Butterfield.

El tono no admitía réplica. Este último tuvo que resignarse a dejarle paso y Morosini entró en su habitación de la segunda planta con la sensación de ser un navegante sacudido por la tormenta que llega por fin a una bahía en calma. Ese yanqui escandaloso y entrometido era el último espécimen humano que deseaba encontrar en Praga. Desentonaba demasiado en esa ciudad de arte, de sueños y de misterio, donde uno se sentía en el cruce de múltiples mundos. Era una nota discordante en una sinfonía sublime, y Aldo detestaba las notas discordantes. Tendría que ingeniárselas para encontrárselo lo menos posible.

La vasta y lujosa habitación con revestimiento de madera que habían asignado al viajero daba a los tilos de la inmensa plaza de Wenceslao, un largo cuadrilátero en el que reinaba la estatua ecuestre del gran rey de Bohemia, flanqueado por las de sus cuatro santos protectores representados de pie. Morosini abrió la puerta del balcón y salió para aspirar el exquisito perfume que los árboles en flor exhalaban al finalizar un día estival. El paisaje de espesos bosques y campo suavemente ondulado que envolvía la Ciudad Dorada era a la vez magnífico y apaciguador. A la derecha, la colina de Hradcany sobre la que se alzaba el castillo real, sus iglesias y sus palacios, surgía de la profunda vegetación de sus jardines de estilo italiano, y Morosini pensó que iba a gustarle esa capital, quizá porque, como en Venecia, la desorientación allí era total y la magia estaba garantizada. Siempre y cuando se olvidara el chirrido metálico de los tranvías, claro.