¡Qué detalle que hayas venido! —escribía la húngara—. Naturalmente, cenamos juntos. Ven a buscarme después de la función. Te quiere como siempre, tu Ida.
¡Menudo desastre! Si no respondía de uno u otro modo a la invitación de su antigua amante, era capaz de buscarlo por toda la ciudad y pasaría por un auténtico grosero. Pero por lo menos esa noche tendría que prescindir de él. Ni por todo el oro del mundo faltaría a la extraña cita del gran rabino.
No obstante, se obligó a mantener la calma, esperó a que el segundo acto estuviera bien avanzado y a que doña Ana hubiera terminado entre «bravos» el aria Crudele? Ah no! Mio ben! para salir de debajo de las plumas y escabullirse discretamente. Una vez fuera de la sala, encontró a la acomodadora que le había dado la nota y sacó un billete de la cartera.
—Por favor, ¿podría llevarle esto a Fräulein De Nagy cuando la función haya terminado?
En el reverso de la nota que había recibido, escribió rápidamente unas palabras:
Como has adivinado, he venido para escucharte, pero después tengo un asunto importante que resolver.
No nos será posible cenar juntos. Recibirás noticias mías mañana. No me lo tengas en cuenta. Aldo.
Mientras doblaba el papel para meterlo en el sobre, añadió:
—Al llegar he visto a una florista junto al teatro. ¿Le importaría ir a comprar dos docenas de rosas para unirlas al mensaje? Yo tengo que irme.
La importancia del nuevo billete aparecido entre los dedos de aquel hombre tan seductor amplió más la sonrisa de la mujer. Ésta lo cogió todo e hizo una pequeña reverencia.
—Lo haré, señor, no se preocupe. Aunque es una lástima que no pueda quedarse hasta el final. Promete ser triunfal.
—Me lo imagino, pero no siempre puede uno hacer lo que desea. Gracias por su amabilidad.
Al entrar en el coche, Aldo dejó escapar un suspiro de alivio. La reacción de Ida le importaba un comino; no tenía ninguna intención de volver a verla. Lo que contaba era estar a medianoche junto a la entrada del castillo real. En ese momento oyó sonar las once en el histórico reloj y pensó que llegaría muy pronto, pero era preferible eso que hacer esperar a Jehuda Liwa. Así tendría tiempo para buscar un lugar tranquilo donde aparcar el coche.
Se puso en marcha despacio para seguir escuchando el débil eco de la música. En Praga, además, igual que en Viena, siempre había una melodía, el eco de un violín, de una flauta de Pan o de una cítara flotando en el aire, y ése no era uno de sus menores encantos. Con todas las ventanillas bajadas, Aldo aspiró los olores de la noche, pero pensó que el tiempo podría muy bien estropearse. En el cielo, todavía claro cuando había llegado al teatro, estaban acumulándose pesadas nubes. Ese día había hecho calor y el sol, al ponerse, no había abierto la puerta al fresco. El lejano rugido de un trueno anunciaba que se preparaba una tormenta, pero Morosini no le concedió ninguna importancia. Intuía que una aventura fuera de lo común lo esperaba y sentía una excitación secreta nada desagradable. Ignoraba por qué el rabino lo llevaba allí, pero el hombre era en sí mismo tan fabuloso que él no habría cedido su lugar ni por todo un imperio.
Mientras el pequeño Fiat subía las cuestas del Hradcany, Aldo tenía ya la impresión de estar sumergiéndose en un mundo desconocido y enigmático. Las calles oscuras, tan silenciosas que el ruido del motor producía una sensación de incongruencia, apenas estaban iluminadas por antiguas farolas muy separadas unas de otras. Arriba de todo, el inmenso castillo de los reyes de Bohemia dibujaba una masa negra. De vez en cuando, los faros iluminaban el doble fulgor de los ojos de un gato. Hasta que no llegó a la plaza Hradcanské, donde se encontraban las verjas monumentales del castillo, Morosini no tuvo la impresión de regresar al siglo XX: unas farolas iluminaban los ocho grupos escultóricos situados sobre las columnas repartidas a lo largo de la verja con el monograma de María Teresa, así como las garitas de rayas grises y blancas que albergaban a los centinelas encargados de la protección del presidente.
Poco deseoso de atraer la atención de los soldados, Morosini aparcó el coche junto al palacio de los príncipes Schwarzenberg, lo cerró y subió hacia el hueco donde se abría la doble arcada que conducía a los jardines, cerrados también por verjas. Por extraño que pareciera, ése era el lugar de la cita, y Aldo se dispuso a esperar fumando un cigarrillo tras otro. Al principio, el silencio le pareció total; luego, poco a poco, a medida que pasaba el tiempo, empezaron a llegarle ligeros ruidos: los lejanos de la ciudad al borde del sueño, el vuelo de un pájaro, el maullido de un gato. Y después empezaron a caer gotas de lluvia en el mismo momento en que, en alguna parte situada hacia el norte, un relámpago iluminaba el cielo como un puñado de magnesio ardiendo. En ese preciso instante, la catedral de San Vito dio las doce, la verja giró sobre sus goznes de hierro sin hacer ruido y la larga silueta negra de Jehuda Liwa apareció. El gran rabino indicó por señas a Morosini que se acercara. Éste tiró el cigarrillo y obedeció. Detrás de él, la verja se cerró sola.
—Ven —murmuró el gran rabino—. Dame la mano.
La oscuridad era profunda y hacían falta los ojos de la fe para orientarse a través de esos jardines poblados de estatuas y de pabellones.
Sujeto por la mano firme y fría de Liwa, Aldo llegó a una escalera monumental que atravesaba los edificios del palacio. Más allá había un gran patio dominado por las agujas de la catedral, cuyo pórtico principal quedaba justo frente a la bóveda, pero Morosini apenas tuvo tiempo de situarse, pues enseguida cruzaron una puerta baja en lo que reconoció como la parte medieval del castillo. Como había estado por la tarde, tenía aún los recuerdos muy frescos y sabía que se dirigían hacia la inmensa sala Vladislav, que ocupaba todo el segundo piso del edificio. El guía había dicho que era la sala profana más grande de Europa, y ciertamente recordaba bastante el interior de una catedral, con su alta bóveda de caprichosas nervaduras, auténticos entrelazados vegetales, complicados y sin embargo armoniosos. Era una joya del gótico flamígero, aunque sus altas ventanas exhibían ya los colores del Renacimiento.
—Los reyes de Bohemia y más tarde los emperadores recibían aquí a sus vasallos —dijo el gran rabino sin tomarse la molestia de bajar la voz—. El trono estaba colocado contra esa pared —añadió, señalando la pared del fondo.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Morosini con voz queda.
—Hemos venido a buscar la respuesta a la pregunta que me has hecho esta mañana: ¿qué hizo el emperador Rodolfo con el rubí de su abuela?
—¿En esta sala?
—A mi entender, es el lugar más apropiado. Ahora, calla, y veas lo que veas, oigas lo que oigas, permanece en silencio y tan inmóvil como si fueras de piedra. Ponte junto a esa ventana y mira, pero piensa sólo en esto: un sonido, un gesto, y eres hombre muerto.
La tormenta ya se había desencadenado e iluminaba intermitentemente la sala, pero los ojos de Morosini se habían acostumbrado a la oscuridad.
Pegado al profundo vano de una de las ventanas, Aldo vio a su compañero situarse en medio de la sala, a unos diez metros de la pared desnuda ante la que en otros tiempos se hallaba el trono de un imperio. De su larga túnica, sacó varios objetos: primero una daga, con ayuda de la cual trazó en el aire un círculo imaginario cuyo centro era él; después, cuatro velas que se encendieron solas y que él colocó sobre las baldosas, al norte, al sur, al este y al oeste de su posición. Las inmensas lianas de la bóveda parecieron cobrar vida propia, como si una cuna de ramas acabara de nacer sobre ese sacerdote de otra época.